viernes, 27 de abril de 2018

Jóvenes e indígenas en el “proceso de cambio”


I
La imagen del gobierno del Movimiento Al Socialismo (MAS) ha girado en torno a quienes son considerados indígenas y ello respondería a su inclusión en el Estado Plurinacional, aspecto que constantemente es resaltado por parte de los gobernantes. Cierto que la participación de personas procedentes de áreas rurales y periurbanas en distintas esferas de la administración pública es cuantitativamente mayor en relación a gobiernos anteriores, aspecto que es resaltable sin lugar a dudas.

Sin embargo, esta inclusión en la propaganda gubernamental reprodujo una imagen estereotipada: parlamentarios exhibiéndose con “trajes típicos”, ceremonias “para todo y para nada” y supuestamente ancestrales. Las figuras estelares de este espectáculo fueron sabios, ancianos, amautas, etc.; pero los jóvenes estuvieron ausentes o, en el mejor de los casos, tuvieron un papel muy marginal. Y es que las personas consideradas indígenas han sido presentadas y representadas básicamente como mayores; como si la juventud fuera algo ajeno a los “indígenas”.

En ese entendido, la inclusión ha sido resaltada exhibiendo adultos y ancianos como portadores de una “sabiduría ancestral” y en el supuesto de que serían “los mayores” quienes “desde siempre” habrían luchado por “conservar” el sentido de la “identidad indígena”. Pero, al mismo tiempo, se ha omitido el determinante papel de los jóvenes en la politización de la identidad entre “indígenas”, hecho que ha incidido de manera tal que cuando se trata de “cosas de indios”, los jóvenes han asumido que no tienen nada que ver en el asunto.

II
Habría que resaltar que en las “luchas indígenas” los jóvenes fueron grandes protagonistas y muchas veces se rebelaron contra sus mayores y contra su cultura. Por ejemplo, Julián Apaza (Tupaj Katari) y su esposa Bartolina Sisa tenían alrededor de 30 años cuando encabezaron las “revueltas” anticoloniales en Alto Perú, en 1781. Apaza dirigió un ejército “indígena” sin ser cacique, sin tener un linaje noble y siendo un “indio del común” (todo lo contrario de Tupaj Amaru). Es decir que fue contra la tradición de que los caiques dirijan a las comunidades y se puso al frente de un movimiento que casi termina con la dominación española en estas tierras.

No muy atrás en la historia, en los años 60 y 70 del pasado siglo, quienes forjaron el indianismo y el katarismo fueron jóvenes que habían migrado a la ciudad de La Paz y que se organizaron en distintos ámbitos (político partidario, sindical, universitario, entre otros), enfrentando la tradición de que los mayores sean los conductores o dirigentes. En su lucha “desenterraron” a Tupaj Katari, recrearon y resinificaron símbolos (la wiphala, por ejemplo). La iniciativa de tener y organizar un año nuevo propio (que después se conoció como año nuevo aymara) emergió de entre estos jóvenes. Ellos fueron quienes, en su reivindicación política y cultural de lo “indio”, dinamizaron y recrearon expresiones culturales, condicionados por el contexto en el que se desenvolvía su lucha. Incluso se puede afirmar que fueron estos jóvenes, y no amautas ni “sabios ancianos”, quienes forjaron una identidad política en la que el indio fue proyectándose como sujeto político que aspiraba a gobernar.

Las movilizaciones del 2003 y 2005 en La Paz estuvieron marcadas por la participación de jóvenes, alteños fundamentalmente (recuérdese que la UPEA por entonces estaba movilizada buscando reconcomiendo). Además, varios muchachos hacían el papel de analistas políticos, como también el de profesores, en debates en vía pública (en La Plaza de los Héroes, en la Ceja de El Alto y en las ferias de varios pueblos cercanos). Ya sea en momentos de movilización o en momentos de “tranquilidad”, estos jóvenes estaban al día en información política y eran hábiles expositores al momento de tomar la palabra en los espacios de debate que se abrían. Es decir que en ese periodo de efervescencia política y movilización, donde los “indios” emergían con fuerza (desde el año 2000) confrontando al gobierno y al Estado, lo jóvenes jugaron un papel muy importante.

Pero ese papel en la actualidad es un recuerdo (para quienes lo conocieron), cosa del pasado, y los “amautas” han recibido el trato preferencial, las más de las veces solo como alegoría, en desmedro de actores importantes. En los espacios de discusión sobre “cosas de indios” no se ha dado la merecida importancia a los jóvenes “indígenas”, a pesar de haber sido actores fundamentales en las movilizaciones que llevaron al MAS al gobierno. Los espacios mediáticos simplemente reprodujeron estereotipos cuando se trató de tocar “asuntos indígenas”. Así, la palabra la tomaron quienes cumplían los requisitos de “indigenitud”: gente cercana a la tercera edad (o ya de tercera edad), vestida con ropa tradicional, que hacían rituales, que hablaban de que los indígenas son seres bondadosos y ajenos a los problemas “occidentales”, etc. Tal situación pone en evidencia que se ha entendido que los “indígenas” solo hablan de sus cosas, los otros temas son cosa de “no indígenas” y ellos deben encargarse de esos asuntos. Entonces, los jóvenes, en el entendido de que los “indígenas” son únicamente mayores, quedaron fuera y sin referentes ideológicos que les permitan enfrentar esa situación.

Me viene a la mente una anécdota que, aunque pasó en otro lugar, grafica lo que sucedió con los jóvenes y los sabios en el proceso de cambio. El año 2008 me las arreglé para llegar a Cusco y asistir a un evento de “Pueblos Indígenas”. Una vez en lugar reconocí a una persona de unos 60 años, quien era presentado muy pomposamente como un sabio aymara de Bolivia, por lo que recibía un trato preferencial en extremo por parte de los organizadores. Yo había lo había conocido desde el año 2005 en los debates de La Plaza de Los Héroes en La Paz, él era una de esas personas mayores que por entonces se aceraban a los jóvenes activistas en ese lugar para para preguntarles sobre historia, sobre Tupaj Katari, sobre la wiphala o sobre lo que pasaba en el país con el gas (era un tiempo en el que el hambre por conocimiento afloraba en esos espacios). Con el gobierno del Evo Morales esta persona se ascendió al rango de “amauta”, lo que le permitía recibir cierto trato preferencial en algunos ámbitos (como ha pasado con otros “sabios indígenas”).

III
No es de extrañar que en el proceso de cambio los jóvenes de origen “indígena” no sean figuras visibles ni líderes de opinión en el gobierno. Y es que el MAS cometió el error de encasillar como “indígena originario campesinos” a las poblaciones consideradas de “otra raza” y de “otra cultura”, lo que fue acentuando el prejuicio de que se trataría de seres cuyo “habitad” estaría en el área rural. Así, al referirse, por ejemplo, a los aymaras como “indígena originario campesinos” se ha supuesto a los mismos como seres que única y “naturalmente” vivirían en el campo, serían ajenos los cambios y rechazarían la tecnología porque querrían resguardar la propia tradición (descripción que se acerca a los menonitas, no a los aymaras).

Si bien hay “indígenas” que viven en áreas rurales y cultivan la tierra, también hay quienes se dedican a otras  actividades o/y las combinan, como el transporte, la minería cooperativizada, la docencia universitaria, la música, el deporte, el comercio, etc., etc., etc. De hecho, las ciudades fueron creciendo por la migración de los “indios” a las urbes, donde les ha tocado enfrentan problemas laborales, de seguridad ciudadana, educacionales, racismo, etc.

Este encasillamiento ha hecho que se pase por alto, por ejemplo, los procesos de estratificación social entre estas poblaciones, su inserción en los circuitos de circulación de mercancías, etc. Y es que, desde la modernización estatal impulsada por el MNR desde 1952, se ha estado dando un fuerte proceso de diferenciaciones sociales entre las poblaciones racializadas como indígenas. Considérese que algunos de los primeros universitarios y profesionales de origen aymara, por entonces casos excepcionales, se organizaron desde 1969 en una asociación que se llamó MINK’A. Desde entonces al presente los migrantes e hijos de migrantes han llenado no solo las ciudades sino también (como es lógico) las universidades públicas y en los últimos años, las privadas, llegando a la profesionalización en muchos casos. La fuerza de esta migración puede verse en que en el lenguaje en La Paz se usa la exclamación “¡yaaa!”, que era de uso de las “sirvientas” y las lecheras aymaras.

Pero esta realidad se ha hecho invisible para los propios partidarios del gobierno por la idea de “indígena originario campesinos”, que en buena parte responde a que se han seguido políticas promovidas por organismos internacionales. Incluso, el tema de las autonomías indígenas, pensadas y proyectadas para minorías étnicas, ha reforzado más aún que “cosas de indios” son ajenas a quienes viven en las ciudades. Todo esto no entra en sintonía con lo que pasa entre los jóvenes que migraron las ciudades o entre sus hijos y nietos.

Llama la atención (por lo menos a mí) que expresiones juveniles que  fueron surgiendo entre aymaras en la ciudad de El Alto y las laderas de La Paz (al calor de las movilizaciones aymaras iniciadas desde el año 2000), como el rock o el rap en aymara (con contenido de afirmación identitaria y lucha, como por ejemplo el tema Ch’amakat sartasiri del grupo Wayna Rap, 2005), fueron perdiendo fuerza en el proceso de cambio. Quienes eran propulsores de estas expresiones tuvieron que enfrentar una situación que iba a contrapelo, pues el gobierno del MAS fue estableciendo unas coordenadas ideológicas, a partir de herencias multiculturales (que conllevan taras racistas), en las que las expresiones culturales que los jóvenes aymaras iban desarrollando en lo urbano simplemente no cabían o en el mejor de los casos se las consideraba pero de modo muy marginal.

IV
En general, lo que ha resaltado ha sido la idea de que las “cuestiones indígenas” son cosas de personas mayores y que viven en el campo, y en ello los jóvenes “indígenas” no “tocan pito”. Pero, paralelamente, las figuras jóvenes que se han posicionado en la gestión del MAS, ocupando cargos importantes, y que toman la palabra en los medios, no provienen de alguna militancia en las organizaciones sociales que apoyan al gobierno, organizaciones cuyas bases y dirigencias son consideradas indígenas. Esta situación ha sido objeto de crítica, la cual ha surgido de entre quienes fueron parte de alguna organización juvenil ligada al MAS.

En noviembre del 2016 se publicó en el periódico digital Pukara un artículo titulado La jailonización del gobierno indígena, cuyo autor, Jesús Humerez Oscori, militó en una organización juvenil del MAS: los Trabajadores Sociales Comunitarios de Bolivia (TSCB). El artículo es básicamente la denuncia de un joven alteño identificado como aymara, indio e indígena, sobre el desplazamiento político que habrían sufrido los jóvenes de su mismo origen en el MAS por parte de jóvenes jailones que no habrían militado en el instrumento político y que se habrían sumado no hace mucho, logrando en esa condición, sin mayores problemas, cargos importantes. En el “gobierno indígena”, según sus propias palabras: existe el apartheid político [contra los jóvenes indígenas] y una renovación de la casta blancoide por medio de los jóvenes jailones” (2016: 5).

El trabajo de Humerez tiene importancia doble: primero, porque toca un tema, con testimonios de jóvenes, que es pasado por alto en los debates sobre el proceso de cambio y, segundo, porque es un trabajo hecho por alguien que militó en una organización juvenil oficialista y por lo mismo brinda una perspectiva “desde el interior”.

La problemática aludida por el joven alteño en su artículo implica varios aspectos, como las formas de ascenso político en el gobierno del MAS, el racismo dentro del proceso de cambio con quienes se supone fueron incluidos, el papel y peso específico de las organizaciones juveniles de “sectores populares” en este proceso o las disputas internas y la fuerza, respaldos e incidencia de los distintos grupos juveniles que responden al oficialismo. Creo que sería útil detenerse en la relación de desplazamiento de jailones a indígenas, pues básicamente el autor se refiere a problemas entre jóvenes que viven en áreas urbanas pero de distintas clases.

V
Cabe hacer un rodeo sobre identidades y racialización: indio, indígena y jailón. Una identidad cualquiera supone, explícita o implícitamente, una otra identidad contra la que es afirmada; otra identidad que es tomada con respecto a la primera como lo que no se es y/o no se quiere ser. Este juego de afirmación y negación funciona a partir de relaciones sociales que dan lugar a una serie de representaciones, comportamientos, actitudes, etc., que en el caso de indígenas y jailones tiene que ver con un sentido racializado, es decir con que se asume a ese otro como de otra raza.

La división del trabajo en estas tierras, en términos generales, se ha caracterizado por la  segmentación entre grupos diferenciados somática y culturalmente. Así, el trabajo manual (agricultura, zapatero, albañil, etc.) ha sido identificado como propio de “indios” mientras que el trabajo intelectual ha sido identificado como propio de no indígenas. La riqueza se fue asociando con los segundos y la pobreza, con los primeros. Se puede decir que el lugar que se ocupa en la estructura de producción y en la estructura de mando ha conllevado algo así como un tipo de “división racializada del trabajo”, cuyos antecedentes se encuentran en la colonización con la catalogación genérica de “indios” a las poblaciones con las que se encontraron, y la as que fueron sometiendo, los colonizadores.

Las diferencias en la relaciones de poder que se establecieron entonces y que tomaron formas institucionales fueron dando lugar a un ordenamiento en el que los “indios” proveían de fuerza de trabajo y los españoles se dedicaban a administrar. De tal situación se fue asumiendo como natural que unos se dedicaran a trabajos manuales y los otros, a dirigir. En consecuencia, los rasgos somáticos y culturales de las poblaciones que proveían mano de obra fueron siendo identificados como signos que señalaban su lugar “natural” en la sociedad, lo que también pasó, aunque en sentido opuesto respecto a estatus social, con los rasgos de quienes dominaban.

Téngase en cuenta que la palaba indio se usa cotidianamente no como gentilicio sino para descalificar y demarcar relaciones de poder con quienes son considerados biológicamente inferiores y esto está relacionado a el hecho que el trabajo intelectual se ha sobrepuesto al trabajo manual, lo que ha conllevando la desvalorización de este último y de quienes lo ejecutan. Esto en Bolivia se asocia muy frecuentemente la tez morena; ojos rasgados; pómulos pronunciados; deficiente manejo del castellano con fuerte acento aymara, por ejemplo; y ausencia de formación intelectual. Con las políticas indigenistas, el termino indio fue remplazado por el de indígena y es el que oficialmente se usa para referirse a quienes han sido racializados como indios.

Si “los indios” han sido identificados con el trabajo manual, con la pobreza, los jailones han sido identificaos por ser de “buena familia” y por lo mismo, como quienes pueden acceder fácilmente, de manera “natural”, a las mejores oportunidades laborales, educativas, cargos importantes, etc. Esta forma de identificación parece responder a los procesos de migración de la segunda mitad del siglo XX, procesos en los que poblaciones diferenciadas en sentido racializado fueron interactuando con mayor intensidad en condiciones formales de igualdad, en tanto ciudadanos bolivianos. Sin embargo, tácitamente no tenían las mimas posibilidades ni oportunidades respecto de quienes los incluían. Así, quienes identifican a otros como jailones suponen que quienes son así identificados, a partir de “la pinta”, estarían por sobre ellos en términos económicos, políticos, culturales e incluso “raciales”. La idea de “mejorar la raza”, muy vigente, expresa esto último, siempre en relación a aspiraciones de ascenso social, pues las diferencias de clase y estrato han adquirido un sentido racializado.

La pinta (el cómo se ve y exhibe alguien) se toma como un indicador del estatus social. Quienes “tienen pinta” son de piel clara, con rasgos menos mongoloides y más caucásicos (digamos, más parecidos a Pizarro que a Atahuallpa), visten a la moda y con “ropa de marca”, etc.; todo ello en razón de su pertenencia familiar. Es decir que alguien de pinta sería de “buena familia” y ello supone a la vez poder económico (asociado, por ejemplo, a los barrios que serían propios de jailones) y poder político en instituciones (familias que de una u otra forma han estado dirigiendo distintos niveles en el aparato del Estado o en ONG’s). Si q’ara es la forma de identificar al otro entre aymaras del área rural y migrantes, jailón es la palabra que hijos y nietos de migrantes usan para referirse a “ese mismo” otro que está por encima.

El identificar indos y jailones supone que los aspectos por los que se los identifica de un modo u otro expresarían el rango social al que pertenecen, el lugar que habitan, su condición económica e incluso su posición política. A modo de anécdota, entre muchas otras, puedo mencionar que en la universidad (Comunicación Social, UMSA) me tocó oír a un compañero que era parte de Juventudes del MAS decir que “nosotros tenemos que ser camarógrafos, los jailones tienen que ser presentadores”. No se trata simplemente de las palabras de un acomplejado pues es la experiencia lleva a ese tipo de idea: en los desfiles militares, las diferencias somáticas entre quienes ocupan altos grados y quienes tienen rangos menores, además de la tropa, resaltan y el alguien que hace el servicio militar vive esa diferenciación tácitamente como jerarquías de mando; el ordenamiento urbano también expresa esta diferencia, pues determinados barrios, con planificación, acceso a servicios de todo tipo, han habitados por personas de tez clara, mientras que otros, más desordenados y con deficiencia en el acceso a servicios, son habitados por gente morena.

En las relaciones cotidianas, el funcionamiento de estas diferenciaciones opera siempre como referencia a otro del cual uno se diferencia, apuntando a quienes se presupone estarían arriba o abajo. Uno puede considerar jailón a alguien quien a su vez puede considerar jailón a otro, así como puede considerar a otro como indio a la vez que un otro lo considera indio a él. Pero además, considerando la “variación cromática” de la población, la situación en las que se da este fenómeno, en varios casos (no en todos),  puede incidir en que uno pase de ser considerado jailón a indio o viceversa, dependiendo de quienes interactúan y en que situación.

Aunque en los últimos años se ha tratado revalorizar las llamadas identidades indígenas dejando de lado el termino indio, éste sigue vigente como palabra despectiva, por lo que no es usual que los jóvenes se identifiquen como indios pues esta palabra se asocia a rangos sociales bajos, lo que va en contrasentido de las aspiraciones de asenso individual de los jóvenes en las ciudades. Por otra parte, la palabra jailón suele ser tomada como despectiva por jóvenes de clases acomodadas, pero cabe hacer notar que entre quienes no se consideran jailones y consideran a otros como tales, el tener un amigo jailón suele ser tomado como algo de que presumir, como la muestra de estar cercano a los de arriba. Siendo que el ser identificado como indígena o indio está asociado a los estratos bajos, en sentido opuesto a las aspiraciones de ascenso social, el fenómeno inverso no se da, es decir que no hay personas que presuman de tener amigos indios o indígenas, salvo algunos casos en los que domina el sentido paternalista.

VI
Volviendo al problema de desplazamiento planteado por Jesús Humerez, éste resalta principalmente a dos organizaciones para plantear su denuncia: Trabajadores Sociales Comentarios de Bolivia (TSCB), por un lado, y Generación Evo, por otro. El grupo TSC se formó el 2006 y entre sus impulsores estuvieron Giovanni Álvarez, Cristina Choque, Grover López y Karina Marconi Ticona. Generación Evo hizo su aparición en el proceso electoral del 2014. Según Braseida Nina Quispe, quien fue parte de los TSCB, Generación Evo nació como un slogan y “estrategia política, en la cual permitía a que todas las organizaciones sociales juveniles afines al gobierno se sintieran representados como la generación” (en Humerez, óp. cit.: 4).

Humerez detalla que agrupaciones habrían formado inicialmente Generación Evo:

“al principio este eslogan fue concebido entre tres dirigentes y sus respectivas organizaciones juveniles, organizaciones estas de ‘indígenas urbanos’ a las que se adjuntó tan solo un grupo jailon; estas personas fueron: Leonardo Mariaca, excordinador nacional de los Trabajadores Sociales Comunitarios de Bolivia; Giovanni Carlo de Juventudes del MAS; Antonio Condori del Pacto de Unidad (indígenas) y Valeria Silva e Inti Rioja del Frente Antiimperialistas (jailones que luego se adueñaran del nombre ‘Generación Evo’)” (Humerez, 2016: 4).
También cita a un exdirigente de los TSC, quien afirma:

“...han habido grupos que han sabido utilizar hasta el grado de convertirlos como identidad organizacional, eran jóvenes que cumplían los roles de los jailones, eran blancos, de padres acomodados (…) hasta el grado de utilizar como si fuera una organización, (…) a partir de este eslogan han logrado espacios de poder, de representación, ya que al parecer decían que: Generación Evo incluían a todas las organizaciones (…)” (en Humerez, óp. cit.: 5).

Existe en este tipo de denuncias la tendencia de atribuir este desplazamiento a la maldad de los jailones, de los “blancos” (lamentablemente no he tenido “a la mano” la postura del otro lado). Sin embargo, considero que en este problema no está en juego simplemente la astucia o maldad de los unos frente a la inocencia e ingenuidad de los otros.

Las situaciones políticas exigen algún tipo de acción y en el proceso de cambio los jóvenes desplazados no supieron responder a las situaciones en las que podían posicionarse y “dar línea”. Por ejemplo, cuando se dieron agresiones racistas en Santa Cruz contra personas de origen andino no disputaron el sentido de lo “indio” desde el ser joven y en lo urbano (donde se daban los actos racistas). Pero para que ello hubiera sido posible debían enfrentar la imagen ruralizada y de ancianidad que propalaba el gobierno (que era la línea oficial que debían asumir y así lo hicieron) y generar ideas respecto a lo que acontecía, pero no se arriesgaron a entrar en ese terreno, salvo algunos intentos aislados y sin apoyo, en los que uno de los pocos impulsores fue Jesús Humerez.

Pero más allá de los intentos casi solitarios de algunos militantes, da la impresión de que la gran mayoría asumió que a ellos les correspondía apoyar solo en procesos electorales (cuando hay que hacer “masa”, pintar paredes, trasladar materiales, etc.), sin aspirar a dirigir, a disputar espacios de definiciones. A este respecto, Ángela Cáceres (exdirigente de los TSC) dice: “En 2009 se ha ido desgastando el trabajo nos hemos ido abocando a lo que es el trabajo para las elecciones y no así no para prepararnos políticamente y menos académicamente, esto es un error” (en Humerez, óp. cit.: 4).

Me atrevo decir que el error que señala Cáceres tiene que ver con que entre las poblaciones racializadas como indígenas se han formado “usos y costumbres” a partir de la división racializada del trabajo. En ese sentido, quienes vienen de estas poblaciones, que históricamente han sido proveedoras de fuerza de trabajo (se reconozcan o no como “indígenas” o “indios”), existe la predisposición para asumir trabajos manuales y de esfuerzo físico, en este caso, para ir a pintar paredes, por ejemplo. Al mismo tiempo, existe cierto temor y recelo al trabajo intelectual, en tanto este tipo general de trabajo ha sido por mucho tiempo ajeno a estos sectores, a la vez de ser monopolizado por los “q’aras”, los jailones. Esta afirmación es válida solo hasta cierto punto pues las poblaciones racializadas han ido sufriendo procesos de estratificación social y divisiones de clase, fundamentalmente desde el “Estado del 52”, y los jóvenes que habrían sido desplazados en su mayoría no proceden de las capas más acomodadas de entre los “indios”.

Del otro lado, los jóvenes que vienen de familias en las que la profesionalización no es algo nuevo y cuyos padres han desarrollado una vida laboral “formal” en distintas instituciones y en distintos cargos, muestran actitudes en las que (en comparación a los otros) se percibe mayor confianza en sí mismos; además, resalta que son más extrovertidos y tienden a proyectar su vida profesional a partir de los logros de sus padres y con el respaldo de ellos. Tienen la ventaja de contar con un capital social y cultural acumulado familiarmente. Hablan, además del español, el ingles y suelen tener apoyo para sostener su activismo, lo que no pasa en el otro lado. En esa situación, la desventaja de unos y la ventaja de otros es determinante en la resolución de las disputas políticas. Entre estos grupos se ha dado un movimiento que reproduce las jerarquías racializadas a pesar de la buena voluntad (aunque no se sabe de esfuerzos serios por evitar este problema) de unos u otros.

Una vez más, en los debates que se daban en lo que fue Plaza de los Héroes, entre quienes tomaban la palabra solía haber un reproche a los padres “indios” respecto a los “q’aras”; se decía: “En la casa de un q’ara hay biblioteca y el q’ara lee para gobernarnos, pero en la casa de un indio hay matracas, botellas de Paceña y el indio baila morenada. ¿Así queremos que nuestros hijos lleguen a gobernar?”. Se aludía al conocimiento institucionalizado como factor de poder, aspecto que fue marcando la dominación sobre los “indios” y que tiene varias implicaciones y condicionantes.

VII
En este desplazamiento entran en juego factores que no se reducen  la individualidad de los involucrados. Si este problema hubiera sido parte de las preocupaciones y políticas “descolonizadoras” de quienes, en distintos niveles, han venido gobernando se lo hubiera podido afrontar en función de superar la relación racializada entre jóvenes militantes del proceso de cambio, lo que hubiera sido un esfuerzo descolonizador. Pero eso no pasó.

Los mismos jóvenes afectados negativamente por esta relación nunca asumieron la importancia del problema. Pueden sentirse orgullosos que alguien de origen aymara o “indígena” sea presidente, pero su propio origen los avergüenza. Una muestra: A mediados del 2016, un sábado, la fundación Friedrich Ebert Stiftung (FES) desarrolló una actividad sobre indígenas y en la que participaron varios jóvenes. Los comentarios de un par de amigas cochabambinas que asistieron (Fernanda Solíz y Esther Zurita) resaltaban que un miembro de Generación Evo “sin tener pinta de indio” se identificaba como tal, mientras que miembros de Juventudes del MAS, con “pinta de indígenas”, rechazaban ser identificados como indígenas por considerar que los estaban discriminando. ¿No es significativo que jóvenes que apoyan al “gobierno indígena” se sientan discriminados cuando se los llama indígenas?

Pero además, las cuestiones oficiales de jóvenes se han ido planteando, con el impulso de Organismos No Gubernamentales, de tal forma que los involucrados asumen que se trata de luchas por particularidades, por cupos y cosas exclusivas para ellos. Todo lo contrario de lo que pasaba el 2003, por ejemplo, cuando los jovenes aymaras de El Alto asumieron problemas generales. Claro que hay diferencias no solo generacionales entre unos y otros; pero además las políticas para jóvenes son preocupación de segmentos poblacionales específicos, con ciertas ventajas y que han estado relacionados a ciertas instituciones; lo que no sucede con la mayoría de los jóvenes.

Pero por otra parte, desde hace varias décadas, ha ido tomando cada vez más cuerpo entre las poblaciones racializadas como indígenas un sector que se va constituyendo en clase media y que no ha sido de interés por parte del gobierno ni de la oposición. Este sector es en lo fundamental joven, está en las ciudades, en trabajos informales, en las universidades, se han profesionalizado y no encuentran referentes político ideológicos, aunque el pragmatismo suele caracterizarlos.

Pero ya para cerrar, pienso que se deberían volcar esfuerzos para ir desarticulando las jerarquías racializadas entre jovenes y no repetir la taras como la que se plasma en un spot del gobierno (“Bolivia es joven…”), en el que los protagonistas son personas de tez clara; mientras uno puede ir la Entrada Universitaria o solo pararse en el atrio del Monoblock de la UMSA y verá “un mar de gente morena”. Se me ocurre un spot en el que interactúen jovenes “indígenas” (sin disfrazarlos con “ropa tradicional”) y “jailones” militando por alguna causa y como amigos; incluso asumiendo papeles de enamorados, tomados de la mano o entre abrazos y besos (No me estoy ofreciendo de voluntario. Dije jóvenes!). ¿Por qué no? si hay imágenes que promueven el respeto a la diversidad sexual en las que se puede ver a parajes de varones o de mujeres en situaciones amorosas. ¿Es tan loco pensar en un indio o una india enamorando con una q’ara o una qa’ara que es inimaginable para quienes han promovido la inclusión? Tal vez lo sea por las taras racistas que hay en nuestro país, pero creo que podría ser saludable tratar de generar predisposición al acercamiento en sectores importantes en los que las tensiones racializadas se viven más cotidianamente. No se trataría de promover traicionar a la “raza” a la que los involucrados pertenecerían pues biológicamente las razas no existen y por lo mismo no se romperían barreras biológicas sino barreras sociales, y en este reto los jóvenes pueden ser determinantes.

Carlos Macusaya Cruz

Material citado:
Humerez, Jesús (2016). “La jailonización del gobierno indígena”. Pukara, 123, pp. 3-5. Disponible en: http://prensaindigena.org/web/pdf/Pukara-123.pdf

Jóvenes e indígenas en el "proceso de cambio"




I
La imagen del gobierno del Movimiento Al Socialismo (MAS) ha girado en torno a quienes son considerados indígenas y ello respondería a su inclusión en el Estado Plurinacional, aspecto que constantemente es resaltado por parte de los gobernantes. Cierto que la participación de personas procedentes de áreas rurales y periurbanas en distintas esferas de la administración pública es cuantitativamente mayor en relación a gobiernos anteriores, aspecto que es resaltable sin lugar a dudas.

Sin embargo, esta inclusión en la propaganda gubernamental reprodujo una imagen estereotipada: parlamentarios exhibiéndose con “trajes típicos”, ceremonias “para todo y para nada” y supuestamente ancestrales. Las figuras estelares de este espectáculo fueron sabios, ancianos, amautas, etc.; pero los jóvenes estuvieron ausentes o, en el mejor de los casos, tuvieron un papel muy marginal. Y es que las personas consideradas indígenas han sido presentadas y representadas básicamente como mayores; como si la juventud fuera algo ajeno a los “indígenas”.

En ese entendido, la inclusión ha sido resaltada exhibiendo adultos y ancianos como portadores de una “sabiduría ancestral” y en el supuesto de que serían “los mayores” quienes “desde siempre” habrían luchado por “conservar” el sentido de la “identidad indígena”. Pero, al mismo tiempo, se ha omitido el determinante papel de los jóvenes en la politización de la identidad entre “indígenas”, hecho que ha incidido de manera tal que cuando se trata de “cosas de indios”, los jóvenes han asumido que no tienen nada que ver en el asunto.

II
Habría que resaltar que en las “luchas indígenas” los jóvenes fueron grandes protagonistas y muchas veces se rebelaron contra sus mayores y contra su cultura. Por ejemplo, Julián Apaza (Tupaj Katari) y su esposa Bartolina Sisa tenían alrededor de 30 años cuando encabezaron las “revueltas” anticoloniales en Alto Perú, en 1781. Apaza dirigió un ejército “indígena” sin ser cacique, sin tener un linaje noble y siendo un “indio del común” (todo lo contrario de Tupaj Amaru). Es decir que fue contra la tradición de que los caiques dirijan a las comunidades y se puso al frente de un movimiento que casi termina con la dominación española en estas tierras.

No muy atrás en la historia, en los años 60 y 70 del pasado siglo, quienes forjaron el indianismo y el katarismo fueron jóvenes que habían migrado a la ciudad de La Paz y que se organizaron en distintos ámbitos (político partidario, sindical, universitario, entre otros), enfrentando la tradición de que los mayores sean los conductores o dirigentes. En su lucha “desenterraron” a Tupaj Katari, recrearon y resinificaron símbolos (la wiphala, por ejemplo). La iniciativa de tener y organizar un año nuevo propio (que después se conoció como año nuevo aymara) emergió de entre estos jóvenes. Ellos fueron quienes, en su reivindicación política y cultural de lo “indio”, dinamizaron y recrearon expresiones culturales, condicionados por el contexto en el que se desenvolvía su lucha. Incluso se puede afirmar que fueron estos jóvenes, y no amautas ni “sabios ancianos”, quienes forjaron una identidad política en la que el indio fue proyectándose como sujeto político que aspiraba a gobernar.

Las movilizaciones del 2003 y 2005 en La Paz estuvieron marcadas por la participación de jóvenes, alteños fundamentalmente (recuérdese que la UPEA por entonces estaba movilizada buscando reconcomiendo). Además, varios muchachos hacían el papel de analistas políticos, como también el de profesores, en debates en vía pública (en La Plaza de los Héroes, en la Ceja de El Alto y en las ferias de varios pueblos cercanos). Ya sea en momentos de movilización o en momentos de “tranquilidad”, estos jóvenes estaban al día en información política y eran hábiles expositores al momento de tomar la palabra en los espacios de debate que se abrían. Es decir que en ese periodo de efervescencia política y movilización, donde los “indios” emergían con fuerza (desde el año 2000) confrontando al gobierno y al Estado, lo jóvenes jugaron un papel muy importante.

Pero ese papel en la actualidad es un recuerdo (para quienes lo conocieron), cosa del pasado, y los “amautas” han recibido el trato preferencial, las más de las veces solo como alegoría, en desmedro de actores importantes. En los espacios de discusión sobre “cosas de indios” no se ha dado la merecida importancia a los jóvenes “indígenas”, a pesar de haber sido actores fundamentales en las movilizaciones que llevaron al MAS al gobierno. Los espacios mediáticos simplemente reprodujeron estereotipos cuando se trató de tocar “asuntos indígenas”. Así, la palabra la tomaron quienes cumplían los requisitos de “indigenitud”: gente cercana a la tercera edad (o ya de tercera edad), vestida con ropa tradicional, que hacían rituales, que hablaban de que los indígenas son seres bondadosos y ajenos a los problemas “occidentales”, etc. Tal situación pone en evidencia que se ha entendido que los “indígenas” solo hablan de sus cosas, los otros temas son cosa de “no indígenas” y ellos deben encargarse de esos asuntos. Entonces, los jóvenes, en el entendido de que los “indígenas” son únicamente mayores, quedaron fuera y sin referentes ideológicos que les permitan enfrentar esa situación.

Me viene a la mente una anécdota que, aunque pasó en otro lugar, grafica lo que sucedió con los jóvenes y los sabios en el proceso de cambio. El año 2008 me las arreglé para llegar a Cusco y asistir a un evento de “Pueblos Indígenas”. Una vez en lugar reconocí a una persona de unos 60 años, quien era presentado muy pomposamente como un sabio aymara de Bolivia, por lo que recibía un trato preferencial en extremo por parte de los organizadores. Yo había lo había conocido desde el año 2005 en los debates de La Plaza de Los Héroes en La Paz, él era una de esas personas mayores que por entonces se aceraban a los jóvenes activistas en ese lugar para para preguntarles sobre historia, sobre Tupaj Katari, sobre la wiphala o sobre lo que pasaba en el país con el gas (era un tiempo en el que el hambre por conocimiento afloraba en esos espacios). Con el gobierno del Evo Morales esta persona se ascendió al rango de “amauta”, lo que le permitía recibir cierto trato preferencial en algunos ámbitos (como ha pasado con otros “sabios indígenas”).

III
No es de extrañar que en el proceso de cambio los jóvenes de origen “indígena” no sean figuras visibles ni líderes de opinión en el gobierno. Y es que el MAS cometió el error de encasillar como “indígena originario campesinos” a las poblaciones consideradas de “otra raza” y de “otra cultura”, lo que fue acentuando el prejuicio de que se trataría de seres cuyo “habitad” estaría en el área rural. Así, al referirse, por ejemplo, a los aymaras como “indígena originario campesinos” se ha supuesto a los mismos como seres que única y “naturalmente” vivirían en el campo, serían ajenos los cambios y rechazarían la tecnología porque querrían resguardar la propia tradición (descripción que se acerca a los menonitas, no a los aymaras).

Si bien hay “indígenas” que viven en áreas rurales y cultivan la tierra, también hay quienes se dedican a otras  actividades o/y las combinan, como el transporte, la minería cooperativizada, la docencia universitaria, la música, el deporte, el comercio, etc., etc., etc. De hecho, las ciudades fueron creciendo por la migración de los “indios” a las urbes, donde les ha tocado enfrentan problemas laborales, de seguridad ciudadana, educacionales, racismo, etc.

Este encasillamiento ha hecho que se pase por alto, por ejemplo, los procesos de estratificación social entre estas poblaciones, su inserción en los circuitos de circulación de mercancías, etc. Y es que, desde la modernización estatal impulsada por el MNR desde 1952, se ha estado dando un fuerte proceso de diferenciaciones sociales entre las poblaciones racializadas como indígenas. Considérese que algunos de los primeros universitarios y profesionales de origen aymara, por entonces casos excepcionales, se organizaron desde 1969 en una asociación que se llamó MINK’A. Desde entonces al presente los migrantes e hijos de migrantes han llenado no solo las ciudades sino también (como es lógico) las universidades públicas y en los últimos años, las privadas, llegando a la profesionalización en muchos casos. La fuerza de esta migración puede verse en que en el lenguaje en La Paz se usa la exclamación “¡yaaa!”, que era de uso de las “sirvientas” y las lecheras aymaras.

Pero esta realidad se ha hecho invisible para los propios partidarios del gobierno por la idea de “indígena originario campesinos”, que en buena parte responde a que se han seguido políticas promovidas por organismos internacionales. Incluso, el tema de las autonomías indígenas, pensadas y proyectadas para minorías étnicas, ha reforzado más aún que “cosas de indios” son ajenas a quienes viven en las ciudades. Todo esto no entra en sintonía con lo que pasa entre los jóvenes que migraron las ciudades o entre sus hijos y nietos.

Llama la atención (por lo menos a mí) que expresiones juveniles que  fueron surgiendo entre aymaras en la ciudad de El Alto y las laderas de La Paz (al calor de las movilizaciones aymaras iniciadas desde el año 2000), como el rock o el rap en aymara (con contenido de afirmación identitaria y lucha, como por ejemplo el tema Ch’amakat sartasiri del grupo Wayna Rap, 2005), fueron perdiendo fuerza en el proceso de cambio. Quienes eran propulsores de estas expresiones tuvieron que enfrentar una situación que iba a contrapelo, pues el gobierno del MAS fue estableciendo unas coordenadas ideológicas, a partir de herencias multiculturales (que conllevan taras racistas), en las que las expresiones culturales que los jóvenes aymaras iban desarrollando en lo urbano simplemente no cabían o en el mejor de los casos se las consideraba pero de modo muy marginal.

IV
En general, lo que ha resaltado ha sido la idea de que las “cuestiones indígenas” son cosas de personas mayores y que viven en el campo, y en ello los jóvenes “indígenas” no “tocan pito”. Pero, paralelamente, las figuras jóvenes que se han posicionado en la gestión del MAS, ocupando cargos importantes, y que toman la palabra en los medios, no provienen de alguna militancia en las organizaciones sociales que apoyan al gobierno, organizaciones cuyas bases y dirigencias son consideradas indígenas. Esta situación ha sido objeto de crítica, la cual ha surgido de entre quienes fueron parte de alguna organización juvenil ligada al MAS.

En noviembre del 2016 se publicó en el periódico digital Pukara un artículo titulado La jailonización del gobierno indígena, cuyo autor, Jesús Humerez Oscori, militó en una organización juvenil del MAS: los Trabajadores Sociales Comunitarios de Bolivia (TSCB). El artículo es básicamente la denuncia de un joven alteño identificado como aymara, indio e indígena, sobre el desplazamiento político que habrían sufrido los jóvenes de su mismo origen en el MAS por parte de jóvenes jailones que no habrían militado en el instrumento político y que se habrían sumado no hace mucho, logrando en esa condición, sin mayores problemas, cargos importantes. En el “gobierno indígena”, según sus propias palabras: existe el apartheid político [contra los jóvenes indígenas] y una renovación de la casta blancoide por medio de los jóvenes jailones” (2016: 5).

El trabajo de Humerez tiene importancia doble: primero, porque toca un tema, con testimonios de jóvenes, que es pasado por alto en los debates sobre el proceso de cambio y, segundo, porque es un trabajo hecho por alguien que militó en una organización juvenil oficialista y por lo mismo brinda una perspectiva “desde el interior”.

La problemática aludida por el joven alteño en su artículo implica varios aspectos, como las formas de ascenso político en el gobierno del MAS, el racismo dentro del proceso de cambio con quienes se supone fueron incluidos, el papel y peso específico de las organizaciones juveniles de “sectores populares” en este proceso o las disputas internas y la fuerza, respaldos e incidencia de los distintos grupos juveniles que responden al oficialismo. Creo que sería útil detenerse en la relación de desplazamiento de jailones a indígenas, pues básicamente el autor se refiere a problemas entre jóvenes que viven en áreas urbanas pero de distintas clases.

V
Cabe hacer un rodeo sobre identidades y racialización: indio, indígena y jailón. Una identidad cualquiera supone, explícita o implícitamente, una otra identidad contra la que es afirmada; otra identidad que es tomada con respecto a la primera como lo que no se es y/o no se quiere ser. Este juego de afirmación y negación funciona a partir de relaciones sociales que dan lugar a una serie de representaciones, comportamientos, actitudes, etc., que en el caso de indígenas y jailones tiene que ver con un sentido racializado, es decir con que se asume a ese otro como de otra raza.

La división del trabajo en estas tierras, en términos generales, se ha caracterizado por la  segmentación entre grupos diferenciados somática y culturalmente. Así, el trabajo manual (agricultura, zapatero, albañil, etc.) ha sido identificado como propio de “indios” mientras que el trabajo intelectual ha sido identificado como propio de no indígenas. La riqueza se fue asociando con los segundos y la pobreza, con los primeros. Se puede decir que el lugar que se ocupa en la estructura de producción y en la estructura de mando ha conllevado algo así como un tipo de “división racializada del trabajo”, cuyos antecedentes se encuentran en la colonización con la catalogación genérica de “indios” a las poblaciones con las que se encontraron, y la as que fueron sometiendo, los colonizadores.

Las diferencias en la relaciones de poder que se establecieron entonces y que tomaron formas institucionales fueron dando lugar a un ordenamiento en el que los “indios” proveían de fuerza de trabajo y los españoles se dedicaban a administrar. De tal situación se fue asumiendo como natural que unos se dedicaran a trabajos manuales y los otros, a dirigir. En consecuencia, los rasgos somáticos y culturales de las poblaciones que proveían mano de obra fueron siendo identificados como signos que señalaban su lugar “natural” en la sociedad, lo que también pasó, aunque en sentido opuesto respecto a estatus social, con los rasgos de quienes dominaban.

Téngase en cuenta que la palaba indio se usa cotidianamente no como gentilicio sino para descalificar y demarcar relaciones de poder con quienes son considerados biológicamente inferiores y esto está relacionado a el hecho que el trabajo intelectual se ha sobrepuesto al trabajo manual, lo que ha conllevando la desvalorización de este último y de quienes lo ejecutan. Esto en Bolivia se asocia muy frecuentemente la tez morena; ojos rasgados; pómulos pronunciados; deficiente manejo del castellano con fuerte acento aymara, por ejemplo; y ausencia de formación intelectual. Con las políticas indigenistas, el termino indio fue remplazado por el de indígena y es el que oficialmente se usa para referirse a quienes han sido racializados como indios.

Si “los indios” han sido identificados con el trabajo manual, con la pobreza, los jailones han sido identificaos por ser de “buena familia” y por lo mismo, como quienes pueden acceder fácilmente, de manera “natural”, a las mejores oportunidades laborales, educativas, cargos importantes, etc. Esta forma de identificación parece responder a los procesos de migración de la segunda mitad del siglo XX, procesos en los que poblaciones diferenciadas en sentido racializado fueron interactuando con mayor intensidad en condiciones formales de igualdad, en tanto ciudadanos bolivianos. Sin embargo, tácitamente no tenían las mimas posibilidades ni oportunidades respecto de quienes los incluían. Así, quienes identifican a otros como jailones suponen que quienes son así identificados, a partir de “la pinta”, estarían por sobre ellos en términos económicos, políticos, culturales e incluso “raciales”. La idea de “mejorar la raza”, muy vigente, expresa esto último, siempre en relación a aspiraciones de ascenso social, pues las diferencias de clase y estrato han adquirido un sentido racializado.

La pinta (el cómo se ve y exhibe alguien) se toma como un indicador del estatus social. Quienes “tienen pinta” son de piel clara, con rasgos menos mongoloides y más caucásicos (digamos, más parecidos a Pizarro que a Atahuallpa), visten a la moda y con “ropa de marca”, etc.; todo ello en razón de su pertenencia familiar. Es decir que alguien de pinta sería de “buena familia” y ello supone a la vez poder económico (asociado, por ejemplo, a los barrios que serían propios de jailones) y poder político en instituciones (familias que de una u otra forma han estado dirigiendo distintos niveles en el aparato del Estado o en ONG’s). Si q’ara es la forma de identificar al otro entre aymaras del área rural y migrantes, jailón es la palabra que hijos y nietos de migrantes usan para referirse a “ese mismo” otro que está por encima.

El identificar indos y jailones supone que los aspectos por los que se los identifica de un modo u otro expresarían el rango social al que pertenecen, el lugar que habitan, su condición económica e incluso su posición política. A modo de anécdota, entre muchas otras, puedo mencionar que en la universidad (Comunicación Social, UMSA) me tocó oír a un compañero que era parte de Juventudes del MAS decir que “nosotros tenemos que ser camarógrafos, los jailones tienen que ser presentadores”. No se trata simplemente de las palabras de un acomplejado pues es la experiencia lleva a ese tipo de idea: en los desfiles militares, las diferencias somáticas entre quienes ocupan altos grados y quienes tienen rangos menores, además de la tropa, resaltan y el alguien que hace el servicio militar vive esa diferenciación tácitamente como jerarquías de mando; el ordenamiento urbano también expresa esta diferencia, pues determinados barrios, con planificación, acceso a servicios de todo tipo, han habitados por personas de tez clara, mientras que otros, más desordenados y con deficiencia en el acceso a servicios, son habitados por gente morena.

En las relaciones cotidianas, el funcionamiento de estas diferenciaciones opera siempre como referencia a otro del cual uno se diferencia, apuntando a quienes se presupone estarían arriba o abajo. Uno puede considerar jailón a alguien quien a su vez puede considerar jailón a otro, así como puede considerar a otro como indio a la vez que un otro lo considera indio a él. Pero además, considerando la “variación cromática” de la población, la situación en las que se da este fenómeno, en varios casos (no en todos),  puede incidir en que uno pase de ser considerado jailón a indio o viceversa, dependiendo de quienes interactúan y en que situación.

Aunque en los últimos años se ha tratado revalorizar las llamadas identidades indígenas dejando de lado el termino indio, éste sigue vigente como palabra despectiva, por lo que no es usual que los jóvenes se identifiquen como indios pues esta palabra se asocia a rangos sociales bajos, lo que va en contrasentido de las aspiraciones de asenso individual de los jóvenes en las ciudades. Por otra parte, la palabra jailón suele ser tomada como despectiva por jóvenes de clases acomodadas, pero cabe hacer notar que entre quienes no se consideran jailones y consideran a otros como tales, el tener un amigo jailón suele ser tomado como algo de que presumir, como la muestra de estar cercano a los de arriba. Siendo que el ser identificado como indígena o indio está asociado a los estratos bajos, en sentido opuesto a las aspiraciones de ascenso social, el fenómeno inverso no se da, es decir que no hay personas que presuman de tener amigos indios o indígenas, salvo algunos casos en los que domina el sentido paternalista.

VI
Volviendo al problema de desplazamiento planteado por Jesús Humerez, éste resalta principalmente a dos organizaciones para plantear su denuncia: Trabajadores Sociales Comentarios de Bolivia (TSCB), por un lado, y Generación Evo, por otro. El grupo TSC se formó el 2006 y entre sus impulsores estuvieron Giovanni Álvarez, Cristina Choque, Grover López y Karina Marconi Ticona. Generación Evo hizo su aparición en el proceso electoral del 2014. Según Braseida Nina Quispe, quien fue parte de los TSCB, Generación Evo nació como un slogan y “estrategia política, en la cual permitía a que todas las organizaciones sociales juveniles afines al gobierno se sintieran representados como la generación” (en Humerez, óp. cit.: 4).

Humerez detalla que agrupaciones habrían formado inicialmente Generación Evo:

“al principio este eslogan fue concebido entre tres dirigentes y sus respectivas organizaciones juveniles, organizaciones estas de ‘indígenas urbanos’ a las que se adjuntó tan solo un grupo jailon; estas personas fueron: Leonardo Mariaca, excordinador nacional de los Trabajadores Sociales Comunitarios de Bolivia; Giovanni Carlo de Juventudes del MAS; Antonio Condori del Pacto de Unidad (indígenas) y Valeria Silva e Inti Rioja del Frente Antiimperialistas (jailones que luego se adueñaran del nombre ‘Generación Evo’)” (Humerez, 2016: 4).
También cita a un exdirigente de los TSC, quien afirma:

“...han habido grupos que han sabido utilizar hasta el grado de convertirlos como identidad organizacional, eran jóvenes que cumplían los roles de los jailones, eran blancos, de padres acomodados (…) hasta el grado de utilizar como si fuera una organización, (…) a partir de este eslogan han logrado espacios de poder, de representación, ya que al parecer decían que: Generación Evo incluían a todas las organizaciones (…)” (en Humerez, óp. cit.: 5).

Existe en este tipo de denuncias la tendencia de atribuir este desplazamiento a la maldad de los jailones, de los “blancos” (lamentablemente no he tenido “a la mano” la postura del otro lado). Sin embargo, considero que en este problema no está en juego simplemente la astucia o maldad de los unos frente a la inocencia e ingenuidad de los otros.

Las situaciones políticas exigen algún tipo de acción y en el proceso de cambio los jóvenes desplazados no supieron responder a las situaciones en las que podían posicionarse y “dar línea”. Por ejemplo, cuando se dieron agresiones racistas en Santa Cruz contra personas de origen andino no disputaron el sentido de lo “indio” desde el ser joven y en lo urbano (donde se daban los actos racistas). Pero para que ello hubiera sido posible debían enfrentar la imagen ruralizada y de ancianidad que propalaba el gobierno (que era la línea oficial que debían asumir y así lo hicieron) y generar ideas respecto a lo que acontecía, pero no se arriesgaron a entrar en ese terreno, salvo algunos intentos aislados y sin apoyo, en los que uno de los pocos impulsores fue Jesús Humerez.

Pero más allá de los intentos casi solitarios de algunos militantes, da la impresión de que la gran mayoría asumió que a ellos les correspondía apoyar solo en procesos electorales (cuando hay que hacer “masa”, pintar paredes, trasladar materiales, etc.), sin aspirar a dirigir, a disputar espacios de definiciones. A este respecto, Ángela Cáceres (exdirigente de los TSC) dice: “En 2009 se ha ido desgastando el trabajo nos hemos ido abocando a lo que es el trabajo para las elecciones y no así no para prepararnos políticamente y menos académicamente, esto es un error” (en Humerez, óp. cit.: 4).

Me atrevo decir que el error que señala Cáceres tiene que ver con que entre las poblaciones racializadas como indígenas se han formado “usos y costumbres” a partir de la división racializada del trabajo. En ese sentido, quienes vienen de estas poblaciones, que históricamente han sido proveedoras de fuerza de trabajo (se reconozcan o no como “indígenas” o “indios”), existe la predisposición para asumir trabajos manuales y de esfuerzo físico, en este caso, para ir a pintar paredes, por ejemplo. Al mismo tiempo, existe cierto temor y recelo al trabajo intelectual, en tanto este tipo general de trabajo ha sido por mucho tiempo ajeno a estos sectores, a la vez de ser monopolizado por los “q’aras”, los jailones. Esta afirmación es válida solo hasta cierto punto pues las poblaciones racializadas han ido sufriendo procesos de estratificación social y divisiones de clase, fundamentalmente desde el “Estado del 52”, y los jóvenes que habrían sido desplazados en su mayoría no proceden de las capas más acomodadas de entre los “indios”.

Del otro lado, los jóvenes que vienen de familias en las que la profesionalización no es algo nuevo y cuyos padres han desarrollado una vida laboral “formal” en distintas instituciones y en distintos cargos, muestran actitudes en las que (en comparación a los otros) se percibe mayor confianza en sí mismos; además, resalta que son más extrovertidos y tienden a proyectar su vida profesional a partir de los logros de sus padres y con el respaldo de ellos. Tienen la ventaja de contar con un capital social y cultural acumulado familiarmente. Hablan, además del español, el ingles y suelen tener apoyo para sostener su activismo, lo que no pasa en el otro lado. En esa situación, la desventaja de unos y la ventaja de otros es determinante en la resolución de las disputas políticas. Entre estos grupos se ha dado un movimiento que reproduce las jerarquías racializadas a pesar de la buena voluntad (aunque no se sabe de esfuerzos serios por evitar este problema) de unos u otros.

Una vez más, en los debates que se daban en lo que fue Plaza de los Héroes, entre quienes tomaban la palabra solía haber un reproche a los padres “indios” respecto a los “q’aras”; se decía: “En la casa de un q’ara hay biblioteca y el q’ara lee para gobernarnos, pero en la casa de un indio hay matracas, botellas de Paceña y el indio baila morenada. ¿Así queremos que nuestros hijos lleguen a gobernar?”. Se aludía al conocimiento institucionalizado como factor de poder, aspecto que fue marcando la dominación sobre los “indios” y que tiene varias implicaciones y condicionantes.

VII
En este desplazamiento entran en juego factores que no se reducen  la individualidad de los involucrados. Si este problema hubiera sido parte de las preocupaciones y políticas “descolonizadoras” de quienes, en distintos niveles, han venido gobernando se lo hubiera podido afrontar en función de superar la relación racializada entre jóvenes militantes del proceso de cambio, lo que hubiera sido un esfuerzo descolonizador. Pero eso no pasó.

Los mismos jóvenes afectados negativamente por esta relación nunca asumieron la importancia del problema. Pueden sentirse orgullosos que alguien de origen aymara o “indígena” sea presidente, pero su propio origen los avergüenza. Una muestra: A mediados del 2016, un sábado, la fundación Friedrich Ebert Stiftung (FES) desarrolló una actividad sobre indígenas y en la que participaron varios jóvenes. Los comentarios de un par de amigas cochabambinas que asistieron (Fernanda Solíz y Esther Zurita) resaltaban que un miembro de Generación Evo “sin tener pinta de indio” se identificaba como tal, mientras que miembros de Juventudes del MAS, con “pinta de indígenas”, rechazaban ser identificados como indígenas por considerar que los estaban discriminando. ¿No es significativo que jóvenes que apoyan al “gobierno indígena” se sientan discriminados cuando se los llama indígenas?

Pero además, las cuestiones oficiales de jóvenes se han ido planteando, con el impulso de Organismos No Gubernamentales, de tal forma que los involucrados asumen que se trata de luchas por particularidades, por cupos y cosas exclusivas para ellos. Todo lo contrario de lo que pasaba el 2003, por ejemplo, cuando los jovenes aymaras de El Alto asumieron problemas generales. Claro que hay diferencias no solo generacionales entre unos y otros; pero además las políticas para jóvenes son preocupación de segmentos poblacionales específicos, con ciertas ventajas y que han estado relacionados a ciertas instituciones; lo que no sucede con la mayoría de los jóvenes.

Pero por otra parte, desde hace varias décadas, ha ido tomando cada vez más cuerpo entre las poblaciones racializadas como indígenas un sector que se va constituyendo en clase media y que no ha sido de interés por parte del gobierno ni de la oposición. Este sector es en lo fundamental joven, está en las ciudades, en trabajos informales, en las universidades, se han profesionalizado y no encuentran referentes político ideológicos, aunque el pragmatismo suele caracterizarlos.

Pero ya para cerrar, pienso que se deberían volcar esfuerzos para ir desarticulando las jerarquías racializadas entre jovenes y no repetir la taras como la que se plasma en un spot del gobierno (“Bolivia es joven…”), en el que los protagonistas son personas de tez clara; mientras uno puede ir la Entrada Universitaria o solo pararse en el atrio del Monoblock de la UMSA y verá “un mar de gente morena”. Se me ocurre un spot en el que interactúen jovenes “indígenas” (sin disfrazarlos con “ropa tradicional”) y “jailones” militando por alguna causa y como amigos; incluso asumiendo papeles de enamorados, tomados de la mano o entre abrazos y besos (No me estoy ofreciendo de voluntario. Dije jóvenes!). ¿Por qué no? si hay imágenes que promueven el respeto a la diversidad sexual en las que se puede ver a parajes de varones o de mujeres en situaciones amorosas. ¿Es tan loco pensar en un indio o una india enamorando con una q’ara o una qa’ara que es inimaginable para quienes han promovido la inclusión? Tal vez lo sea por las taras racistas que hay en nuestro país, pero creo que podría ser saludable tratar de generar predisposición al acercamiento en sectores importantes en los que las tensiones racializadas se viven más cotidianamente. No se trataría de promover traicionar a la “raza” a la que los involucrados pertenecerían pues biológicamente las razas no existen y por lo mismo no se romperían barreras biológicas sino barreras sociales, y en este reto los jóvenes pueden ser determinantes.

Carlos Macusaya Cruz

Material citado:
Humerez, Jesús (2016). “La jailonización del gobierno indígena”. Pukara, 123, pp. 3-5. Disponible en: http://prensaindigena.org/web/pdf/Pukara-123.pdf