Desde el año 2000 lo
que ha marcado simbólicamente la lucha política en Bolivia ha sido la
confrontación de los “indígenas” contra los “no indígenas”, los “mestizos” (entre quienes antes muchos se
consideraban “blancos”). Los actores políticos han ido asumiendo tales
identidades en tanto fundamento básico y hasta como una determinación
ontológica. La confrontación marcada por este aspecto identitario ha hecho
evidente el carácter racializado de las relaciones sociales en este país y
desde que un “indígena” fue elegido como presidente (2005) estas identidades se
han confrontado en el proceso de “descolonización” que ha llevado adelante el
“gobierno indígena”. En esta disputa, unos, los de la “oposición” (en nombre de
la “identidad nacional”) y los otros, los del MAS (en nombre de la
“descolonización”) se enfrentan entrampados en taras que aún nos perturban:
identidades coloniales tales como “indígena” y “mestizo”.
En este proceso las
identidades consideradas étnicas se han confundido con identidades ideológicas
y hasta se las ha llegado a considerar como
determinaciones “raciales”. Así los “q’aras” han sido percibidos como
naturalmente opuestos a los “indígenas” y en esto cada componente de tal
oposición, encarna a la vez una identificación ideológico-política “natural”.
Los “q’aras” son capitalistas, occidentales, individualistas, etc., y en
contrapartida, los “indígenas” son lo absolutamente opuesto. Esta forma de ver
a los sujetos no es simplemente engañosa, sino que funciona a partir de una
configuración social en la que los “signos raciales” indican posiciones de unos
respecto a otros. El color de la piel, además de otros aspectos, en un
espacio social racializado como es Bolivia tienen un significado político muy
marcado: nos “dicen” quienes pueden o no ocupar un lugar, identifica
situaciones de poder de un alguien respecto a un otro.
Este mundo simbólico fue
violentado con la elección de un “indígena” como presidente de este país el año
2005. El “color del poder” en la historia de Bolivia se hizo evidente por el
contraste entre el nuevo presidente y los anteriores. El antes y el después
quedo marcado no solo por la elección de un “indio” como presidente sino
también porque se entiende que el “indio” es absolutamente distinto de los
“blancos” y en este caso, en política. Al identificar a unos como indígenas y a
otros como mestizos, en la confrontación política, las diferencias sociales
entre grupos, o mejor dicho entre castas, son entendidas como naturales y en sí
mismas propias a tales grupos, sin considerar sus relaciones con los “otros”.
En tal forma de entender a los sujetos en confrontación se puede percibir la
herencia colonial.
Las formas de
identificar a unos como “indígenas” y a otros como “mestizos” son en general
propias de los tiempos coloniales, pues es el colonizador quien identificó a
“sus” otros de esa manera, en tanto él se diferenciaba de ellos. Si bien
indígena refiere al colonizado en general, ya sea en Asia, África o América,
“indio” fue la denominación genérica con la que se nombró a los habitantes del
“nuevo mundo”. Por lo tanto, indio especifica una generalización dada respecto
a poblaciones indiferenciables para los colonizadores en América y que por los
usos sociales dados en el contexto boliviano
se trata de una palabra repelida en los ámbitos públicos formales, pero
muy usada en situaciones de violencia verbal y física, develando así un rasgo
del orden social.
Retomando la
identificación como “indígenas” a poblaciones determinadas, en general, los
habitantes de los espacios colonizados eran vistos como naturales del lugar, es
decir como “indígenas”. Una de las primeras diferenciaciones en la colonia se
dio por el origen y pertenencia “natural” de colonizadores y colonizados a
espacios distintos: unos como naturales del territorio conquistado
(“indígenas”) y otros como ajenos a ese espacio (“alienígenas”). La estructura
colonial se reprodujo a partir de mecanismos de selección que funcionaban
fundamentalmente configurando un espacio social en el que el acceso a los
puestos en la estructura de mando y en la estructura de producción estaba
determinado por el origen de los sujetos. Se trató de un tipo de división del
trabajo en el que el resultado de la conquista era axiomático en dicha
división.
En esta
estructuración, las posibilidades de desenvolvimiento social estaban limitadas
según se identificaba a los individuos en relación a la polaridad
colonizadores-colonizados. Los españoles fueron el referente máximo de
superioridad en el orden social mientras que los indios eran lo contrario, el escalón más bajo
y por ello representaban el punto de referencia de máxima distancia respecto a
los hispanos. Entre estos “polos” había una gradación que se conoce como
“mestizaje” como producto de la “mescla” y cuyo carácter ontológico, si se
puede decir algo así de esto, obedece al orden colonial.
Si, como se ha
dicho, los colonizadores en general se diferenciaban de los colonizados en
sentido de no ser del lugar al que colonizaban, es decir por ser alienígenas
con respecto a un espacio y con relación a los que lo habitaban, los sujetos
que habitaban el espacio colonizado eran definidos por la relación con los
colonizadores y a partir de su posición, por tanto se los considero como
indígenas. En esta relación entro el juego ideológico de las purezas y mesclas.
Los que se sentían puros (positivamente), los colonizadores, veían a la vez
como seres puros (de naturaleza maligna) a los “indígenas”, como algo que puede
dañar lo que se es y por lo tanto se creyó dañina y degenerativa (lo que no
impidió) cualquier “mescla” con ese algo que contamina y degrada. Esta mescla
se entiendo, como hoy, como “mescla de sangres”, de “razas”, y se dice
“mestizo”: el alejamiento de la buena pureza y la degradación que acerca a lo
indigno, al “indígena”. La identidad indígena y la mestiza con expresiones de
la dominación colonial, son la expresión de la clasificación social racializada
de ese contexto y que aun condiciona los tratos y comportamientos en lo contemporáneo.
Sin embargo, cabe
dejar señalado que esas ideas de pureza y de mezcla que funcionaron en la
colonia –y aun funcionan– tienen antecedentes en el periodo en que España fue
dominada casi ocho siglos por los árabes. Por entonces, entre los españoles se creía
que la diferencia entre cristianos y moros era algo dado por la sangre y por lo
mismo se pensaba que la mescla de cristianos con árabes, quienes los sometían,
era algo degenerativo. Hoy sabemos que la religión de cualquier persona no es
algo que se encuentre en la sangre pero esta referencia a la negativa de
“mesclar sangre” cristiana con la de moros era entonces una idea defensiva
frente a la dominación que vivían, en tanto se trababa de demarcar diferencias
entre unos y otros en un proceso de lucha por liberarse del dominio árabe.
Los Españoles del
tiempo de la colonización en América salían de un dominio árabe de casi ocho
siglos, periodo en el que se dieron “mesclas”, pero al llegar a estas tierras
no se llamaron a sí mismos (ni lo hacen hoy) “mestizos”. Trajeron a estas
tierras no solo la sífilis y otras enfermedades, sino también esa idea de la
determinación por la sangre y esta operó en la diferenciación social entre los
“indios” y los españoles, dando lugar a un orden racializado.
Ni con la independencia
de Bolivia, en 1825, ni con la “revolución nacional” de 1952 se puso fin al
orden racializado que la colonia dejó y por lo mismo no “desaparecieron” las
formas de identificación que operaban en ella. Es más, el Estado boliviano se
apoyó en esta racialización de los sujetos y este elemento ha sido el
fundamento de su existencia[1]. La
estructura social de la colonia no se vio afectada sustancialmente con la
“independencia” de Bolivia sino que fue base del orden estatal boliviano y por
lo mismo las identidades se demarcaban en función de las jerarquías sociales
racializadas.
La incorporación del
“indio” como campesino, como “nuevo” ciudadano, desde la “revolución nacional”,
fue un acto que implicó la renovación de los mecanismos de diferenciaciones coloniales.
La incorporación se realizó mediante un acto de trasferencia de la carga
racializante que llevaba la palabra indio. Esta carga se “depositó” en la
palabra campesino, por tal razón hoy decir “indio de mierda” es casi igual a
decir “campesino de mierda”. Esta transferencia fue mimetizada por una acción
estatal discursiva cosmética, “mestizaje”, que expresaba no la identidad
nacional, sino los prejuicios a partir de los cuales se pensaba la nación o lo
que se quiera que fuera la nación. Lo “mestizo” fue y es una “apariencia
ideológica”, una ilusión fantasiosa que se la pretende vivir como algo
verdadero, como lo “indígena”.
Se supuso una unidad sanguínea (“sangre de mestizos” es expresivo de
esto) que habría surgido de entre los colonizados y los colonizadores. Pero en
el fondo esta reivindicación de las “sangres mescladas” fue, como hoy, la
negación tacita de quienes pasaron a ser “campesinos” (fundamentalmente aymaras
y quechuas), pues lo mestizo entre las capas dominantes blancoides era una afirmación
de su distancia o “no relación” con los “indios”, como diciendo: “mis abuelos
ya hicieron el terrible sacrificio de mezclarse con los indos por lo tanto yo
ya no tengo por qué hacerlo”. El mestizaje fue (y es) una reivindicación de un
hecho siempre ubicado en el pasado pero que no podía ni debía repetirse en el
presente. Así, el proyecto nacionalista del MNR y de quienes le siguieron fue
hacer una “nación mestiza” sin mezclarse con los “indios”. Si en países como
Argentina mestizo remite a la cercanía con los “indios”, en Bolivia será lo
inverso, se referirá a la cercanía con los “blancos” y a la vez la mayor
distancia posible con los “indios”. Por eso decirse mestizo en este país tiene
un sentido de superioridad.
Bolivia cono Estado
ha propalado con cierta eficacia una identidad nacional “mestiza” desde 1952
pero el hecho de que hoy hablemos de “indígenas” muestra que no logró
plenamente su cometido, pues para funcionar como Estado propio de una casta
renovó los mecanismos de racialización. La nación “mestiza” como ideal, que
presupone el reconocimiento de la existencia de “razas”, sólo fue una buena
forma de encubrir las contradicciones coloniales que aun arrastra este país. En
el naciente siglo XXI, el año 2000, estas contradicciones se hacen más evidentes
y desde entonces se habla “públicamente” del problema del Estado que propugnaba
una identidad “mestiza” contra las naciones sin Estado[2].
Con la elección de
Evo Morales como presidente de Bolivia, lo “indígena” pasó a ser adoptado casi
de forma improvisada por el MAS, fundamentalmente como elemento discursivo y
que fue utilizado para “evidenciar” que, como gobierno, se era diferente a los
“tradicionales”, como se les dice a los viejos partidos políticos en Bolivia.
El MAS, antes de ser gobierno, tenía un discurso anti-imperialista y
campesinista, la descolonización o el problema de las naciones sin Estado no
fue parte de su “aparato discursivo” y menos aún de su lucha práctica. La lucha
del MAS no se concentraba en lo “indígena” sino en el cultivo libre de la hoja
de coca y en nombre de defender el “consumo tradicional”, el cual tiene sus
raíces en la colonia, pues para los españoles era más económico dar coca a los
“indios” en lugar de comida.
Pero está claro que
el MAS desde que es gobierno enfrentó y enfrenta a sus opositores enarbolando
una identidad colonial: “indígena”, y se presenta como “gobierno indígena”.
Asume una identidad que le ha sido útil para “cautivar a las masas”, pues en
Bolivia, las experiencias de procesos de racialización que tienen la mayoría de
las personas, de ser vistos y tratados como de otra “raza”, es tan común y
constituyente que puede ser usada política y electoralmente. Sin embargo, es
más que notorio que las personas consideradas colonialmente como “indígenas”
tienen un papel secundario e irrelevante en el “gobierno indígena” y los “no
indígenas” cumplen el rol de conductores en nombre de los “indígenas”.
Es bueno considerar
que los sujetos que sufren la colonización y consecuentemente la condición de
seres racializados, parten de tal condición y empiezan su lucha reconociéndose,
buscando identificarse y esto a partir del lenguaje que la dominación impone:
indígena, originario[3].
La palabra usada para ofender es tomada y resignificada; esta toma y
resignificación, que se da en procesos de lucha aunque dentro de un marco
general del que no sale, tuvo lugar en
este país en los años 60 y 70 y se partió usando la nominación que más carga
política negativa lleva: Indio, así el movimiento que nació fue el indianismo.
Se usó el lenguaje de los dominadores, pues la palabra nos permite identificar
mecanismos de dominación. La carga política de este movimiento y de sus
planteamientos fue vaciada desde los 80 por varias instituciones de “apoyo” a
los “indígenas”, “domesticando” sus elementos discursivos y simbólicos, y así
forjaron el indigenismo posmoderno que ha dominado en Bolivia en la última
década.
Ante la emergencia
“indígena” como atentado contra la nación, contra la posición de quienes creen
ser la encarnación de la nación, los “mestizos” buscaron, y aun lo hacen,
descalificar tal emergencia aduciendo que “todos somos mestizos” y que hablar
de “indígenas” o identificarse como “indígena” no tiene sentido y es irracional
porque no hay “razas puras”. Sin embargo esta descalificación contiene su
propia descalificación, pues se sabe que no hay razas, por lo que no puede
haber mescla de algo que no hay. No hay razas puras ni mescladas porque
simplemente no existen razas. Lo que sucede es que se asume que ciertos rasgos
somáticos, comportamientos, vestimentas, etc. son “signos raciales” y esto,
esta manera de asumir, no funciona biológicamente, como suponen los que creen
en la existencia de razas, sino de manera cultural y política. Hablamos de
problemas en el orden de las relaciones sociales y no de problemas de carácter
biológico.
En su
funcionamiento, esta racialización de las relaciones sociales, desplaza el
problema a lo biológico y lo mimetiza en el discurso de la “cultura
mestiza”. Se dice que “aunque tengamos
color de piel diferente, tenemos la misma cultura”. La cultura “mestiza” seria supuestamente el
común en el que nos encontramos todos y del que participamos. Esta cultura
“mestiza” es ante todo una cultura en la que participamos como seres
racializados: la “mestiza” “cholita” participa en un tipo de evento de belleza
y otras “mestizas” participan de otro evento que califica lo mismo: belleza.
Hablo de la “Cholita paceña” y mis La Paz, en estos eventos el criterio es ante
todo racial, no por que hayan razas, insisto, sino porque se juzga que ciertos
rasgos físicos como bellos y se crea otra categoría de belleza para conformar a
las “indias”. No hay “mestizos” en este juzgamiento de belleza, lo que funciona
es la valoración colonial respecto a los “indios”. Similar es lo que pasa con
la solicitud de trabajadores con buena presencia: se pide que se parezca más a
Pizarro que a Atahualpa antes de calificar las cualidades de los postulantes.
La “identidad mestiza” como apariencia ideológica solo encumbre esta
radicalización.
La lucha política
que se ha dado en el país ha dejado la impresión de que los opositores, ante
los alardes “indígenas” del gobierno, gritaban como desesperados: “todos somos
mestizos, menos los del gobierno indígena”. Lo que queda claro en esta
apelación a la identidad mestiza es que se niega rotundamente algo que sería un
componente suyo: lo “indígena”, o solo funciona en el pasado que no afecta ni
tiene que afectar el presente. No es la “mescla de razas” lo que se evidencia,
sino la sustitución del “blanco” por el “mestizo”, ambos como presentaciones
del poder racializado. Es la negación de lo que se presenta como “mestizaje” y
la afirmación de la racialidad del poder. No es una cultura mestiza lo que está
en juego, sino una construcción ideológica que reproduce el poder y las
jerarquías racializadas.
En esta negación
hacia el “gobierno indígena” no se trata de que “todos somos mestizos”,
incluido el presidente que se dice “indígena”, sino que todos somos… me nos él
o ellos. Es como lo expresa la famosa y popular frase “si pero no”: “si, todos
somos mestizos, pero no ellos, menos ellos”. Al final, en esta catalogación
colonial siempre queda lugar para un “otro” que es diferenciado de modo
racializado: los “indígenas”, los “indios”. Acá se evidencia que no se trata de
unos contra otros por naturaleza. Se trata de delimitar quien es el enemigo
recurriendo a los mecanismos de racialización que están vigentes tras la
apariencia de “mestizo”.
La oposición ha
gruñido apasionadamente lo “mestizo” para contraponerlo al “gobierno indígena”.
No se le ha contrapuesto un proyecto distinto, pues no lo tiene y ante esta
falta tontamente ha opuesto al MAS otra identidad colonial, deambulando en el
mismo marco ideológico signado por las taras coloniales. Esta reacción “mestiza”
se da ante el “gobierno indígena” que difunde una imagen que nada tiene que ver
con esos seres llamados “indígenas”.
Lo “mestizo” y los
“indígena” se enfrentan como taras del pasado que nos atormentan hoy, pero
reflejan problemas que no fueron resueltos. Además, es bueno hacer notar que,
en el mundo no hay un solo Estado que se posicione como “mestizo” o “indígena”.
España que fue dominada por los árabes o la India que en su momento fue ocupada
por los mongoles no se definen como “mestizos”. Parece ser que ésta identidad
es una peculiaridad del colonialismo interno en América e inevitablemente
remite a ese otro “indígena”. Hay que considerarla en su sentido colonial y
racializante a la hora de plantearse el tema de la identidad nacional, pero
también hay que considerar la migraciones de los andinos por todo el territorio
Boliviano (y más allá), ciñendo las identidades regionales, articulando
distintos espacios en términos económicos. Si nos pensamos en el mundo y
buscamos proyectarnos y posicionarnos en él, dejando atrás la mentalidad
provinciana reinante en el país, lo indígena y lo mestizo no tienen sentido ni
relevancia alguna.
Nota: este artículo es una versión
retocada del trabajo publicado en el periódico Pukara nº 83 con el título de “Lucha política e identidades
coloniales en Bolivia”.
[1]
Para el caso peruano
Mariátegui dice algo que es extensible a Bolivia: “los privilegios de la
Colonia habían engendrado los privilegios de la Republica”. José Carlos Mariátegui “Siete
Ensayos de Interpretación de la realidad Peruana”. Colección obras
completas, volumen II, Biblioteca Amauta.
[2] Los primeros en poner el
tema del carácter colonial del estado y las relaciones sociales racializadas,
aunque de forma muy elemental, fueron los indianistas en los años 60 y 70. Ante
estos planteamientos tanto izquierdistas y derechistas reaccionaron de la misma
manera: negaron que tales cosas sean problemas reales o, en el mejor de los
casos, que tales problemas sean serios. Tal reacción solo vino a confirmar la
idea que los indianistas tenían acerca de los “blancos”.
[3] Es poco apropiado usar
el término originario. Hasta donde se sabe, los restos más antiguos de seres
humanos se han encontrado en África, por lo que la humanidad sería originaria
de África. No hay originarios de Los Andes o de Europa. Además, en la colonia
esta palabra sirvió como categoría tributaria para diferenciar a “indios” que eran del lugar y los que no lo eran, en
función de tributaciones diferenciadas.
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