miércoles, 18 de diciembre de 2019

Batallas por la identidad (Epílogo)





La experiencia del indianismo y el katarismo en Bolivia, desarrollada en la segunda mitad del siglo XX, y las acciones descolonizadoras promovidas por el gobierno de Evo Morarles ofrecen variadas facetas, con luces y sombras, que me parecen importantes en relación a las luchas proyectadas desde quienes han sido racializados como indios y sobre lo que se pretende hacer en favor de esas poblaciones, pero reproduciendo la racialización. En ese sentido, como habrán notado las personas lectoras de este texto (Batallas por la identidad), el contenido que tienen los materiales en él reunidos expresan un sentido crítico, una especie de apasionamiento por señalar lo que fue y lo que no anda bien. El estar en un escenario marcado por las políticas “descolonizadoras” en Bolivia, donde varios aspectos forjados y trabajados desde el indianismo y el katarismo eran explotados simbólicamente, pero esos movimientos eran “ninguneados”, hizo necesario el ir formando, dentro limitaciones y posibilidades (que van más allá de la buena voluntad de uno), un esclarecimiento histórico de la mano de un trabajo de crítica al accionar del “gobierno indígena”, en un terreno en el que sus ideas directrices desfiguraban los procesos en los cuales los “indios” fueron y son protagonistas.

Pero las reflexiones sobre las luchas desde la condición de racialización, que no son “patrimonio” de Bolivia (ni de los aymaras), así como la crítica a las políticas dirigidas a “pueblos indígenas”, deberían ser asumidas como condiciones para ir más allá. Deberían ser tomadas, desde una perspectiva y un accionar producidos al interior de esas luchas, no como fines en sí mismos, sino como elementos de un proceso que no puede ser la mera rememoración de lo que hicimos ni la pura denuncia de lo que hoy sufrimos. Por lo menos, es lo que asumo y no solo desde mi experiencia en Bolivia, sino considerando algunas experiencias mías en el sur peruano (así como en el norte argentino y chileno).

Desde el año 2008 tuve la oportunidad de ir por varios lugares del Perú: Tacna, Puno, Cusco, Abancay y Arequipa. Fueron viajes de activista a distintos eventos referidos a “movimientos indígenas” y no fue muy complicado llegar a ellos. Si uno no toma el transporte turís­tico puede encontrar opciones bastante económicas y esas fueron los que tomé. El tema de los costos del transporte solía cubrirlos con va­rios materiales que llevaba para vender, generalmente libros (referidos a las temáticas que yo trabajo) y algunas artesanías (como zampoñas y quenas). En la mayoría de esos eventos se brindaba “hospedaje co­munitario”, así que uno podía “acomodarse en un rinconcito” con una bolsa de dormir; pero además, se brindaba alimentación en los días de la actividad. Estos aspectos, como podrán suponer, hacían más factible el poder ir a esas actividades.

En las experiencias que tuve durante esos viajes, más o menos durante cuatro años, pude percibir algunos unos cambios. En los primeros eventos a los que asistí, en específico en Puno y Tacna, sobresalía la influen­cia marcada del discurso de Felipe Quispe (líder indianista en Bolivia conocido como “El Mallku”) sobre la identidad aymara. Además, esas actividades reunían gran concurrencia e incluso había oportunidades en las que mucha gente quedaba fuera de los locales. Empero, con el pasar del tiempo, la influencia que más noté ya no era la de Felipe Quispe, sino la de David Choquehuanca (ex-canciller de Bolivia) y ello marcaba un cambio muy significativo: se había pasado de la efervescencia política, en la que se perfilaban problemáticas organizacionales y cuestionamientos al Estado peruano (y al discurso que había propalado ese mismo Estado para legitimar su existencia), a una cantaleta sobre la “diferencia cultu­ral”, acompañada, indefectiblemente, de “rituales ancestrales” cada vez más exóticos. Si bien la figura central de exportación de Bolivia ha sido Evo Morales, era David Choquehuanca quien tenía el “dis­curso auténtico” para muchos activistas del sur peruano. La tragedia de ello fue que se pasó de Felipe Quispe a Choquehuanca o, para decirlo de otra forma, se pasó del “indio rebelde” al “indio espiritual”.

En esa situación, los rituales fueron convirtiéndose en lo más impor­tante del “ser” de los indígenas en esas actividades, pero ello no corres­pondía a la vida “indígena”. En una ocasión, desde la ciudad de Puno varias personas nos dirigimos a Cojata, un pueblo ubicado en el norte del lago Titicaca. El lugar era la sede de un encuen­tro realizado con la muy recurrente idea de que las raíces están intactas en las comunidades y que hay que ir a esos lugares a recuperar la identidad (pero también, y eso era lo bueno, uno podía darse una mejor idea de la vida rural). El evento fue inaugurado mediante una ceremonia dirigida no por “sabios” de la comunidad, sino por algunas personas que eran consideradas amautas y que vivían en la ciudad de Puno. Mientras eso pasaba, las personas de pueblo miraban extrañadas y de lejos el ritual (no participaban de él), además de hacer algunos ges­tos de mofa y hablarse al oído, en medio de risas. Era evidente que se trataba de un ritual ajeno a los pobladores de esa comunidad, pero realizado en nombre de ellos y como “tradición ancestral”.

Cosas similares vi en otros lugares y en esas circunstancias, para mí, era incomodo hablar con algunas personas que estaban muy afanadas en saber cómo eran “los rituales que habían llevado al po­der a los indígenas en Bolivia”. Uno trataba de hablar sobre los procesos de lucha, las movilizaciones y la crisis política y económica que dieron lugar a la emergencia del “indio”, pero no a muchos les interesaban esos temas, sino que estaban buscando “rituales mágicos” antes que expe­riencias de lucha (claro que también habían personas con perspicacia política y muy lúcidas). Y es que desde Bolivia se exportaban imágenes con indígenas haciendo rituales para todo y para nada, y ello, me pare­ce, era asumido como lo “auténticamente indígena” y lo que había que emular en nombre de la recuperación de lo ancestral. Empero, para mí era una forma muy efectiva de distraer y entretener a los indígenas, era una forma de esterilizar y anular potenciales de lucha.

Por otro lado, esos eventos solían ser el escenario de exhibición de algunos personajes que a primera vista lucían pintorescos y que se jac­taban de ser “sabios”, “incas”, “amautas”, etc. Éstos, en los estridentes debates que solían sostener entre sí, acaparaban la atención de los participantes por su retórica sobre el Tawantinsuyu y por su vestimenta “ancestral”. Sus discusiones giraban en torno a, por ejemplo, la legitimidad de cada uno de ellos por descender de tal o cual panaca (o ayllu), la “correcta y ver­dadera” forma de saludar al sol, el gesto apropiado para hacer este o aquel ritual, entre otras tantas tonterías (los casos más patéticos los vi en Cusco). Mucho del tiempo de las actividades se iban en estas “brillantes discusiones” y el público, que empezaba con mucha atención y entusias­mo, terminaba cansado y sin concretar nada.

Con el pasar del tiempo, los eventos se hacían cada vez menos con­curridos y, siendo honesto, ya no podía vender los materiales que lle­vaba, por lo , no podía costearme los gastos. Más o menos desde el 2012 fui dejando de hacer viajes al sur peruano, pero el 2016 volví hacerlo y asistí a un evento en Cusco. A diferencia de las actividades en las que había estado antes, ésta se encontraba casi vacía, de no ser por los organizadores (un par de personas) y algunos participantes. Segura­mente hay muchos factores que ayudarían a comprender el porqué de ese desgaste, uno de ellos (no el único), desde mi punto de vista, fue el hecho de que la gente que tenía voluntad política por concretar algo fue dejando de asistir a estas actividades por no encontrar nada sólido en ellas y por cansarse de escuchar debates inútiles. Sin embargo, los protagonistas estelares de esos debates (“sabios”, “in­cas”, “amautas” y otros) no dejaron de asistir y “contribuir” con su retórica “distractiva” (por decir lo menos). Me atrevo a afirmar que el papel de estos persona­jes (consciente o inconscientemente, no lo sé) fue el de evitar que algo serio llegara a madurar en esas actividades. Ese fue su rol en los hechos.

Estas experiencias en mis andanzas por algunos lugares de Perú también incidieron en los problemas que fui tratando en lo que he escrito. Y es que esos problemas no son exclusivos de Bolivia, sino que pueden verse, con variados matices, en otros países. Son parte de las batallas por la identidad y se desarrollan en situaciones de racialización que muchas poblaciones sufren en el continente. Todo ello me conven­ció de que buscar hechos históricos que permitan entender algunos aspectos de lo que hoy vivimos es necesario, pero no es suficiente. Además, desde las condiciones de racialización que viven los “indios” en distintos ámbitos y espacios, las ideas sobre nuestro pasado suelen llevar a conclusiones muy funcionales al poder establecido: buscar respues­tas en nuestros antepasados para problemas contemporáneos; creer que las sociedades pre-coloniales tenían respuestas para todo, incluso para lo que vivimos hoy. Como si nuestros ancestros nunca se hubieran equivocado o como si hubieran vivido en un paraíso. Peor aún, como si nuestros ancestros tuvieran las repuestas para enfrentar la expansión china en el siglo XXI o como si se pudiera tomar ese pasado idealizado y “aplicarlo” hoy. Un ejercicio histórico no autocomplaciente ayudaría mucho a deshacer esa imagen, pero ese trabajo de clarificación sobre la historia es solo eso, no proyecta de por sí nada.

El trabajo sobre los procesos que han dado lugar a lo que hoy vivimos adquiere sentido y encuentra su límite en cuanto se trata de transformar la realidad. Adquiere sentido porque se trata de un esfuerzo por saber y entender cómo es que llegamos a esta situación; pero a la vez, adquiere su límite porque ese saber se limita a lo pretérito. Sin embargo, relacio­nándolo con el esclarecimiento de los fenómenos político-ideológicos que en la actualidad reproducen, de manera reconfigurada, procesos de racialización que se produjeron en el pasado, puede exceder en alguna medida sus limitaciones, pero nada más.

Hace falta una caracterización amplia, un diagnóstico, de la realidad que viven las poblaciones racializadas en el presente, para desde esa situación proyectar acciones de lucha, pues las formas contemporáneas de las estructuras sociales cambian los términos de la lucha. En ese sen­tido, no se trata de saber lo que fuimos, sufrimos o, incluso, de lo que fuimos capaces de hacer. Se trata de entender la realidad que queremos transformar y ello implica varias tareas. Para ir cerrando, mencionaré algunas que me parecen urgentes, pero no son las únicas.

Hoy es necesario desenmascarar el papel político del indigenismo, y ya hay varios pasos en ese sentido, poniendo atención en las problemáticas contemporáneas en contraposición a la idealización que se ha hecho so­bre los “indígenas”. En Perú, por ejemplo, la idealización del Tahuantinsu­yo y la explotación turística que se ha hecho sobre lo inca tiene el efecto de folclorizar a los “indígenas”; pero además, son la referencia ideológica de muchos dirigentes que han aceptado ciegamente esa reducción folclorista e in­cluso la enarbolan y defienden. Este trabajo implica una confrontación con la feudalidad académica en torno a los “indígenas”. Una confronta­ción con ideas, autores e instituciones que se han dedicado a glorificar a los indígenas del pasado o a ensalzarlos en “su” sobrevivencia.

Pero también es necesario, y en relación a lo anterior, romper la idea de que los “asuntos indígenas” son cosas del área rural y en la que los citadinos no tienen nada que ver. Para ello, de forma com­plementaria, sería útil poner el acento en el papel que los migrantes “indios” han tenido y tienen en la formación de las urbes. Pero, en lo fundamental, se trata de pensar nuestra situación en los distintos ám­bitos que ahora ocupamos y en las contradicciones y potenciales que se han ido generando en este proceso. Políticamente, arrinconarse en una postura ruralista, como ha sido la tónica de los “movimientos in­dígenas”, es contraproducente considerando que desde hace décadas estamos construyendo y llenando las ciudades. A ello contribuiría, también, cuestionar la llamada “inclusión indígena” y cómo funcionan sus mecanismos de representación en distintas instituciones, gubernamentales y no guber­namentales, porque suele suceder que los supuestamente representa­dos ni siquiera saben ni conocen a quienes los representan, ni saben cómo los eligieron. Esto, además, debería ir de la mano con discutir el papel que juega la victimización entre algunos que así se ven favoreci­dos por “blancos” culpabilizados.

Simultáneamente, se debería trabajar en la formación de un sentido común en el que las ideas oficiales sobre los “indígenas” sean com­batidas a la vez de ir posicionando otros referentes simbólicos y de afirmación identitaria, pero que no se dirijan a generar lástima o a glori­ficar el pasado, sino que sean elementos para pensarnos más allá de la victimización o de la melancolía. Entonces, hay que redefinirnos, lo que no es un problema de rigurosidad conceptual y lo que ello implica for­malmente cuando se nos llama “indígenas”. Y no es que estos aspectos no importen; por el contrario, si uno deja la mera formalidad académica y se concentra en los efectos políticos de esas ideas, puede hacer el ba­lance de su pertinencia o no en un proceso de lucha, no en una mera formulación conceptual. Esto implica disputar y cambiar el sentido que se ha impuesto sobre las poblaciones racializadas desde castas que se han asignado el derecho de definirnos según su conveniencia. En función de ello, lo teórico tiene sentido en la acción que permite desarrollar, más allá de lo inmediato.

No hace falta seguir glorificando derrotas por medio de homenajes o rituales. Es inútil tratar de emular las luchas de nuestros antepasados en condiciones sociales diferentes. No busquemos respuestas a nuestros problemas en “mensajes ancestrales”. Ni a Tupaj Katari ni a Tupaj Ama­ru les toca enfrentar nuestros retos; no les pidamos lo que nosotros tenemos que forjar y hacer, innovando, no de la nada, sino a partir de procesos históricos y experiencias concretas; pero, fundamentalmente, tratando de rebasar esas mismas experiencias y procesos. En todo ello no es importante “recuperar” la identidad de un pueblo, sino la capaci­dad de ese mismo pueblo de transformase a sí mismo.


Nota: el presente texto es el Epílogo del libro “Batallas por la identidad. Indianismo, katarismo ydescolonización en la Bolivia contemporánea”, publicado en Lima (Perú) en 2019 por el grupo Hwan Yunpa.

Batallas por la identidad - Carlos Macusaya





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