viernes, 14 de julio de 2017

La no tan típica chola paceña


Con el pretexto de homenajear un “grito libertario”, el 16 de julio en Bolivia (téngase en cuenta la gran fiesta que hacen los paceños en Sata Cruz, por ejemplo) es una fecha en la que se moviliza una serie de simbolismos y entre ellos destaca “la chola paceña”, que expresa prescripciones sobre lo que debe ser la mujer que viste pollera, situándola como un ente de naturaleza distinta (opuesta) a las “mujeres normales” y ajena a los procesos históricos. En los medios televisivos se ve desfilar a quienes en otras ocasiones son llamadas “cholitas” y que en esta fecha se vuelven en “la chola paceña”. Es la “otra mujer”, la mujer racializada, la que está marcada por las relaciones de poder para resguardar la tradición y en ello se manifiesta la diferencia entre quienes son de “otra raza” y quienes así los han catalogado[1], algo que marca tanos aspectos de las relaciones sociales en este país (profesores urbanos-rurales, Colegio Militar-Escuela de Sargentos, Miss La Paz-Cholita Paceña, universidades “normales”-universidades indígenas, etc.).

Si bien en el caso de la chola resalta el vestuario, no se trata solo de este aspecto, sino que también entra en juego los rasgos físicos, aquellos que son asumidos socialmente como “signos de racialidad”. Es decir que la chola no solo implica un tipo de vestimenta, sino que también se trata de que esa vestimenta este cubriendo, del modo “adecuado”, el cuerpo al que naturalmente correspondería. La pollera, la manta, etc., son asociadas de modo inmediato a mujeres de piel morena, ojos rasgados, pómulos pronunciados, baja estatura, etc., y que además hablan un castellano con acento aymara.

Hay mujeres que en alguna ocasión y por distintas razones suelen usar pollera: las modelos “normales” (no las modelos “cholitas”), en alguna pasarela internacional, o algunas intelectuales, como Alison Spedding, Eveline Siglo o Silvia Rivera[2]. En estos casos, por sus rasgos somáticos y procedencia social, ninguna de ellas es considerada como una chola autentica, sino como disfrazadas o “truchas”, como se dice popularmente. Esto responde a que en la actualidad la pollera y sus “complementos” son asociados con las mujeres “indígenas”. El insulto “hijo de chola” expresa la valoración racista que implica la identificación pollera e “india”.

Recordemos que el año 2014 la alcaldía municipal de El Alto buscó posicionar a “cholitas viales” en un intento “original” por mejorar la circulación de peatones y el transporte en esa ciudad. Pero en este afán, a varias muchachas que fueron parte de este proyecto “se les ha obligado a vestirse de pollera…”[3] y ello dio lugar a que su “autenticidad” fuese objeto de controversia. Sin embargo, sus rasgos físicos daban lugar a que fueran tomadas como auténticas o genuinas, pues hacían la “sumatoria perfecta” de rasgos físicos y vestimenta típica. Si bien no se nace vistiendo pollera (ni poncho o jeans), las relaciones de endogamia condiciona que los rasgos físicos, en términos generales, sean heredados por los hijos e hijas, y así, en un contexto de racialización permanente, esta herencia es asociada a la vestimenta de los padres[4].

Pero los antecedentes históricos, que suelen ser pasados por alto cuando se habla de lo típico, muestran que la vestimenta de la chola no siempre estuvo relacionada a las “indias” sino que fue expresión de la jerarquía social de las mujeres de la elite y, como dice Cecilia Salazar, “su significado estaba asociado al poder de la hacienda”[5]. En esa situación, en el nivel más bajo de las diferenciaciones estaba la vestimenta de la mujer “indígena”, el acsu. En las primeras décadas del siglo XX, las mujeres de la elite paceña eran identificadas vestimentalmente por la pollera y además vestían a sus “sirvientas”, que eran mujeres aymaras, con prendas similares. Con el paso del tiempo fueron dejando esta prenda, pero se la “heredaron” a sus “criadas”.

El recaer en las “indias” el “resguardo” de la pollera conllevó una dinámica en la que los estratos más bajos socialmente tienen menores posibilidades de asenso social, y por lo tanto mínimas posibilidades de cambio, a la vez de representar la imagen viva de las “raíces”. Las mujeres que dejaron como herencia esta forma de vestir a las aymaras fueron modernizando su estética, proceso que tenía como su contraparte el “estancamiento” de las mujeres racializadas en los trabajos manuales. Por ello no es casual que cuando se trata de “cultura” y “costumbres”, las imágenes de mujeres con ropa tradicional inundan los distintos espacios. Así, se asume que hay quienes pueden modernizarse y quienes deben ser “guardianas de la tradición”, papeles que están signados por diferenciaciones racializantes pero que van más allá, pues el hecho de que los hombres aymaras hayan dejado de usar el poncho (traído de España) no ha causado ni causa tanto malestar como cuando mujeres aymaras dejan la pollera.

Hasta no hace mucho se veían anuncios de trabajo que decían, por ejemplo, “se necesita sirvienta, preferentemente que sea cholita”. Esta preferencia por la cholitas muestra una radical diferencia con lo que a inicios del siglo XX representaba la pollera (mujeres de la elite de La Paz) y lo que vino a representar posteriormente: al buscar una cholita, quienes hacían el anuncio, pensaban en alguien que tuviera las mínimas posibilidades de reclamar un trato y salario justos. En su juventud mi madre, mujer aymara que vestía pollera, trabajó de sirvienta. Ella alguna vez me comentó que quienes contrataban este tipo de servicios preferían a las cholitas recién llegadas del campo ya que eso era una “garantía” de que no sabían leer y escribir y por lo tanto eran más fáciles de explotar.

En la actualidad, la estratificación social entre la población aymara es muy dinámica y ello ha dado lugar a expresiones vestimentales divergentes entre sí y que para algún distraído turista pueden pasar como iguales o inadvertidas. Si bien muchas madres que visten pollera no “heredaron” esa prenda a sus hijas, buscando ampliar sus posibilidades de movilidad social y que no reciban el trato racista que ellas recibieron, hoy la pollera se ha convertido en un símbolo de poder económico, pero a la vez sigue siendo una prenda identificada con la pobreza y la exclusión. En el primer caso, los espacios de exhibición de ese poder, además de las construcciones llamadas “cholets”, son las conocidas entradas folklóricas, donde las mujeres aymaras bailan enjoyadas; mientras en el segundo caso, se trata de mujeres que ocupan los espacios de trabajo más despreciados y que menores recursos brindan. Ambas usan polleras (de distinta calidad material), hablan aymara, suelen volver a sus pueblos de cuando en cuando, pero están diferenciadas en términos económicos.

Los prejuicios abundan cuando se trata de las mujeres que visten o que deberían vestir pollera, más aun cuando se trata darles un lugar a parte, distinto. El año 2014, se hizo un curso especial de modelaje para mujeres que visten pollera, pues “en algunas pasarelas, se vio modelar cholitas con actitudes muy occidentalizadas”[6]. Al parecer, quienes tuvieron esta iniciativa ni se enteraron que la prenda que distingue a las “cholitas” tiene origen occidental, pues la trajeron las mujeres españolas. El tormento por expresar autenticidad, en especial cuando se tata de las mujeres “indígenas”, llega a ridículos como este y todo en nombre de lo “típico”.

En términos generales, resalta que se entiende a la mujer aymara (que viste pollera) como alguien que representa una cultura que fue siempre así y ello tiene varias manifestaciones como el hecho de declarar “Patrimonio  Cultural Intangible del Municipio de  La Paz a la Chola Paceña”[7]. La chola paceña podría equipárese a las casas coloniales (muchas de ellas ni siquiera son del tiempo de la colonia) que deben ser conservadas o con alguna pieza arqueológica resguardada en algún museo. Lo más reciente a este respecto fue la “brillante” idea de prohibir a las cholitas usar escote en la entrada del Gran Poder, idea que muestra cómo se puede prescribir como tiene que ser un tipo de mujer, la mujer racializada.

Por otra parte, las “cholitas cachascanistas” han sabido sacar réditos económicos no respetando la tradición, sino haciendo algo que no se esperaría de las “cholitas”: lucha libre. Existen mujeres aymaras que se han hecho empresarias. También, algunas cholitas son contratadas en sucursales de bancos para dar fichas, tratando de brindar la imagen de inclusión, es decir en rangos bajos, que son los que se pueden ver cotidianamente en esas instituciones. Recuerden que hace tiempo a tras se destacó en los medios que “cholitas” escalaron unos nevados, resaltando lo de “ser cholitas”. En una ocasión escuche un comentario entre personas inmersas en la actividad de la minería corporativizada. Decían que en El Alto hay prostíbulos en los que las mujeres que visten pollera tienen una tarifa más alta que las que no visten de ese modo… como se dice hay mucha tela por cortar…
La chola paceña del siglo XX sería la patrona de quienes hoy son vistas como las “típicas cholas paceñas”. De ser humilladas, las mujeres aymaras, pasan fácilmente a ser objeto de compasión y luego se las admira por resguardar la tradición, representando en el 16 de julio a quienes hace un siglo fueron patronas de “sus tatarabuelas”. Cuando en estas fechas se habla de la chola paceña se lo hace saltándose olímpicamente los procesos históricos, las diferenciaciones entre castas y los procesos de estratificación entre “indígenas”. La típica chola paceña no es tan típica. La pollera está inmersa en varios procesos contradictorios, mismos que son parte de la modernización que se vive en el país y en el que el Estado boliviano no tiene la capacidad de dirigir las dinámicas que se dan entre procesos locales articulados a la economía mundial (comerciantes aymaras, mineros cooperativistas, etc.), y que además generan diferenciantes que no se leen con “lo típico”.

Carlos Macusaya Cruz



Nota: el presenta artículo fue hecho con algunas ideas y datos informativos (Erbol, La Prensa y Ley  municipal 046) que fueron parte de un trabajo conjunto con Wilmer Machaca referido a los medios de comunicación y los estereotipos sobre las mujeres “indígenas” . No llegamos a concluir el trabajo pero los datos acá citados fueron rastreados por Wilmer.
[1] En este tipo de casos siempre me viene a la mente lo que Marx decía: “el individuo B no puede asumir ante el individuo A los atributos de la majestad sin que al mismo tiempo la majestad revista a los ojos de este la figura corpórea de B, los rasgos físicos, el color del pelo y mutras otras señas personales del soberano reinante en un momento dado”.[1] Carlos Marx, El Capital (Tomo I), Fondo de Cultura Económica, Tercera edición, sexta impresión, 2010, p 18-19. Este fenómeno también se da en sentido invertido, es decir que quienes se hallan implicados en esta relación se perciben y perciben sus características físicas y vestimentales como expresiones naturales de su condición histórica.
[2] Alison Spedding es inglesa y se autodefine como “angloyungueña”;  Eveline Sigl,  austriaca que ha estudiado las danzas folklóricas bolivianas; Silvia Ribera en Bolivia se define como “mestiza”, pero en el extranjero es “indígena”.
[3]Denuncian que las ‘cholitas viales’ de El Alto son ‘transformers’”, Erbol, 15/01/14.
[4] Las castas dominantes en Bolivia han formado prejuicios sobre los “indígenas” y muchos de esos prejuicios tienen que ver con la vestimenta. Por ejemplo, cuando se dio el Congreso Indigenal, en 1945, una nota de prensa decía los siguiente: “Los delegados Huayllani y Uyuli [de Nor Lípez] hablan correctamente el idioma nacional y visten a la moderna, dando la impresión de que no son propiamente indígenas, sino mestizos; pero ellos expresan que son legítimos autóctonos”.[4] Citado por Elizabeth Shesko en Hijos del inca y de la patria: representaciones del indígena durante el congreso indigenal de 1945. En tema de cómo deben verse los “indígenas” es algo muy común en la actualidad y que es usado por quienes son racializados como tales. No es raro ver en La Paz a niñas y niños procedentes de Potosí que sobre su ropa y para vender algunas golosinas o para bailar y ganar unas moneas usan algunos atuendos tradicionales.
[5] Cecilia Salazar, El problema del indio. Nación e inmovilismo social en Bolivia, CIDES-UMSA, Bolivia, 2015, p.28. Angel Rosenblat apunta sobre el periodo colonial (periodo que dio origen a las distinciones que acá son consideradas): “las distintas castas se diferenciaban por el origen racial, tenían posibilidades distintas para el acceso a los cargos públicos, distinta función en la milicia, diferentes ocupaciones y trabajos, estaban organizadas a veces en gremios distintos, tenían posibilidades diferente para el acceso a los establecimientos de enseñanza, estaban sometidas a un régimen distinto de tributación…”. Citado por Ramiro Condarco Morales en Zarate. El “temible” Willka, p 25.
[6] “Se gradúan las 20 primeras cholitas modelos”, La Prensa, 15/08/1.
[7] Ley  municipal 046, promulgado el 18 de octubre de 2013.

lunes, 10 de julio de 2017

Vigencia de categorías coloniales

I.

La dominación europea iniciada a finales del siglo XV dio lugar, en términos muy generales, a un tipo de relación entre quienes colonizaban y quienes eran colonizados, relación que con el tiempo se expresó en el lenguaje mediante el término indígena para referirse a los habitantes de los espacios colonizados. Es decir que indígena refiere genéricamente, partiendo de la posición de los colonizadores, a los “naturales” de los territorios colonizados. Entonces, en la relación entre colonizadores y colonizados, los primeros definen como indígenas a los segundos en tanto ellos son extranjeros (alienígenas) con respecto a la población y al espacio conquistado. Por tanto, indígena fue una categoría colonial para nombrar, de manera indiferenciada, a un sinnúmero de poblaciones sometidas a la colonización a lo largo y ancho del mundo.

En el caso específico de América, el término indio fue el que se usó para nombrar a los “naturales” del continente. Con la independencia de los Estados latinoamericanos, se fue adoptando el uso del término indígena para referirse a los indiferenciables “indios”. Esta adopción es muy expresiva pues evidencia como en los nuevos Estados se reproducían las diferenciaciones coloniales no solo del pasado inmediato, sino de las que se establecían en el mundo por medio de la dominación de potencias europeas. Lo que quiere decir que las castas que dominaban los nuevos Estados latinoamericanos veían su situación de poder en relación a la colonización europea en el mundo.

Desde los años 70 del pasado siglo, el término indígena fue usándose en diferentes eventos a nivel internacional para designar a minorías étnicas y promover acciones para “protegerlas”, lo que con el tiempo fue siendo parte de políticas promovidas por varios organismos internacionales, como la ONU. En los años 90 estas políticas, y por lo mismo el término indígena, fueron asumidas por varios estados latinoamericanos, reconociendo así la existencia de pueblos indígenas en sus constituciones, y ello conllevaba la obtención de financiamientos.

En general, la nominación o identificación sobre ciertas poblaciones por medio de la palabra indígena es algo que lleva la huella de la colonización y se les impone a esas poblaciones a partir de una relación de fuerza. Con los procesos de descolonización, luego de la Segunda Guerra Mundial, la ONU se vio en el problema de reconocer nuevos Estados surgidos en el llamado tercer mundo. En el caso de América la cosa era más complicada porque los Estados se habían independizado en el siglo XIX pero existían poblaciones que sufrían de racismo por aspectos socioculturales y somáticos. Para estas poblaciones se pensó promover “autonomías indígenas” y de esa forma el término fue siendo posicionado para nombrar a minorías étnicas que vivían lejos de las urbes.

Por lo tanto, cuando se habla de indígenas, estamos ante la adopción del lenguaje colonial para promover acciones que se cree favorecerán a grupos racializados. Se trata de un lenguaje técnico dentro del marco de proyectos promovidos por organismos internacionales y adoptados por varios Estados.

II.

En el caso específico de Bolivia (es acá donde vivo y lo que conozco del tema se refiere a este país), con la aprobación de la constitución (2009) hoy vigente, se ha “reconocido” a habitantes de áreas rurales como “indígena originario campesinos”, hecho que tiene sus antecedentes en el reconocimiento de la condición multiétnica y pluricultural que se dio en el país en los años 90. Se entiende que Bolivia es un Estado Plurinacional por reconocer la existencia de 36 naciones “indígena originario campesinas” con sus “usos y costumbres”.

Hay una diferenciación que se hace cotidianamente con relación a estas llamadas naciones: indígenas de tierras altas (aymaras y quechuas fundamentalmente) e indígenas de tierras bajas. Cabe hacer notar que el hecho que se hayan sumado tres palabras para formar la categoría “indígena originario campesino” refiere a tres organizaciones: CIDOB (indígenas de tierras bajas), CONAMAQ (originarios de tierras altas) y CSUTCB (campesinos de altiplano y los valles, pero además, muchos migrantes asentados en tierras bajas). Cabe notar también que en las llamadas tierras bajas las organizaciones prefieren el uso del término indígena, mientras que en tierras altas, en el caso de CONMAQ, privilegia el uso del término originario; otras organizaciones usan de manera indistinta indígena u originario, y en los últimos años, “indígena originario campesinos”.

También hay que considerar que la situación de exclusión ha generado estrategias de exhibición exótica entre las poblaciones racializadas para llamar la atención. Entonces, desde los años 80 básicamente, en muchos pueblos, varios activistas y funcionarios de ONG’s fueron promoviendo proyectos que para ser “viables” debían realizarse con poblaciones “indígenas”, entendiendo a éstas como grupos que desde tiempos inmemoriales conservan sus “usos y costumbres”. Así, los habitantes de esos pueblos asumieron que para obtener algunos recursos o ser favorecidos por algún proyecto tenían que mostrarse como reacios a los cambios y como entusiastas defensores de la tradición (hablando de cosmovisiones, haciendo rituales, vistiendo “ropa tradicional”, etc.), buscando encajar en el estereotipo sobre los “indígenas”. Lo resaltante es que cuando los funcionarios de ONG’s y del Estado (que representan para esas poblaciones posibles recursos económicos) se retiran, la vida de los pobladores vuelve a ser normal, dejando de lado el exotismo y las expresiones folklóricas.

Asimismo, a nivel internacional, se han formado “élites” entre estas poblaciones “indígenas” y que se autoidentifican como tales para ser favorecidos por la discriminación positiva, apelando a los sentimientos de culpa de los “blancos”. Estas élites, exhibiéndose exóticamente, suelen ser reunidas en eventos internacionales que no han mejorado la vida de las poblaciones consideradas indígenas (claro que la vida de estas “élites”, que viven de la discriminación positiva, sí ha mejorado). Más que la capacidad [ni hablar de legitimidad] de quienes forman esas élites, lo que las posiciona en esos espacios es su vínculo con funcionarios de organismos internacionales o con alguna organización en los países de donde provienen. Así, lo que importa es que “sean” y se vean como “indígenas”, usando el lenguaje promovido por esos organismos y asumiendo posturas de victimización para llamar la atención, siendo de ese modo expresiones de identidades postizas al gusto de los organizadores.

III.

En Bolivia, el uso de la categoría “indígena originario campesino” expresa las limitaciones sobre cómo se entienden las relaciones sociales, y en específico, con respecto a las poblaciones racializadas, las cuales viven en su mayoría en las ciudades y se dedican a actividades “informales”. Se asume que, por ejemplo, los aymaras como “indígena originario campesinos” son seres que única y “naturalmente” viven en el campo o en el área rural. Pero esto es más un prejuicio que recuerda a la idea de “ciudad de españoles y ciudad de indios”.

Los procesos de estratificación social, la inserción en los circuitos de circulación de mercancías, etc., hoy por hoy nos muestran que entre los “indígenas” andinos se está dando un fuerte proceso de diferenciaciones sociales [diferenciaciones de clase]. Claro que este no es un fenómeno nuevo, sino que se asienta sobre procesos anteriores. Por ejemplo, la Reforma Agraria (1953) dio lugar a un proceso de desplazamiento poblacional de las áreas rurales hacia las ciudades y así, en los 90’s más de la mitad de los habitantes del país vivían en las áreas urbanas y periurbanas, irrumpiendo en distintos tipos de ocupaciones laborales. Pero además, los flujos económicos mundiales también han incidido, lo que se expresa en la fuerza económica de sectores aymaras vinculados al comercio de mercaderías chinas, entre otras.

Si bien hay “indígenas” que cultivan la tierra, también hay quienes se dedican a otras actividades o/y las combinan, como el transporte, la minería cooperativizada, la docencia universitaria, la música, el deporte, el comercio, etc., etc., etc. El comprender esta realidad es algo imposible si todo se desfigura con la noción de “indígena originario campesinos”.

Como ya se ha indicado, “indígena” ha sido la forma general de nombrar a los colonizados. Por su parte, la palabra originario fue una categoría colonial para diferenciar a los “indios” en función a la tributación (indios agregados, forasteros y originarios). Cierto que con la palabra originario se busca nombrar genéricamente a “poblaciones originales” del lugar, que se originaron en él, pero la humanidad es originaria de África y el uso del término solo siembra más prejuicios. El término campesino se refiere básicamente a una condición económica pero que no logra expresar la estratificación existente entre las poblaciones “indígenas” (racializadas).

Los “indígena originarios campesinos” serían los que viven en el campo, renuentes a los cambios, pero esta idea recuerda más a los menonitas que a los aymaras, por ejemplo. Los citadinos serían mestizos que antes se decían criollos y que "no se mezclan con lo ‘indios’ pues eso es cosa del pasado y no habría porque volver a hacerlo”. Entonces, los cambios sociales que viven y protagonizan los “indígenas”, posicionándose en nuevos espacios económicos, son asumidos como cambios biológicos (mestizaje), pues se los lee en términos racializados y así se reproducen categorías coloniales.

Carlos Macusaya Cruz


Nota: el presente artículo es una versión ligeramente retocada del que se publicó en la revista América Crítica (Vol. 1, n° 1, giugno 2017), material que puede ser descargado en pdf: http://ojs.unica.it/index.php/cisap/article/view/2943/2537

martes, 4 de julio de 2017

¿Qué hacer con el indianismo?


Para muchos el indianismo es casi como un zombi que perturba en mundo “normal” y que debería ser enterrado, por otra parte, hay algunos que CREEN que el indianismo es la “revelación divina” de nuestra esencia, revelación a la que podrían acceder solo algunos “elegidos” y que, por lo mismo, sería incomprensible para el común de los mortales. Pero el entierro del “indianismo-zombi” no se ha podido lograr y aun perturba el mundo, pues el muerto-viviente ni siquiera se deja meter en el ataúd. Por otro lado, la “revelación divina” parase ser incomprensible para los propios “elegidos”, por lo que el “secreto” sobre la revelación misma es la mejor manera de evitar alguna explicación sobre algo que rebasa su propio entendimiento.

¿Porque no hay trabajos investigativos, salvo poquísimas excepciones, sobre este “muerto” que sigue pataleando “como si estuviera vivo”?[1] ¿Han contribuido los “elegidos” al estudio serio del indianismo? Acá no solo se trata, por una parte, de un manifiesto racismo “académico” del que es objeto el indianismo por parte de los estudiosos indigenistas[2] (“indiologos”) y, por otra parte, tampoco se trata simplemente del “descuido” de los propios indianistas en relación al estudio de lo que ellos mismos personifican, e incluso podría agregarse que los descuidados somos nosotros.

El indianismo, entre otras cosas, nos puso frente a un problema fundamental: el racismo como ejerció de poder. En Bolivia, el tema del racismo fue como el tema del sexo en las familias migrantes aymaras: no se podía hablar de cosa tan “abominable”. En una familia de migrantes aymaras del área rural, muchas veces, cuando un hijo o hija habla de sexo, no solo se le amonesta verbalmente. El acto de hablar del asunto es percibido como un síntoma de degeneración y para corregir este problema se recurre a algún tipo de castigo. La condición de la existencia de los hijos, y de la reproducción de la humanidad misma es el sexo, pero en el entorno familiar es algo de lo que no se habla, aunque los que prohíban el tema lo practiquen. Es como que el “problema” se solucionara silenciado cualquier referencia a él.

¿Qué tiene que ver esto con el indianismo y el racismo?

En la Bolivia en que emergió el indianismo, el racismo era un tema del que no se hablaba, un tema “tabú”, aunque se lo practicaba y de muchas maneras o “posiciones”. El racismo como una condición de la reproducción de la bolivianidad era un tema tan íntimo que no era correcto hablar de él. El plantear el asunto, en su cabal sentido político, era visto como una degeneración, pues lo “normal” era hablar de la nación mestiza (en la que todos estaban incluidos) o de la lucha de clases (“pura” y mecánicamente); esta degeneración (el hablar del racismo), personificada en los indianistas, no solo fue amonestada, el castigo mayor fue condenar al indianismo al sótano del olvido provocado[3], escondiéndolo y evitando así que sea trabajado con seriedad.

Cuando los indianistas hablaban del racismo de los “q’aras”, éstos (los “q’aras”), de izquierda a derecha, no soportaron que –continuando con el parecido con el tema del sexo– hablaran de algo de lo que no era importante para ellos, pero que les gustaba practicar y de lo que dependía, hasta cierto punto, su propia reproducción como casta dominante. Además, era como que el problema del racismo se “solucionara” silenciado cualquier referencia a él: “si no hablan de racismo, no hay racismo; si hablan de racismo son racistas”. Los indianistas, desde este punto de vista, no solo eran tomados como los “degenerados” que hablaban de lo prohibido, sino que al romper el silencio sobre el racismo, fueron acusados de ser los únicos responsables del mismo. Ni siquiera se pudo percibir, salvo excepciones, la pertinencia de lo que el indianismo planteaba[4].

Podría decirse, entonces, que lo que corresponde es “darle” un lugar al indianismo –“su” lugar– haciendo una especie de reconocimiento y un “mea culpa” (por parte de los “q’aras”). Esto nos llevaría a un ejerció historiográfico en el que podría establecerse la forma en que el indianismo emergió, los personajes y organizaciones más destacados, sus proezas y los martirios que sufrieron. Pero el problema no se inscribe únicamente en el terreno de lo historiográfico. Peor aún, la reducción del tema a lo meramente historiográfico sería el corolario del castigo “q’ara” que pesa sobre el indianismo, pues el indianismo sería un objeto del pasado, un algo que fue, que ya no es; algo que nada tiene que ofrecernos hoy, salvo algunos nombres y “cositas” para algún acto conmemorativo u homenaje.

Tal vez quienes toman el indianismo (tomándose ellos mismos como “elegidos”) como una “revelación divina” de nuestra esencia tengan algo de razón. No en el entendido de que el indianismo nos lleve, directa o indirectamente, a los secretos del Tawantinsuyu (el Estado Inca) y el imaginado mundo de bondad que en él reinaba. El indianismo, a este respecto, se desentiende de las contradicciones sociales anteriores a la colonia y nos presenta el mundo anterior a la colonización como el reino del bien, siendo su opuesto el orden colonial, como el reino del mal llegado desde Europa. El indianismo no nos da muchas luces, casi ninguna, sobre los espacios sociales configurados antes de la conquista española, menos aún sobre las contradicciones que se daban en tales espacios.

¿En qué consistiría ese algo de razón de quienes asumen el indianismo como una “revelación” de nuestra esencia? Esta pregunta debe responderse al mismo tiempo de indicar el por qué al trabajo historiográfico, muy necesario, no es suficiente.

El indianismo es la experiencia de politización básica de la identidad que parte de los sujetos racializados, problematizándose tal condición y partiendo de ella. En el indianismo se condensan problemas muy actuales, tales como los conflictos identitarios (que muchas veces se expresan en cambios de nombres y de ropa), el esfuerzo por sustraerse de las miserias del presente buscando y hasta inventando una grandeza “única” en el pasado, la tentativa de un proyecto basado en la “comunidad”, la expresión de las vivencias racializadas como “racismo invertido”, la idealización del pasado a través de una “contra-historia” para catalizar acciones políticas[5], etc. ¿Se ha reflexionando seriamente sobre estos temas? Resulta curiosa la coincidencia entre la ausencia de la reflexión sobre los temas mencionados y la ausencia de reflexiones sobre el indianismo.

La “esencia revelada” de lo que somos no es un privilegio de los que se comportan como “elegidos” y de hecho los mismos elegidos no han dado en el clavo con respecto a esta cuestión. Si tomamos esta “esencia” –y en esto radica el algo de verdad al que nos referíamos más arriba– como los rasgos de quienes siendo sujetos racializados se ponen en el afán de emprender una lucha contra tal condición y el orden que la sostiene, el indianismo nos pone frente a nuestras propias contradicciones y limitaciones.

La virtud del indianismo no está en lo que “realmente hicieron” los indianistas, sino en las posibilidades que logro abrirnos, aunque no las haya realizado. La virtud del indianismo consiste en que, siendo la forma básica de politización de la identidad que apunta cambiar el orden colonial, es la experiencia “autentica” que parte de los mimos sujetos racializados, con todo y sus limitaciones, siendo esto último lo más urgente que hoy nos atinge. La reflexión de sus problemas y contradicciones nos ofrece las lecciones que hoy hacen falta a la hora de comprender los problemas en los que se hallan entrampados los “indígenas”.

Hay que agregar que si bien las organizaciones políticas indianistas han muerto, el indianismo no, y es aún un discurso potente y que en cierta medida ayuda a explicar algunos problemas. Esta capacidad explicativa (limitada) del indianismo y su potencia, podrían ser vistos como señales positivas, pues querrían decir que el indianismo no es el casi zombi a enterrar. En cierta medida esto es así, sin embrego habría que considerar algo parecido a su reverso: la capacidad explicativa limitada del indianismo se presenta ahora como un obstáculo para quienes se asumen indianistas (aspecto que afecta también a quienes asumen algunas ideas indianistas sin asumirse como tales) y el que aun tenga cierta potencia es el síntoma de que esto es algo que ha ido perdiendo paulatinamente.

¿Se trata entonces de dar el “tiro de gracia” al agónico indianismo?

De ningún modo. Quien ve al indianismo, sin mayores consideraciones, como el muerto que no se deja enterrar, deja de lado el más grande logró del indianismo: perfilar al “indio” como sujeto político y este logró tiene mucha actualidad. Quien simplemente se aferra de manera caprichosa al indianismo, tomando a este como a un fetiche y dejando de lado sus limitaciones y problemas, contribuye a eludir el análisis crítico y necesario que debe hacerse sobre él. Las dos actitudes llevan al mismo resultado y en esto se hermanan, aunque quienes encarnen estas actitudes se vean mutuamente como opuestos.

Estamos en el momento más apremiante, en términos políticos, en el que debemos clarificar nuestras propias posibilidades, limitaciones y contradicciones, muy bien embadurnadas con el maquillaje del “indio bueno” versus el “occidental malo” o de lo “milenario” y “ancestral”. Los propios indianistas se han “maquillado” con estas ideas y así han contribuido, sin proponérselo, ha menoscabar la importancia y significación del movimiento mismo que ellos personificaron.

La labor de hacer del indianismo objeto de la conciencia, responde a que éste es una pieza clave, pues, nos guste o no, constituye una condensación virtuosa y problemática, a la vez, de lo que el sujeto racializado hace y de los problemas con los que tropieza cuando se proyecta como sujeto político. El indianismo es la experiencia política, aún vigente, que no hemos sido capaces de metabolizar. Es como un alimento desagradable que no nos animamos a digerir y casi literalmente lo mantenemos en la boca, como simple discurso político y casi sin contenido teórico.

Nuestra situación no es la misma en la que el indianismo surgió, sin que esto quiera decir que muchos de los problemas que el indianismo denunció hayan desaparecido, sino que hay que considerar en que forma han cambiado tales problemas y como el indianismo los ha ido encarando o eludiendo. El tiempo en el que nació el indianismo la mayoría de los “indios” vivían en el área rural, hoy es a la inversa, lo que implica una diferenciación más nítida en términos de clase, un aspecto muy descuidado por el indianismo: el aspecto económico[6]. El análisis necesario sobre estos cambios es ridículamente eludido, por quienes se jactan de ser “indígenas” o “indios”, con el no-argumento de que los indios en la ciudad sean “desclasado”, sean “occidentalizado” y ya no son “puros”[7] (esto se parece a la idea machista que exige virginidad, “pureza”, a la mujer); curiosamente, en otras circunstancias, estos mismos personajes suelen hablar de la “mayoría india”.

Pensar en el presente el indianismo no es simplemente un trabajo de historiografía en el que, entre otras cosas, “desenmascararíamos” el hecho de que muchas entidades simbólicas, discursivas y organizacionales “indígenas” que hoy asumimos como ancestrales son en realidad obra de los indianistas. Reflexionar sobre el indianismo debe ser un esfuerzo necesario para lograr ir más allá de nosotros mismos, para rebasarnos rebasando así nuestras limitaciones, porque, nos guste o no, hace parte de la construcción identitaria “indígena” y de sus problemas.

Pensar el indianismo, teorizar sobre él, es una condición que nos ayudará a esclarecer no solo el cómo se formaron los “movimientos indígenas”, esto no es lo más importante, sino que tal labor nos permitirá dirigir mejor nuestras acciones políticas. Trabajar sobre el indianismo no debe ser una labor destinada a alimentar las curiosidades antropológicas; debe ser una labor que, en función de clarificar nuestra propia lucha, nos permita mirarnos críticamente par ir más allá de nuestras propias limitaciones.

Esperar que este trabajo sea hecho por los “defensores de los indígenas” no es ingenuidad, aunque tenga algo de ello, sino que sería esperar cómodamente que otros hagan lo que nosotros debemos hacer. El esperar que otros hagan algo que nos corresponde se acerca mucha a otra actitud, que más o menos es la de esperar un mejor momento, un “buen momento”, para hacer alguna tarea; esta es la mejor manera de dejar de hacerla, pues el buen momento nunca llegará. Como cuando esperamos un “buen momento” para declararnos a una chica, mientras esperamos el buen momento ya otra persona “se nos adelantó” y nuestra oportunidad feneció ante nuestra espera.

Carlos Macusaya Cruz



[1] Buscando en la Biblioteca Central de la UMSA (La Paz-Bolivia) y en la biblioteca de la Facultad de Ciencias Sociales de la misma universidad, uno puede percatarse de la “miserable” referencia bibliográfica respecto al indianismo.
[2] Es más que llamativo que la tesis doctoral sobre la obra de Fausto Reinaga de Gustavo Cruz, realizada en la UNAM y que fue publicada a finales del pasado año en Bolivia, sea prologada por Silvia Rivera Cusicanqui, una de las personas que más ha contribuido “enterrar” el indianismo con su “memoria larga”.
[3] En las movilizaciones del año 2000 y 2001 el indianismo ocupó un lugar estelar que no se lo regalo nadie y así salió del “olvido” provocado.
[4] Cabe mencionar que el katarismo con relación al indianismo se ocupó simplemente en marcar la diferencia entre ambas corrientes.
[5] Sobre el asunto escribí De la condición histórica al sujeto político en el Pukara n° 78.
[6] Una trabajo investigativo muy interesante y en el que se estudia a los aymaras no como víctimas del racismo, sino como actores económicos, y por lo mismo nos plantea el tema de los cambios a los que nos referimos, es el trabajo de Niko Tassi, Carmen Mediros, Antonio Rodríguez y Giovana Ferrufino titulado “Hacer plata sin plata”: El desborde de los comerciantes populares en Bolivia (PIEB, 2013). Claro que la idea de “popular” es muy ambigua y es una de las flaquezas del trabajo.
[7] Sobre este tema escribí “Indio puro” = indio anulado políticamente en el Pukara n° 88.