miércoles, 18 de diciembre de 2019

Batallas por la identidad (Epílogo)





La experiencia del indianismo y el katarismo en Bolivia, desarrollada en la segunda mitad del siglo XX, y las acciones descolonizadoras promovidas por el gobierno de Evo Morarles ofrecen variadas facetas, con luces y sombras, que me parecen importantes en relación a las luchas proyectadas desde quienes han sido racializados como indios y sobre lo que se pretende hacer en favor de esas poblaciones, pero reproduciendo la racialización. En ese sentido, como habrán notado las personas lectoras de este texto (Batallas por la identidad), el contenido que tienen los materiales en él reunidos expresan un sentido crítico, una especie de apasionamiento por señalar lo que fue y lo que no anda bien. El estar en un escenario marcado por las políticas “descolonizadoras” en Bolivia, donde varios aspectos forjados y trabajados desde el indianismo y el katarismo eran explotados simbólicamente, pero esos movimientos eran “ninguneados”, hizo necesario el ir formando, dentro limitaciones y posibilidades (que van más allá de la buena voluntad de uno), un esclarecimiento histórico de la mano de un trabajo de crítica al accionar del “gobierno indígena”, en un terreno en el que sus ideas directrices desfiguraban los procesos en los cuales los “indios” fueron y son protagonistas.

Pero las reflexiones sobre las luchas desde la condición de racialización, que no son “patrimonio” de Bolivia (ni de los aymaras), así como la crítica a las políticas dirigidas a “pueblos indígenas”, deberían ser asumidas como condiciones para ir más allá. Deberían ser tomadas, desde una perspectiva y un accionar producidos al interior de esas luchas, no como fines en sí mismos, sino como elementos de un proceso que no puede ser la mera rememoración de lo que hicimos ni la pura denuncia de lo que hoy sufrimos. Por lo menos, es lo que asumo y no solo desde mi experiencia en Bolivia, sino considerando algunas experiencias mías en el sur peruano (así como en el norte argentino y chileno).

Desde el año 2008 tuve la oportunidad de ir por varios lugares del Perú: Tacna, Puno, Cusco, Abancay y Arequipa. Fueron viajes de activista a distintos eventos referidos a “movimientos indígenas” y no fue muy complicado llegar a ellos. Si uno no toma el transporte turís­tico puede encontrar opciones bastante económicas y esas fueron los que tomé. El tema de los costos del transporte solía cubrirlos con va­rios materiales que llevaba para vender, generalmente libros (referidos a las temáticas que yo trabajo) y algunas artesanías (como zampoñas y quenas). En la mayoría de esos eventos se brindaba “hospedaje co­munitario”, así que uno podía “acomodarse en un rinconcito” con una bolsa de dormir; pero además, se brindaba alimentación en los días de la actividad. Estos aspectos, como podrán suponer, hacían más factible el poder ir a esas actividades.

En las experiencias que tuve durante esos viajes, más o menos durante cuatro años, pude percibir algunos unos cambios. En los primeros eventos a los que asistí, en específico en Puno y Tacna, sobresalía la influen­cia marcada del discurso de Felipe Quispe (líder indianista en Bolivia conocido como “El Mallku”) sobre la identidad aymara. Además, esas actividades reunían gran concurrencia e incluso había oportunidades en las que mucha gente quedaba fuera de los locales. Empero, con el pasar del tiempo, la influencia que más noté ya no era la de Felipe Quispe, sino la de David Choquehuanca (ex-canciller de Bolivia) y ello marcaba un cambio muy significativo: se había pasado de la efervescencia política, en la que se perfilaban problemáticas organizacionales y cuestionamientos al Estado peruano (y al discurso que había propalado ese mismo Estado para legitimar su existencia), a una cantaleta sobre la “diferencia cultu­ral”, acompañada, indefectiblemente, de “rituales ancestrales” cada vez más exóticos. Si bien la figura central de exportación de Bolivia ha sido Evo Morales, era David Choquehuanca quien tenía el “dis­curso auténtico” para muchos activistas del sur peruano. La tragedia de ello fue que se pasó de Felipe Quispe a Choquehuanca o, para decirlo de otra forma, se pasó del “indio rebelde” al “indio espiritual”.

En esa situación, los rituales fueron convirtiéndose en lo más impor­tante del “ser” de los indígenas en esas actividades, pero ello no corres­pondía a la vida “indígena”. En una ocasión, desde la ciudad de Puno varias personas nos dirigimos a Cojata, un pueblo ubicado en el norte del lago Titicaca. El lugar era la sede de un encuen­tro realizado con la muy recurrente idea de que las raíces están intactas en las comunidades y que hay que ir a esos lugares a recuperar la identidad (pero también, y eso era lo bueno, uno podía darse una mejor idea de la vida rural). El evento fue inaugurado mediante una ceremonia dirigida no por “sabios” de la comunidad, sino por algunas personas que eran consideradas amautas y que vivían en la ciudad de Puno. Mientras eso pasaba, las personas de pueblo miraban extrañadas y de lejos el ritual (no participaban de él), además de hacer algunos ges­tos de mofa y hablarse al oído, en medio de risas. Era evidente que se trataba de un ritual ajeno a los pobladores de esa comunidad, pero realizado en nombre de ellos y como “tradición ancestral”.

Cosas similares vi en otros lugares y en esas circunstancias, para mí, era incomodo hablar con algunas personas que estaban muy afanadas en saber cómo eran “los rituales que habían llevado al po­der a los indígenas en Bolivia”. Uno trataba de hablar sobre los procesos de lucha, las movilizaciones y la crisis política y económica que dieron lugar a la emergencia del “indio”, pero no a muchos les interesaban esos temas, sino que estaban buscando “rituales mágicos” antes que expe­riencias de lucha (claro que también habían personas con perspicacia política y muy lúcidas). Y es que desde Bolivia se exportaban imágenes con indígenas haciendo rituales para todo y para nada, y ello, me pare­ce, era asumido como lo “auténticamente indígena” y lo que había que emular en nombre de la recuperación de lo ancestral. Empero, para mí era una forma muy efectiva de distraer y entretener a los indígenas, era una forma de esterilizar y anular potenciales de lucha.

Por otro lado, esos eventos solían ser el escenario de exhibición de algunos personajes que a primera vista lucían pintorescos y que se jac­taban de ser “sabios”, “incas”, “amautas”, etc. Éstos, en los estridentes debates que solían sostener entre sí, acaparaban la atención de los participantes por su retórica sobre el Tawantinsuyu y por su vestimenta “ancestral”. Sus discusiones giraban en torno a, por ejemplo, la legitimidad de cada uno de ellos por descender de tal o cual panaca (o ayllu), la “correcta y ver­dadera” forma de saludar al sol, el gesto apropiado para hacer este o aquel ritual, entre otras tantas tonterías (los casos más patéticos los vi en Cusco). Mucho del tiempo de las actividades se iban en estas “brillantes discusiones” y el público, que empezaba con mucha atención y entusias­mo, terminaba cansado y sin concretar nada.

Con el pasar del tiempo, los eventos se hacían cada vez menos con­curridos y, siendo honesto, ya no podía vender los materiales que lle­vaba, por lo , no podía costearme los gastos. Más o menos desde el 2012 fui dejando de hacer viajes al sur peruano, pero el 2016 volví hacerlo y asistí a un evento en Cusco. A diferencia de las actividades en las que había estado antes, ésta se encontraba casi vacía, de no ser por los organizadores (un par de personas) y algunos participantes. Segura­mente hay muchos factores que ayudarían a comprender el porqué de ese desgaste, uno de ellos (no el único), desde mi punto de vista, fue el hecho de que la gente que tenía voluntad política por concretar algo fue dejando de asistir a estas actividades por no encontrar nada sólido en ellas y por cansarse de escuchar debates inútiles. Sin embargo, los protagonistas estelares de esos debates (“sabios”, “in­cas”, “amautas” y otros) no dejaron de asistir y “contribuir” con su retórica “distractiva” (por decir lo menos). Me atrevo a afirmar que el papel de estos persona­jes (consciente o inconscientemente, no lo sé) fue el de evitar que algo serio llegara a madurar en esas actividades. Ese fue su rol en los hechos.

Estas experiencias en mis andanzas por algunos lugares de Perú también incidieron en los problemas que fui tratando en lo que he escrito. Y es que esos problemas no son exclusivos de Bolivia, sino que pueden verse, con variados matices, en otros países. Son parte de las batallas por la identidad y se desarrollan en situaciones de racialización que muchas poblaciones sufren en el continente. Todo ello me conven­ció de que buscar hechos históricos que permitan entender algunos aspectos de lo que hoy vivimos es necesario, pero no es suficiente. Además, desde las condiciones de racialización que viven los “indios” en distintos ámbitos y espacios, las ideas sobre nuestro pasado suelen llevar a conclusiones muy funcionales al poder establecido: buscar respues­tas en nuestros antepasados para problemas contemporáneos; creer que las sociedades pre-coloniales tenían respuestas para todo, incluso para lo que vivimos hoy. Como si nuestros ancestros nunca se hubieran equivocado o como si hubieran vivido en un paraíso. Peor aún, como si nuestros ancestros tuvieran las repuestas para enfrentar la expansión china en el siglo XXI o como si se pudiera tomar ese pasado idealizado y “aplicarlo” hoy. Un ejercicio histórico no autocomplaciente ayudaría mucho a deshacer esa imagen, pero ese trabajo de clarificación sobre la historia es solo eso, no proyecta de por sí nada.

El trabajo sobre los procesos que han dado lugar a lo que hoy vivimos adquiere sentido y encuentra su límite en cuanto se trata de transformar la realidad. Adquiere sentido porque se trata de un esfuerzo por saber y entender cómo es que llegamos a esta situación; pero a la vez, adquiere su límite porque ese saber se limita a lo pretérito. Sin embargo, relacio­nándolo con el esclarecimiento de los fenómenos político-ideológicos que en la actualidad reproducen, de manera reconfigurada, procesos de racialización que se produjeron en el pasado, puede exceder en alguna medida sus limitaciones, pero nada más.

Hace falta una caracterización amplia, un diagnóstico, de la realidad que viven las poblaciones racializadas en el presente, para desde esa situación proyectar acciones de lucha, pues las formas contemporáneas de las estructuras sociales cambian los términos de la lucha. En ese sen­tido, no se trata de saber lo que fuimos, sufrimos o, incluso, de lo que fuimos capaces de hacer. Se trata de entender la realidad que queremos transformar y ello implica varias tareas. Para ir cerrando, mencionaré algunas que me parecen urgentes, pero no son las únicas.

Hoy es necesario desenmascarar el papel político del indigenismo, y ya hay varios pasos en ese sentido, poniendo atención en las problemáticas contemporáneas en contraposición a la idealización que se ha hecho so­bre los “indígenas”. En Perú, por ejemplo, la idealización del Tahuantinsu­yo y la explotación turística que se ha hecho sobre lo inca tiene el efecto de folclorizar a los “indígenas”; pero además, son la referencia ideológica de muchos dirigentes que han aceptado ciegamente esa reducción folclorista e in­cluso la enarbolan y defienden. Este trabajo implica una confrontación con la feudalidad académica en torno a los “indígenas”. Una confronta­ción con ideas, autores e instituciones que se han dedicado a glorificar a los indígenas del pasado o a ensalzarlos en “su” sobrevivencia.

Pero también es necesario, y en relación a lo anterior, romper la idea de que los “asuntos indígenas” son cosas del área rural y en la que los citadinos no tienen nada que ver. Para ello, de forma com­plementaria, sería útil poner el acento en el papel que los migrantes “indios” han tenido y tienen en la formación de las urbes. Pero, en lo fundamental, se trata de pensar nuestra situación en los distintos ám­bitos que ahora ocupamos y en las contradicciones y potenciales que se han ido generando en este proceso. Políticamente, arrinconarse en una postura ruralista, como ha sido la tónica de los “movimientos in­dígenas”, es contraproducente considerando que desde hace décadas estamos construyendo y llenando las ciudades. A ello contribuiría, también, cuestionar la llamada “inclusión indígena” y cómo funcionan sus mecanismos de representación en distintas instituciones, gubernamentales y no guber­namentales, porque suele suceder que los supuestamente representa­dos ni siquiera saben ni conocen a quienes los representan, ni saben cómo los eligieron. Esto, además, debería ir de la mano con discutir el papel que juega la victimización entre algunos que así se ven favoreci­dos por “blancos” culpabilizados.

Simultáneamente, se debería trabajar en la formación de un sentido común en el que las ideas oficiales sobre los “indígenas” sean com­batidas a la vez de ir posicionando otros referentes simbólicos y de afirmación identitaria, pero que no se dirijan a generar lástima o a glori­ficar el pasado, sino que sean elementos para pensarnos más allá de la victimización o de la melancolía. Entonces, hay que redefinirnos, lo que no es un problema de rigurosidad conceptual y lo que ello implica for­malmente cuando se nos llama “indígenas”. Y no es que estos aspectos no importen; por el contrario, si uno deja la mera formalidad académica y se concentra en los efectos políticos de esas ideas, puede hacer el ba­lance de su pertinencia o no en un proceso de lucha, no en una mera formulación conceptual. Esto implica disputar y cambiar el sentido que se ha impuesto sobre las poblaciones racializadas desde castas que se han asignado el derecho de definirnos según su conveniencia. En función de ello, lo teórico tiene sentido en la acción que permite desarrollar, más allá de lo inmediato.

No hace falta seguir glorificando derrotas por medio de homenajes o rituales. Es inútil tratar de emular las luchas de nuestros antepasados en condiciones sociales diferentes. No busquemos respuestas a nuestros problemas en “mensajes ancestrales”. Ni a Tupaj Katari ni a Tupaj Ama­ru les toca enfrentar nuestros retos; no les pidamos lo que nosotros tenemos que forjar y hacer, innovando, no de la nada, sino a partir de procesos históricos y experiencias concretas; pero, fundamentalmente, tratando de rebasar esas mismas experiencias y procesos. En todo ello no es importante “recuperar” la identidad de un pueblo, sino la capaci­dad de ese mismo pueblo de transformase a sí mismo.


Nota: el presente texto es el Epílogo del libro “Batallas por la identidad. Indianismo, katarismo ydescolonización en la Bolivia contemporánea”, publicado en Lima (Perú) en 2019 por el grupo Hwan Yunpa.

Batallas por la identidad - Carlos Macusaya





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lunes, 18 de noviembre de 2019

Entre revanchismo y movilización



Por Carlos Macusaya

Los actores que pueden llevar al país a una salida no violenta de la actual crisis están esforzándose por todo lo contrario. Jeanine Añez y su equipo apuestan por el revanchismo y “le meten nomás”, mientras que los ahora opositores, los masistas, han volcado a sus bases a las calles, buscando generar un escenario de “resurrección”. En todo ello, el racismo como justificación de la anulación del otro, lo cual ya se venía perfilando en el periodo electoral pasado, ha tomado mayor notoriedad. Tristemente, hasta ahora, ninguna de las partes muestra voluntad política para superar esta situación.

El gobierno transitorio prioriza cualquier cosa menos llevar adelante la única tarea que tiene: llamar a elecciones. Está más ocupado en justificar la represión que en generar condiciones de diálogo y negociación. No extraña que en sus primeras declaraciones la ministra de Comunicación, Roxana Lizárraga, haya advertido a periodistas “sediciosos” que iba a “tomar las acciones pertinentes”, lo que fue criticado y con justa razón. En esa misma línea se ubica la intención de crear un “aparato especial de la Fiscalía” contra legisladores “subersivos”, anunciada por el ministro de Gobierno Arturo Murillo (El bolas), sin dejar de lado el decreto que exime de responsabilidad penal a los militares (¿licencia para matar?). ¿Y los esfuerzos por llamar a elecciones?

Bueno, con una Jeaniane Añez que antes descargaba su bronca contra los “indios” en varios de sus tuits, que ahora ocupa un cargo que le cayó no por mérito propio y que parece olvidar que el país se gobierna con la Constitución y no con la biblia, no es muy alentador el panorama para salir de la crisis.

Por su parte, el MAS, que ha pasado a ser oposición, trata de salir del shok que la renuncia de Evo Morarles y Álvaro García le causó, apelando a la movilización de sus bases, pero sin clarificar un objetivo que pueda ayudarle a cohesionar a los movilizados, lo que además, empieza a generarle efectos contraproducentes en algunos sectores que antes le eran simpatizantes. Con estos esfuerzos busca lograr torcerle el brazo al gobierno, pero, lamentablemente, ya se han perdido varias vidas en Sacaba, lo cual solo agudiza más aún el conflicto.

Hay que resaltar que las acciones claramente racistas expresadas, por ejemplo, en la quema de la wiphala, poco después de que Mortales renunciará, indignaron a mucha gente. Está indignación dio lugar a movilizaciones de protesta, principalmente en El Alto, el lunes 11 de noviembre; las mismas fueron aprovechadas por la dirigencia del MAS para rearticularse en los siguientes días. Sin embargo, estos dirigentes no supieron darle dirección a esa protesta y, por el contrario, la han estado deslegitimando.

Esta dirigencia, carente de ideas, se quedó en la consigna del “desagravio”, sin afectar a autoridades que negaron este símbolo reconocido en la Constitución, como el comandante departamental de la policía de Santa Cruz, Miguel Mercado, quien en el programa La revista de Unitel desconoció la wiphala como símbolo del Estado. Hubiera sido un objetivo más práctico pedir, en las movilizaciones, la renuncia de este tipo. También bien hubiera sido más concreto movilizarse para pedir una sesión parlamentaria con cuórum (al final de cuentas, el MAS tiene dos tercios). Pero se quedaron en el inofensivo “desagravio” que ya se ha desgastado.

Caminando de acá para allá, durante algunas las movilizaciones que fueron gasificadas en el centro paceño, puede percibir la poca cohesión de los movilizados. Algunos hablaban de que había que pedir la renuncia de la alcaldesa del El Alto, Soledad Chapetón; otros aludían a temas más locales, pero también había quienes decían que la demanda debía ser la renuncia de gobernador Patzi o el veto político a determinadas personas; además de señalar el riesgo de que Añez, desde el gobierno, sea una operadora política del posible candidato L. F. Camacho. Es decir, un abanico de consignas que no terminaban de cuajar en un espíritu común, lo que evidencia la ausencia de liderazgo y claridad política.

Por otro lado, entre otras cosas, me tocó ver en una de esas movilizaciones como una marchista le reclamó a una vendedora el hecho de no poner una wiphala en su puesto. Se armó una pequeña discusión que terminó cuando la vendedora dijo: “¿cómo nos vamos a pelear entre nosotros si somos hijos de la misma pollera? Hay que ir a la zona sur a bloquearles”. Es decir que la movilización no ha logrado articular a sectores que podrían sumarse y más bien va generando rechazo. En la propia ciudad de El Alto las diferenciaciones sociales inciden en las limitaciones que esta movilización tiene para ampliarse.

Además de lo dicho, hay que considerar que en este conflicto el racismo se va haciendo cada vez más explícito en las opiniones de muchas personas. Los “otros” vistos como “naturalmente” diferentes son: “hordas”, “saqueadores”, “delincuentes”, “narcotraficantes”, “vándalos”, “indios de mierda”, etc. Pero además, “hay que meterles bala”. Es decir, se trataría de seres moral y bilógicamente inferiores, sin educación y barbaros. Por lo mismo, el matarlos no podría ser condenable; al contrario, sería un acto de “patriotismo”. Estas ideas racistas insinúan que si esos inferiores fueran “depurados” de Bolivia el país estaría bien. Algo similar a las ideas nazis que justificaban la matanza de judíos.

Claro que se debe notar que, muchas de estas personas, prefieren tener a la indiada en una foto de postal a la vez de decorar su hogar con algún elemento étnico (de esos despreciados indios). Y es que el aceptar la “riqueza cultural” del país tiene una trampa racista: que los indios no molesten y se queden en “su” lugar, porque ahí se ven bonitos. Los indios movilizados les dan asco, les dan miedo y esto es lo que hoy se hace más evidente en ciertos sectores de la población “democrática”.

Es indudable que las movilizaciones han sido aprovechadas por muchos delincuentes, pero sería irresponsable decir, como se viene haciendo, que todos los movilizados son delincuentes. Eso solo sirve para descalificar y descargar, en muchos casos, un odio visceral bien “cultivado”, pero no es útil para comprender la situación y afrontarla.

Pero, desde el otro lado, por ejemplo, es resaltable que en la reivindicación de la wiphala había un espíritu de igualdad, muy alejado de los esoterismos y romanticismo de algunos grupos. Oí a una señora decir, respecto a la quema de la wiphala, “si eso hacen con la wiphala, ¿qué me van hacer a mí?”. Ella pedía respeto a este símbolo de lucha como muestra de que todos podían ser considerados iguales en el país. Una aspiración de la inmensa mayoría de quienes son catalogados como indígenas, aunque está claro que esta aspiración incomoda, por decir lo menos, a sectores que han gozado (y aún gozan) de privilegios de casta.

Entonces, estamos en una crisis en la que el racismo va tomando cada vez más preponderancia, pero ni el gobierno transitorio ni el MAS dan señales de buscar salir pacíficamente de esta situación. Los primeros siguen en su línea revanchista, mediante lo que ya algunos llaman “política del terror”, y solo han decorado su gabinete con el clásico gesto racista de incluir a una indígena en asuntos culturales, lo que se enmarca en las pachamamadas a las que ya nos había acostumbrado el anterior gobierno. Por su parte, el MAS ha degenerado la reivindicación de la wiphala en el abuso, la amenaza y el miedo, obligando a que muchas persona coloquen este símbolo en sus negocios o vehículos para no ser agredidos (lo que es condenable).

En todo esto, la mayoría de los medios contribuyen a la violencia gubernamental difundiendo una imagen negativa sobre los movilizados, en un sentido que apunta a justificar las acciones represivas. ¿Cuánto tiempo más puede seguir el gobierno transitorio con esa actitud? ¿Será suficiente con que los medios, en el afán político de darle estabilidad al gobierno, difundan noticias destinadas a descalificar las movilizaciones, omitiendo otros aspectos? ¿El MAS podrá proyectarse dejando la evodepedencia? ¿Saldrán de su escondite los luchadores por la democracia?

Lo cierto es que el gobierno debe llamar a elecciones, conformando previamente, un nuevo Órgano Electoral. Pero para ello debe sentarse con quienes son la mayoría parlamentaria, pues la elección de vocales debe hacerse con dos tercios del parlamento y esos dos tercios los tiene el MAS. Entonces, estos señores, gobernantes y opositores, deben asumir que son los responsables de brindar una salida pacífica a la crisis que vivimos.

lunes, 4 de noviembre de 2019

Esto no empieza con Evo ni termina con él



Por Carlos Macusaya

Algunas personas me han dicho que “si Evo se va los indígenas van a ser marginados otra vez”. Este tipo de ideas parecen florecer en la desesperación de varios militantes del “proceso de cambio”. He oído cosas similares antes y lo curioso es que tales ideas van justificadas con la apelación a los “avances históricos” que el MAS habría logrado para los “indígenas”, como el reconocimiento de símbolos y rituales así como la apertura de universidades indígenas y cosas por el estilo.

Recordemos que el reconocimiento de ciudadanía a los “indígenas” (a nuestros abuelos), con muchas complicaciones en su aplicación, se dio desde 1953, no en el gobierno del MAS. La gente practicaba sus rituales, por ejemplo, las wilanchas y las ch’allas, sin pedir permiso ni autorización. El reconocimiento de símbolos “indígenas” ha servido para remplazar a las personas de carne y hueso.
Por otra parte, ha sido una tontería, por decir lo menos, la apertura de universidades indígenas en un contexto en el que las universidades públicas y privadas están repletas de “indígenas” (con complejos identitarios que el propio Estado les ha inculcado). Téngase en cuenta que hay profesionales aymaras desde inicios de los años 70 del siglo pasado y eso no es obra del MAS. 

Además, el gobierno del MAS ha fomentado una imagen folclórica y racista sobre los “indígenas”: seres congelados en la historia que, de cuando en cuando, son utilizados como masa movilizable. Sus “indígenas” en cargos visibles, diciendo y haciendo payasadas para turistas, solo han reforzado las ideas racistas y se han vuelto en referentes de lo que no se quiere ser: “¿eso es ser indígena? Yo no soy eso ni quiero serlo”. Con esos “aciertos” gubernamentales no debería extrañar que muchos jóvenes nieguen y renieguen de sus orígenes.

Pero entonces, ¿“si Evo se va los indígenas van a ser marginados otra vez”? No. El avance de las poblaciones racializadas como indígenas, rompiendo barreras sociales, no empieza con Evo ni terminará con él. Sin embargo, es necesario hacer notar que esta dramatización sobre “los indígenas sin Evo” tiene que ver con la victimización en crisis electoral del gobierno y en esa situación buscan refugio en la denuncia del racismo de la oposición.

Aquí hay que notar que se convierten en “defensores de los indígenas” cuando les conviene. ¿Por qué no se pusieron como defensores de los “indígenas” cuando se conformaron los gabinetes ministeriales? ¿Por qué no se pusieron como defensores de los indígenas para posicionar nuevos liderazgos “indígenas” en el MAS? ¿Por qué no se pusieron como defensores de los indígenas cuando salían denuncias de racismo contra “indígenas” del propio gobierno?

Pero también se puede preguntar: ¿por qué condicionar todo en la figura de Evo? A todas luces, los jerarcas del gobierno se han ocupado, no inocentemente, en endiosar al presidente, evitando cualquier renovación “indígena” de liderazgo. Claro, con soportar a un “jefe indio” les bastaba; pero también, bajo la imagen de Evo, podían formar, en base a la dominación blancoide, sus bloques de poder dentro del propio gobierno, reproduciendo jerarquías racistas con los “indigenas” pero a título de “inclusión”.

Si bien el gobierno logró frenar procesos de renovación de liderazgo entre las poblaciones racializadas como indígenas, es necesario que se dé está renovación de liderazgo y para ello el fin del evismo es una condición, en un proceso más amplio. Tengamos claro que Evo no es el comienzo ni el fin de las transformaciones sociales que viene protagonizando la “indiada” desde hace décadas, transformaciones que no apuntan a reforzar las diferencias racializadas entre ciudadanos del país (“indígenas” y “no indígenas”), sino que las están erosionando.

Claro que esta erosión de barreras sociales racistas no es un proceso libre de fricciones, pero, desde mi punto de vista, es un proceso que debe ser fortalecido y para ello no sirve la búsqueda de legitimidad en una existencia anterior a la llegada de que tales o cuales a estas tierras, señalando sufrimientos centenarios, muchas veces solo por conveniencia. Y es que esforzarse por generar lástima para tener legitimidad solo refuerza la imagen racista de “pobrecitos e incapaces”; pero, tristemente, esto es lo que ha promovido el gobierno.

¿Necesitamos que nos den un espacio por lástima? ¿Queremos ser valorados solo por sufrir 500 años? ¿Nos vamos a conformar con ser el folklore del país? Ni nuestros padres ni nuestros abuelos han buscado eso. Y no se trata de negar la historia, se trata de superarla, de esforzarnos por construir una sociedad donde se nos valore por lo que hacemos, no por el color de nuestra piel o por nuestro apellido; una sociedad donde no sea raro que jailones e indios formen familias; una sociedad donde uno pueda ser ciudadano del país en cualquier punto del territorio, independientemente del lugar en el que nació.

Y en esto no estamos en “punto cero”, pero también hay mucho por hacer. Además, esto no empieza con Evo ni termina con él.

lunes, 27 de mayo de 2019

Indigenización y desindigenización


Por Carlos Macusaya Cruz
Introducción

Evo Morales es para muchos un “falso indígena” y, a la vez, un “verdadero indio de mierda”. Falso respecto a una supuesta forma de vida inmaculada y verdadero respecto a una supuesta condición de inferioridad natural. Desde ya, es llamativo, por lo menos para mí, este cuestionamiento a la autenticidad “indígena” del Presidente del país, pero lo es aún más si ese cuestionamiento es contrastado con el prestigio “indígena” que la socióloga indigenista Silvia Rivera tiene fuera de Bolivia.

Silvia Rivera y Evo Morales provienen de grupos sociales claramente diferenciados: la primera, para decirlo en lenguaje indianista, viene de los q’aras y el segundo viene de los indios. Esta afirmación no pretende señalar alguna determinación biológica que los haría diferenciables entre sí, sino que se dirige a características sociales constituidas históricamente.

Durante los bloqueos de caminos que la CSUTCB dirigió en el altiplano paceño el año 2001, Rivera hizo un llamado a encender velas en el Cementerio General para hacer rituales pacíficos, inofensivos[1]. Es decir que cuando los indios estaban en “pie de guerra”, ella asumió una postura esotérica, alejada de esos indios y más bien condicionada por su pertenencia familiar a un grupo social acomodado y en el que tradicionalmente se ha marcado la diferencia con la indiada (a la vez de tenerlos de sirvientas y jardineros, entre otros).

En el caso de Morales puede tomarse como algo ilustrativo de su pertenencia social las polémicas declaraciones que hizo hace un par de años acerca de que los cocaleros del Chapare deberían casarse con las “indígenas” del TIPNIS. El presidente aludió a un fenómeno que se produce entre migrantes andinos y personas de otros grupos étnicos, por ejemplo, en el norte paceño o en el Chaco. Y es que Morales no es ajeno a lo que pasa entre los “indios de mierda” y sus declaraciones no fueron una pura ocurrencia individual.

Bajo esas consideraciones, apuntadas de manera muy escueta, es llamativo que Rivera haga fama y prestigio fuera de Bolivia como “intelectual subalterna” por ser considerada indígena (en el país no se define así ni proviene de ese grupo social) y que Morales sea acusado de ser falso indígena. Incluso Rivera, desde su situación de casta “q’ara”, indigenizada a ojos de algunos turistas académicos, suele descalificar a Evo Morales cuestionándole la identidad que a ella sí le reconocen fuera de Bolivia.

Es “curioso” que una de las observaciones que hace Rivera para descalificar la identidad de Morales se refiera a que éste ya aparece “fotoshopeado” en las campañas electores. Hay que vivir en una burbuja, aislada de los “indios” e imaginándolos como seres inmaculados, para hacer ese tipo de observaciones. Hace como un año vi una pequeña nota informativa en la que se resaltaba que en la ciudad de El Alto los jóvenes que recurren a estudios fotográficos para algún tipo de documentación piden que se les blanquee la cara en la fotografía, es decir que piden ser “fotoshopeados” (las razones puede ser discutidas pero me interesa resaltar que los “indios” cuando pueden recurrir a algo “ajeno” lo hacen y ello no es nada sorprendente).

Pero además, es muy común ver comentarios en redes sociales donde se califica a Evo Morales no solo apuntando a que sería un “falso indígena” sino que también se le dice “indio de mierda” e “indio ignorante”, entre otros. Es muy claro que nadie le diría a Silvia Rivera “india de mierda” y cuando ella usa pollera, por lo general, entre la “indiada” se la ve como una “q’ara disfrazada”.

El que una mujer de la casta blancoide pueda pasar por indígena fuera de Bolivia y que un hombre proveniente de otra casta, de menor jerarquía en relación a la de Rivera, sea descalificado en su propio país por no ser “auténtico” debería llevar a cuestionarnos: ¿quiénes son indígenas y por qué lo son? Incluso uno puede preguntarse ¿en qué circunstancias y espacios conviene pasar por indígena y en cuáles no? Pero me interesa ir más allá, me interesa cuestionar la propia clasificación que se hace en la Constitución sobre parte de población como indígenas, bajo los pretextos de inclusión, reconocimiento y respeto a la diversidad. O, dicho de otra forma, me interesa cuestionar el carácter plurinacional del Estado, planteando algunas observaciones acerca de la indigenización y la necesidad de la desindigenización.

En ese entendido, voy a desarrollar el tema de la siguiente manera: primero voy a señalar el sentido general y las razones en las que se ha sostenido y se sostiene la clasificación indígena o la indigenización; luego pasaré a apuntar algunos problemas que esa clasificación conlleva; seguidamente, haré una relación entre el racismo y la búsqueda de alguna autenticidad para clasificar a ciertas poblaciones e individuos como indígenas; en seguida, haré una breve descripción de fenómenos entre los “indígenas” que van más allá de la indigenización e incluso la deshacen; finalmente, a partir de todas las consideraciones anteriores, me referiré a lo que sería la desindigenización.

Indigenización

En términos muy generales, la dominación europea iniciada a finales del siglo XV dio lugar a una clasificación genérica sobre las poblaciones colonizadas, las que fueron llamadas, indistintamente, indígenas. En ese sentido, indígena se usó para referirse, partiendo de la posición de los colonizadores, a los “naturales” de los territorios colonizados; lo que tuvo vigencia hasta parte de la segunda mitad del siglo XX. Es decir que las poblaciones colonizadas fueron indigenizadas, catalogadas como indígenas (con todo un marco institucional que sostenía esa clasificación y que dio lugar a un sinfín de comportamientos, símbolos, etc.), en tanto eran sometidas a los colonos.

En esta clasificación la relación de poder entre colonizadores y colonizados fue de suma importancia pues desde ella los primeros, en tanto extranjeros (alienígenas), definieron como indígenas a los segundos. Por tanto, indígena fue una categoría colonial para nombrar, de manera indiferenciada, a un sin número de poblaciones sometidas a la colonización. Es propiamente una clasificación colonial.

Cabe considerar que en América el término indio fue el que se usó para nombrar a los “naturales” del contendiente; sin embargo, tras la independencia de los Estados latinoamericanos se fue adoptando el uso del término indígena para referirse a los indiferenciables indios. Esta adopción es muy sintomática y no solo porque ponga en evidencia que en los nuevos Estados se reproducían las diferenciaciones coloniales con otra palabra, sino que muestra que mientras en el mundo se iba consolidando la expansión de potencias europeas, en estas tierras las castas que dominaban los nuevos Estados veían su situación de poder como análoga a la relación entre colonizadores y colonizados en el mundo.

A mediados del siglo XX, los procesos de descolonización (independencia de Estados en el llamado tercer mundo) dieron lugar, entre otras cosas, a la desindigenización, por decirlo de algún modo. Es decir, ante la ruptura de la relación colonial la clasificación de indígenas sobre la población que había obtenido su independencia ya no tenía sentido. O, en otras palabras, la descolonización significó a la vez la desindignización, el fin de la clasificación colonial en esas tierras (nótese que, paradójicamente, en la Bolivia del “proceso de cambio” se presentó la “descolonización” como reconocimiento de “indígenas”).

Empero, desde los años 70 el término indígena fue usándose con mucha frecuencia en diferentes eventos a nivel internacional para designar a minorías étnicas, a las cuales se pretendía “proteger”. Este tipo de eventos fueron promovidos, entre otros organismos internacionales, por la ONU y dieron lugar a una serie de políticas de “reconocimiento y revalorización” de las llamadas culturas indígenas. En los años 90, estas políticas, y por lo mismo el término indígena, fueron asumidas por varios estados latinoamericanos, reconociendo así la existencia de pueblos indígenas en sus constituciones, y ello conllevaba, además, la obtención de financiamientos.

En el caso específico de Bolivia, los términos indio e indígena se usaban con mucha frecuencia hasta antes de 1952 para referirse a poblaciones racializadas (tratadas y catalogadas como si fueran de otra “raza”). Posteriormente, el sentido que esas palabras tenían fue “heredado” a la categoría de campesinos y su uso en los ámbitos formales fue siendo desplazado. Sin embrago, con la aprobación de la constitución hoy vigente se ha “reconocido” a habitantes de áreas rurales como “indígena originario campesinos”[2], hecho que tiene sus antecedentes en el reconocimiento de la condición multiétnica y pluricultural que se dio en el país en los años 90, dentro del marco de las políticas multiculturales de organismos internacionales. En otras palabras, con la constitución vigente se reindigenizó a sectores de la población, estableciendo así un marco legal en el que se diferencia a los ciudadanos del país con una categoría colonial y se lo ha hecho, paradójicamente, en nombre de la “descolonización”.

En resumen, y para pasar a polemizar acerca de las implicaciones de indigenizar o catalogar a parte de la población como indígena, hablamos de una categoría colonial que fue asumida por organismos internacionales para promover políticas dirigidas a minorías étnicas y con ello se reindigenizó a grupos poblacionales bajo la retórica del multiculturalismo, reforzando o formando fronteras (muchas veces artificiales en este último caso) entre indigenizados e indigenizadores.

Problemas en la indigenización boliviana

En nombre de la inclusión indígena, durante sus dos primeras gestiones, el gobierno del MAS llevó adelante una intensa campaña mediática en la que se propalaron ideas y representaciones de lo que serían los indígenas. No solo eso, la identidad del mismo gobierno fue posicionada como indígena y para ello se “explotaron” mediáticamente varios elementos, como: la imagen del presidente; la exhibición de parlamentarios con “trajes típicos”; el colocar un canciller indígena como imagen de exportación en las relaciones internacio­nales; la introducción, en la nueva Constitución, de elementos considerados “indígenas” y que darían sentido plurinacional y comunitario al Estado; la crea­ción de algunas instituciones como el Viceministerio de Descolonización o las universidades indígenas, etc.

Por una parte, este reconocimiento, promocionado de manera colorida y estrambótica, ha conllevado el problema básico de establecer que es aquello que se le reconoce al reconocido y, en consecuencia, qué le sería ajeno o no reconocido. Es decir, este reconocimiento plurinacional implica necesariamente una delimitación que es impuesta por el que reconoce y en el fondo expresa la diferencia entre quienes deciden, definen y conducen, y quiénes no. El que reconoce, desde su posición, delimita al objeto reconocido y por lo tanto lo define: “indígena originario campesinos” (como está en la actual Cons­titución del país).

En este reconocimiento se supone lo que sería propio y natural de sus beneficiarios: “los indígenas son así”, “así es su cultu­ra”, “su territorio es ese”, etc. Se lo realiza desde una situación que es a la vez aquello que no debe afectarse, como si se dijera: “Voy a reconocer lo que eres, pero siempre y cuando no afectes lo que soy, siempre y cuando no afectes mi situación de poder frente a ti”. Al indígena no se le reconoce la capacidad de trasformar su entorno y de trasformase a sí mismo. Es decir, en tanto el indígena no afecta al no indígena, no ponga en riesgo su situación de poder frente a quien lo reconoce como tal, el reconocimiento es una demarcación y ratificación de jerarquías sociales racializadas entre unos y otros.

Puede ilustrase lo problemático de esto, por ejemplo, con las universidades indígenas y los propios gobernantes. Se sabe que Evaliz Morales, la hija del presidente, se tituló como abogada en la Universidad Católica, no en una universidad indígena del gobierno de Evo Morales. Hasta donde se conoce, ninguno de los jerarcas del gobierno tiene a sus hijos estudiando en las universidades indígenas. O, en otras palabras, los propios gobernantes no creen en sus universidades indígenas y las menosprecian.

Ello es lógico porque ese tipo de espacios han sido creados reproduciendo una diferenciación en la que se limita a los beneficiaros: esto es para indígenas, el resto es lo normal y corresponde a los no indígenas. Un padre o una madre que viene de poblaciones consideradas indígenas se esfuerza por que sus hijos no vivan lo que ellos vivieron y en ese afán tratan de colocarlos en espacios a los que ellos mismo no pudieron acceder. No es casual que esta población no vea como una opción seria para el ascenso social de sus hijos a las universidades indígenas, pues estas representan el encierro en una jerarquía de inferioridad frente a los “no indígenas”.

Incluso se puede decir que los términos de la inclusión indígena no tienen que ver con las aspiraciones de quienes han sufrido el racismo debido a su origen social diferenciado de la casta dominante. La población que ha sufrido racismo por algunos elementos culturales y por sus rasgos somáticos no busca ser tratada como diferente porque ya ha sido tratada de esa manera y sabe bien lo que eso conlleva. Lo que esta población busca es ser tratada como iguales.

Entonces, el reconocimiento indígena del Estado plurinacional no representa un avance para la población que ha vivido la discriminación pues limita a sus beneficiaros a estar por debajo de los no indígenas. Pero además, en este reconocimiento se desfigura la situación implícita pues se hace una ruralización del problema en juego, es decir se arrincona la “cuestión indígena” al área rural, lo que se expresa, entre otras cosas, en la idea de “indígena originario campesinos”, omitiendo así lo que pasa en las urbes con los “indios”.

Si se hace el esfuerzo de ver a los “indígenas” como seres históricos y no como piezas de museo andantes, se puede identificar no solo a cultivadores de la tierra o criadores de ganado, sino también a comerciantes, transportistas, docentes universitarios, artistas, etc., etc., etc. Todo ello se desfigura y es inentendible con la clasificación de “indígena originario campesinos”. En ese entendido, el reconocimiento indígena en el Estado Plurinacional es, por decirlo de algún modo, “un tiro al aire”.

Sin embargo, el esfuerzo por indigenizar a parte de la población y que hayan personas dispuestas a ser indigenizadas también se asienta en problemas muy terrenales. Y es que la situación de exclusión y racismo ha generado estrategias de exhibición étnica para llamar la atención de operadores de organismos no gubernamentales y gubernamentales que para estas poblaciones representan una posibilidad de financiamiento.

Los habitantes de varios pueblos asumieron que para obtener algunos recursos o ser favorecidos por algún proyecto tenían que fingir ser fanáticos defensores de la tradición y enemigos de los cambios tecnológicos, buscando encajar así en los estereotipos sobre los “indígenas” que funcionan como requisitos de aceptación en las instituciones “pro-indígenas”. Para ello se sirvieron, hábilmente, de la retórica sobre “cosmovisiones indígenas”, adoptando rituales “ancestrales” propios de “foros indígenas” y vistiendo, solo para la ocasión, de manera “tradicional”.

De esa manera daban la impresión de ser lo que los indigenizadores estaban buscando. Sin embrago, una vez que los funcionarios de ONG’s y del Estado se retiran, luego de recibir el “cariño” de los “indígenas”, la vida de los pobladores vuelve a ser normal y se deja el exotismo y las expresiones folklóricas. Es decir que la indigenización opera, en este caso, en una situación de precariedad y por medio de poblaciones que saben muy bien a que están jugando, saben muy bien para qué arman esa teatralización.

Pero también hay individuos provenientes de estas poblaciones que han encontrado una forma de vida en la indigenización, individuos que en espacios específicos se esfuerzan por ser la “prueba viviente indígena”. Se trata de personas que han sido formadas y reclutadas por algunas ONG’s y que han memorizado la retórica sobre “pueblos indígenas” promovida por la ONU y así se han ganado el cariño de los indigenizadores. Un ejemplo ilustrativo de esto es María Eugenia Choque, quien ocupa un alto cargo en el órgano electoral por ser reconocida como indígena por la ONU. Es decir, por seguir el libreto de un organismo internacional que avala “indígenas”, no por ser parte de alguna lucha entre las poblaciones racializadas sino por ajustarse a requerimientos de organizamos “occidentales”. En otras palabras, María Eugenia Choque hizo “currículo y carrera indígena” donde se hace ese tipo de currículo y carrera; no entre los “indios”, sino entre los “blancos” culpabilizados que definen quienes son y no son indígenas según su conveniencia.

Estos indigenizados son expertos en vivir de la discriminación positiva, aludiendo a los sufrimientos “soportados desde hace 500 años”. Considerando a estos personajes y más allá de su victimización, se puede decir que las generosidades de las instituciones que los reconocen como “auténticos otros” han hecho que entre los “indígenas” se forme una “élite” experta en generar lástima, apelando a la culpabilidad de los “normales”. Son individuos a quienes no se los valora por su capacidad o por su desempeño, sino por sus escenas de lloriqueo impostado sobre “quinientos años” y así refuerzan el racismo contra los “indios”.

Y es que en la indigenización deben jugar necesariamente quienes son indigenizados y quienes indigenizan. Unos, los defensores de los indígenas, y los otros, los defendidos. A este respecto, es esclarecedor que quienes defienden la comunidad “indígena”, como el lugar donde sus habitantes serían auténticos, lo hacen desde una distancia “prudente” que les permite hacer fama y dinero sin tener que vivir la vida de sus defendidos.

Con las modas académicas actuales sobre la diversidad es muy conveniente ser indigenizador y tener indigenizados para ganarse la vida. O, para decirlo de otro modo, el ser indiólogo es una forma de vivir, fabulando sobre los indios. Ello sea a hecho por medio de una serie innumerable de actividades promovidas, generosamente, por organismos no gubernamentales, gubernamentales y universidades. No es casual que los indigenizadores sean operadores de estas instituciones. Además, su “rebeldía académica” (sean poscoloniales, descoloniales, decolonioales, etc.), mantenida muy cómodamente al margen de lo que les pasa a los “indígenas”, solo ha contribuido a esterilizar potenciales de lucha y sostener actividades inútiles en las que los “expertos” en “cosas de indios” se avalan (y alaban) unos a otros.

Autenticidad indígena y racismo

El definir quién o qué es indígena está muy ligado al racismo y es resaltable que en Bolivia el racismo es un tema del que no acostumbran hablar quienes lo sufren o si lo hacen es en situaciones en las que suele estar presente algún desinhibidor, como el alcohol. Por su parte, cuando el gobierno ha hablado del racismo lo ha hecho, en la mayoría de los casos, para victimizarse y descalificar a su oposición; pero también se puede decir que ha reforzado los estereotipos racistas sobre los indígenas promoviendo una serie de ideas y acciones que no son propiamente creaciones del MAS y que incluso las comparte con la oposición. En el fondo, estas ideas y acciones (“descolonizadoras”) han apuntado, entre otras cosas, a señalar la autenticidad de quienes pueden ser reconocidos indígenas.

¿Qué sería lo que haría auténticos a los indígenas? Según la retórica gubernamental (que la tomó de varias ONG’s), lo que haría que los indígenas sean lo que se supone que son es su forma de vida ancestral, basada en la complementariedad con la naturaleza, ajena a los cambios históricos, donde no existen los males del mundo occidental y todos “viven bien”, donde incluso “la hormigas están antes que los seres humanos”. Es decir que un verdadero indígena sería alguien que cumple esos “requisitos”, alquilen incapaz de tener iniciativa histórica.

Si bien esa autenticidad puede ser jocosa a primera vista, no olvidemos que tuvo mucha fuerza ideológica en los primeros años del gobierno del MAS; ósea que había gente que se creyó todo eso. Pero lo que me interesa de esta autenticidad es mostrar el racismo que la constituye y para ello quiero recordar que a inicios del pasado año (2018) una mujer “de pollera” fue víctima de racismo en Santa Cruz. Al respecto, el periodista Carlos Valverde hizo una observación sobre la víctima, señalando que no sería indígena por su edu­cación. Nótese que en la observación de Valverde subyace la idea racista: indígena auténtico igual indio ignorante.

Bajo ese razonamiento, un “verdadero indígena” sería alguien que no tiene educación, que no fue a la escuela y que, por lo tanto, no estaría “contaminado por la cultura occidental”. Y es que si alguien es un verdadero indígena, según la retórica oficial, que se “complementa” con las observaciones de Valverde y de muchos opositores, debería vivir en equilibrio con la naturaleza y fuera de las ciudades, debería rechazar la educación occidental y preservase a pesar de la historia.

En este tipo de ideas de autenticidad se deshumaniza, una vez más, a los catalogados como indígenas y el racismo funciona como mecanismo de poder embellecido de reconocimiento cultural. Antes se decía que los indígenas o los indios eran seres subhumanos, casi animales; con el reconocimiento plurinacional se los ha puesto, retóricamente, como sobrehumanos, como seres que vivirían por sobre los problemas terrenales de los humanos.

El sentido racista de esta deshumanización, que a primera vista se muestra como una especie de glorificación de quienes antes eran despreciados, es que justifica la exclusión de los indígenas de los espacios en los que los “humanos normales” se sacrifican humanitariamente para que sus incluidos no se contaminen y preserven su virginal cultura. En otras palabras, se trata de establecer hasta donde pueden y no pueden ir los incluidos.

La autenticidad indígena es así una trampa en la que quienes han vivido la exclusión por su origen social deberían conformarse a seguir viviendo esa exclusión pero con otra fachada. Un indígena autentico sería, entonces, aquel que no pondría en peligro el estatuas de una casta y por ello merecería ser llenado de halagos y beneficiado con reconocimiento plurinacional. En otras palabras, los indios que no se atreven a invadir los espacios de los no indios serían los buenos indígenas, los auténticos; si hacen lo contrario son “indios de mierda”.

Pero vale la pena hacer notar que el racismo que sufrían los “indios” en la segunda mitad del siglo XX fue denunciado y combatido por “indígenas” que no encajan en las ideas de autenticidad: indianistas y kataristas, quienes habían dejado sus comunidades para asentarse en la ciudad de La Paz y no solo pasaron por la escuela sino también por la UMSA, dando lugar a la formación de una intelectualidad aymara. Y es que esas nuevas situaciones los llevaron denunciar y luchar contra algo que vivían pero que era pasado por alto por los “otros” (que sin embargo lo practicaban).

Esto no es nada extraño y pasó en otras latitudes. Por ejemplo, fueron los “negros letrados” en Estados Unidos que plantearon, a finales del siglo XIX, ideas acerca de la situación y del racismo que sufría la “comunidad negra” en ese país. También en África, en los procesos de descolonización, la intelectualidad “negra” que había pasado por las universidades de los “blancos” denunció el racismo, en francés, inglés o portugués (según el caso), promoviendo a la vez ideas sobre la indepen­dencia nacional (nótese que los indianistas y kataristas en Bolivia denunciaron el racismo y platearon sus ideas desde las ciudades y en castellano). ¿Uno podría cuestionar la autenticidad de esos “negros” (que eran indígenas en sentido de vivir bajo el dominio de colonos)?

Puede decirse que la autenticidad indígena es una especie de mecanismo mediante el cual se busca justificar la marginación de quienes son considerados de raza inferior. Supone a seres congelados en la historia y que se preservarían como “hace 500 años” a partir de algún imaginado principio cultural ahistórico. ¿Deberíamos esperar que los españoles de hoy sean iguales a los que llegaron “hace 500 años” o que los chinos sigan en las condiciones anteriores a “La guerra del opio” (a mediados del siglo XIX)? En la actualidad, ¿alguien cuestiona la autenticidad de los chinos por estar produciendo tecnología “occidental” y vendiéndola al mundo? ¿Se pone en duda la autenticidad de los koreanos que hacen k-pop?

Hacerse ese tipo de cuestionamientos suena estúpido y lo es. Pero en Bolivia la “auten­ticidad” de aymaras o quechuas se pone en duda cuando no encajan en los estereotipos racistas por usar elementos contemporáneos (ropa o dispositivos de comunicaciones, por ejemplo) que no usaban ni crearon sus ancestros. Uno podría invertir este cuestionamiento y dirigirlo hacia los bolivianos “normales”: si ustedes no inventaron el celular ni los computadores, ¿por qué los usan? Exigir a los “indígenas” que sean “auténticos”, que “mantengan su cultura”, es tan estúpido como esperar que los europeos hoy tengan como arsenal militar las armaduras, espadas y caballos que usaban “hace 500 años”.

En muchos aspectos, en la exigencia de autenticidad indígena se folkloriza a poblaciones racializadas, como si la vida de un pueblo se redujera a repetir su folklore tal cual lo habrían hecho sus antepasados. ¿Se puede reducir, por ejemplo, a los japoneses a su folklore omitiendo su papel en la economía? En Bolivia, muchos reducen a los “indígenas” a cuestiones meramente folclóri­cas y hasta místicas sin considerar su papel en la economía. Claro, en Japón no hay una casta blancoide que tenga que justificar su dominación folklorizando a los “indígenas” japoneses. Mientras tanto en Bolivia, los “indígenas” no formaron sus propios Estados y vivieron sometidos a una casta que heredó sus privile­gios de la colonia y que ha disfrazado su situación de poder con el discurso del mestizaje desde la segunda mitad del siglo XX.

El refugio racista de quienes suelen buscar y hasta exigir autenticidad indígena es: “la mayoría de los bolivianos somos mestizos”. Este refugio, propalado por el “Estado del 52”, supone una peculiaridad racial de la mayoría de los habitantes del país en contraste con otros países: Bolivia sería un país de razas mezcladas, por tanto existen las razas y fuera de Bolivia serían puras. La mezcla racial sería la particularidad de los bolivianos y lo que les conferiría igualdad biológica, diferenciándolos “racialmente” de los no bolivianos y de los “indígenas” bolivianos.

Se sabe que las razas (puras o mezcladas) no existen pero sí el racismo, que es la materialización social de la idea de raza en actos, comportamientos, gestos, etc. En ese entiendo, en las manifestaciones de racismo se puede identificar, por parte de quienes lo protagonizan, un afán por demarcar una diferencia jerárquica que suponen natural (o biológica) respecto a sus víctimas y que se expresaría en diferencias somáticas y culturales. Por ello, es comprensible (no justificable) que la palabra indio se use en Bolivia no para decir que alguien es de la India sino para decirle que se le considera inferior y que debería permanecer en “su lugar”, abajo respecto de quien así lo señala.

Esta forma cotidiana de demarcar límites a tales o cuales individuos (o grupos), en distintas situaciones, expresa que las diferencias sociales son tomadas de antemano como determinaciones biológicas. Es decir, las dife­rencias étnicas, de clase y de estrato se asumen como naturales y propias de “razas” distintas, de gentes “hechas por la naturaleza” para esto y no para lo otro. Así, los distintos aspectos de la vida en nuestro país son biologizados, atribuidos no a sus precedentes históricos y a la dinámica social contemporánea, sino a una condición que se supone es previa a todo lo humano y sobre la cual se habría formado el orden social.

En consecuencia, el orden social basaría su estabilidad en que cada quien y cada grupo cumpla sus funciones “naturales” y ocupe, obediente y resignadamente, su lugar sin molestar a los demás. Los de abajo deben quedarse ahí y los de arriba deben recordarles su lugar a los de abajo. Pero se trata de un abajo y un arriba que en muchos casos se definen de maneras muy circunstanciales, donde uno puede quedar a veces arriba y a veces abajo, según con quienes se haga la diferenciación. Empero, las transgresiones a este orden se “sancionan” con violencia racista: “indio de mierda”. Entonces, el racismo tiene que ver con el ejercicio de poder en un espacio donde las diferencias jerárquicas se entienden como diferencias raciales y, así, se las naturaliza, se las ubica ideológicamente por fuera de las relaciones sociales, por fuera de la historia.

No hay que perder de vista que, históricamente, los grupos que proveían mano de obra en la colonia eran los “indios” y en razón de ello sus rasgos somáticos y culturales fueron asociados a trabajos subordinados y de esfuerzo físico, identificándoselos como signos que señalaban su lugar “natural” en la sociedad; lo que también pasó, aunque en sentido opuesto en el estatus, con los rasgos de quienes dominaban y se dedicaban a la administración. Así, las relaciones de explotación y dominación fueron atribuidas no a su carácter mismo de relaciones sociales sino a una supuesta diferencia racial. Por lo tanto, en términos ideológicos (que tiene sus implica­ciones prácticas), un “blanco” sin plata puede (y suele) presumir superioridad “natural” frente a un “indio” con plata.

Entonces, la división del trabajo que se instauró en la colonia dio lugar a que el estatus de superioridad esté simbolizado en lo que “racialmente” sería opuesto a los indios: los “blancos”, y más abajo en la escala racializada, pero por sobre los indios, los “mestizos”. Por lo mismo, no es de extrañar que quienes tienen rasgos físicos de “raza inferior” busquen distan­ciarse de su entorno social de origen tratando de “blanquearse” en el afán de ascender socialmente, asumiendo a la vez comportamientos racistas “contra su propia raza” y llegando a ser más racistas que los “no indios” contra los “indios”. En este proceso de diferenciaciones sociales se pone en juego la “autenticidad indígena” pues se la busca para señalar lo que no se es o no se quiere ser: el inferior, el indio; aunque con las modas “descolonizadoras” este señalamiento viene bajo el cosmético discurso de respeto e inclusión a los “naturalmente” diferentes.

En general, el problema de la autenticidad es un problema de racismo, en cierto modo, análogo a esa exigencia hacia las mujeres de virginidad. Para un hombre una mujer digna de ser desposada debía ser virgen, de lo contrario era una puta. Es decir que a la mujer se le exigía que no hiciera lo que el hombre si podía. De similar manera, para alguien que se asume como un “no indígena” un indígena digno de ser tratado como tal es aquel que preservaría una especie de virginidad cultural que debe ser gozada por quien lo incluye. Es decir que al indígena se le exige que no haga lo que el no indígena puede hacer.

Es indudable que muchas personas han promovido el reconocimiento indígena con mucha honestidad y tratando de hacer frente al racismo; sin embrago, las buenas intenciones y la buena de fe no alcanzan para tal propósito e incluso terminan cristalizándose en lo que se supone querían combatir. Y es que dicho reconocimiento es, en el fondo, la formalización del racismo pero con “cara amable”. Es racismo ejercido, orgullosamente, con elegancia.

Más allá de la indigenización

Consideremos que hasta mediados del siglo XX Bolivia era un “país de indios” que no tenían condición de ciudadanos y que estaban gobernados por una casta “criolla” que gozaba y defendía privilegios heredados de la colonia. En el Censo de 1950 se catalogó como indígenas  al 61.4% de la población y el restante 38,9% habrían sido no indígenas. Según el Censo del 2012 la población “indígena” llegó al 42 %, es decir, un 20% menos con respecto al Censo del 2001[3]. En 1950, el 26,2% de los habitantes del país vivía en áreas urbanas, mientras que el 76,8% estaba desperdigado en áreas rurales, fundamentalmente en la parte andina. El 2012 la población asentada en las ciudades llegó al 62,5%, mientras la rural alcanzó un 32,5%.

Los datos señalados permiten ver que la diferenciación entre una población indígena y otra no indígena no es algo nuevo en Bolivia, como ya se indicó anteriormente, y de hecho ha marcado la historia del país. Sin embargo, también permiten ver que en la segunda mitad del siglo XX Bolivia pasó de ser un país rural a ser fundamentalmente urbano, un fenómeno normal en Estados modernos o que tratan de modernizarse.

La inmensa mayoría de esta población que se volcó a las urbes es población andina racializada como indígena y por ello no debería extrañar que la vida urbana en el país este marcada por elementos propios de las sociedades agrarias andinas, las que le han dado un contenido indentitario a Bolivia. Se puede decir que este vuelco de la población hacia las áreas urbanas ha dado lugar a procesos de distinta índole en los que los “ex-indios” han sido y son los protagonistas, no como “otros”, no buscando inclusión; sino como actores fundamentales en la redefinición de lo que es el país. Si uno deja de buscar entre esta población alguna tipo de “autenticidad indígena” o deja de descalificarlos por no quedarse en “su lugar” (en sus comunidades) y “preservar su cultura”, puede tratar de hacer un acercamiento que salga de la indigenización y permita verlos en su humanidad y en una situación histórica concreta.

En ese entendido, lo que hoy algunos llaman “clases medias populares” y las presentan como un logro del “gobierno indígena” se inscribe en ese proceso de vuelco poblacional que a la vez ha ido acompañado de la inserción en circuitos de circulación de mercancías y la apertura de mercados en otros espacios del país. Con el “Estado del 52” (no con el gobierno del MAS), las poblaciones indigenizadas fueron tomando los mercados que antes eran monopolizados por los “vecinos” y con la “desregulación” fueron vinculándose a mercados internacionales sin la mediación de los indigenizadores.

Es decir que lo que hoy se presenta como algo nuevo y como un logro del MAS en realidad es un fenómeno “medio antiguo”. Y no solo eso. También deshace la retórica sobre la “autenticidad indígena” que el gobierno ha promovido y ha plasmado en la Constitución. Pero lo fundamental es que este proceso de desplazamientos poblacionales está dando cuerpo a la identidad nacional (no plurinacional) en Bolivia.

Consideremos que el espacio geográfico no tiene sentido por sí mismo sino que son quienes lo habitan los que le dan sentido. Consideremos también que no hay un espacio predeterminado para tales o cuales grupos, sino que es territorializado por quienes lo habitan. Los espacios ocupados en térmi­nos concretos y materiales adquieren sentido por la actividad, por la vida que los ocupantes desarrollan en tales lugares.

Los migrantes andinos, que se arriesgan a dejar “su espacio” para emprender nuevas iniciativas, han ido identificando lugares en los que pueden dedicarse al comercio y en ello también se han valido de los vínculos sociales formados en sus lugares de origen pero reproduciéndolos en nuevos espacios. Esta población, como cualquier migrante, lleva una carga cultural e histórica, de tal manera que sus actividades económicas son desarrolladas con elementos premodernos, como las fiestas patronales con sus entradas folklóricas, que son articulados a la dinámica de la economía capitalista (que funciona mejor en lo “informal”, donde no se la regula).

La fuerza de este desplazamiento poblacional puede “medirse” en el hecho de que hoy las danzas que llevan a todos los rincones del país son asumidas y defendidas como danzas bolivianas. Hace un siglo habrían sido catalogadas como fiestas de indios, hoy son la marca de la identidad boliviana. Y ello no es una excepcionalidad del país ni se trata de alguna peculiaridad cultural de los andinos, sino que esta población ha estado vinculada a los circuitos comerciales (recuérdese la importancia de La Paz en este ámbito durante la colonia). Pero en general, en los procesos de vuelco poblacional, de lo rural lo urbano, por los que han pasado la mayoría de los países en el mundo, ciertas poblaciones rurales, las más vinculadas al mercado, han sido las que han dado cierto contenido nacional a esos países y es que inevitablemente la gente que proviene de áreas rurales deja su huella en las áreas urbanas, pero a la vez se va transformando.

En Bolivia esto es muy visible entre los aymaras y ya lo señalaban los indianitas en la década de los 60. Por ello es ridículo buscar autenticidad indígena entre estas poblaciones o pensarlas como  gente que viviría, desperdigada como manchas, entre las montañas del altiplano, como se hace en las escuelas y los mapas étnicos. Y no es casual que sean las danzas andinas las que se bailan en todo el país y no así las danzas de otros grupos indigenizados. Por ello se puede decir que el sentido nacional en Bolivia no es de los años en que este país nació ni el que trató de formar el “estado nacionalista”, menos aún es “plurinacional”.

Además, en este proceso de ocupación de las ciudades por parte de los “ex-indios”, que lleva más de medio siglo, se ha ido dando diferenciaciones sociales muy marcadas entre esta población, por ejemplo, en lo que se refiere a la profesionalización. No hace mucho oí un comentario racista en el que se decía: “hasta los cara de Mamani ahora son fiscales”.

Considerando lo que ha pasado desde mediados del silgo pasado, ¿debería extrañar que los “cara de Mamani” sean fiscales (profesionales)? ¿Deberían volver a sus comunidades o a las de sus podres o abuelos? ¿Debe­rían (sobre)vivir, en nombre de lo plurinacional, como lo hacían sus abuelos, marginados por un Estado racista? ¿Habría que sancionarlos por no respetar “su” cultura y atreverse a ascender socialmente, incomodando a los “de buena familia”? ¿Alguien se horroriza por que haya “negros” profesionales? “Negros” cuyos antepasados no lejanos fueron “indígenas” de ingleses, holan­deses, portugueses o españoles.

No faltan quienes suelen atribuir la profesionalización de poblaciones indigenizadas a las bondades del MAS, incluso me tocado oír a algunos militantes del “proceso de cambio” decir (ante los cuestionamientos sobre el papel secundario de los “indígenas” en el “gobierno indígena”) que “los indígenas recién se están preparando”. Sin embargo, ya a finales de los años 60 e inicios de los años 70 salieron los primeros profesionales “indios” de la UMSA y en los años posteriores eso se fue haciendo cada vez más normal. De tal manera que se pasó de una universidad elitistas, donde los “indios” eran rarísimos lunares, a una “u” repleta de “indios”, en la que los “q’aras” son lunares.

Claro que ese proceso fue difícil para quienes antes eran la minoría en la UMSA, quienes incluso, en muchos casos, buscaban esconder sus orígenes por la discriminación que sufrían. Me viene a la mente el comentario de una docente universitaria, hace un par de años, relatando una experiencia suya acaecida a inicios de los 80: cuando le tocó recibir su título profesional una amiga suya, que también recibía su título pero estaba acompañada de una “mujer de pollera”, le dijo que esa mujer que la acompañaba era su sirvienta pero en realidad era su madre. En la actualidad es muy normal ver “mujeres de pollera” acompañando a sus hijos en las graduaciones universitarias y no son presentadas como “sirvientas”.

Puede decirse que los espacios universitarios han sido copados por personas que tienen su origen en grupos racializados como “indios” y no existe algún tipo de limitación formal que les impida ingresar a este tipo de instituciones. Sin embargo, siguiendo el libreto multicultural de organismos no gubernamentales, el gobierno ha abierto universidades indígenas en una situación en la que los “indígenas” llenan las universidades (públicas y privadas) y no necesitan un espacio aparte. Obviamente, el MAS adoptó una receta apta para la retórica de foros internacionales que tienen como pretexto a minorías étnicas, pero para ello tuvo que ignorar, olímpicamente, lo que pasa entre los “indios”, quienes no juegan a ser “auténticos indígenas”, no aspiran a ser reconocidos como tales ni buscan tener espacios para “indígenas”.

Desindigenización

Para ir cerrando, voy a plantear algunos apuntes sobre lo que sería la desindigenización, considerando los aspectos antes señalados. Pero antes, y por si aún queda algún tipo de confusión, quiero aclarar que cuando digo desindigenización no me refiero a “renegar de nuestras raíces” o “negar nuestra origen”. Consideren que los vietnamitas y los argelinos dejaron de ser indígenas de los Franceses pero eso no quiere decir que renieguen de su identidad; incluso se puede decir que para afirmar su identidad se desindigenizaron.

Sin embargo, hay quienes creen que dejar de definirse como indígenas significaría negarnos a nosotros mismos y no es así. Alguien que proviene de poblaciones racializadas como indígenas puede tomar la experiencia de su propia familia para ver si sus padres o abuelos se definían como indígenas y se encontrará que eso no ocurrió en la inmensa mayoría de los casos. Claro que puede problematizarse esta situación, por ejemplo, considerando el escenario que se fue dando con los bloqueos aymaras en los años 2000 y 2001, cuando mucha gente asumió ser indígena pero no en el sentido multiculturalita y esotérico, sino como una forma de señalar que se era parte de una población que no era tratada como igual y no tenía las mismas oportunidades que los “blancones” acaparadores de espacios formales.

Si se toma seriamente lo que ha estado pasando por más de medio siglo en el país con relación a las poblaciones andinas (que están en toda Bolivia) indigeizadas, es plausible pensar y afirmar ese proceso histórico (que no está determinado por alguna esencia cultural) como base de una identidad general y no de minoría étnica.  En consecuencia, uno se ve obligado a cuestionar la clasificación que se hace sobre parte de la población como “indígena”, en la que el racismo funciona de manera amable y elegante, pero con el mismo resultado: exclusión y discriminación. Para ello no basta decir: “no somos indígenas” ni refugiarse en la idea de “los bolivianos somos mestizos”.

Si se considera, también, que en las relaciones sociales entre poblaciones indigenizadas e indigenizadoras el racismo es una constante que se manifiesta de distintas maneras, uno debería plantearse enfrentar el problema, no eludirlo atribuyéndolo a una invención maquiavélica del MAS.

Si la indigenización ha significado la formación de distintos mecanismos para excluir (mucha veces con el pretexto de la inclusión) a poblaciones determinadas, la desindigenización en general debería apuntar a ir derrumbando las fronteras que la indigenización ha creado entre los habitantes del país. Ello a la vez debería hacerse, asumiendo que hay diferencias sociales, no naturales ni biológicas, que han dado lugar que ciertas poblaciones vivan y gocen de privilegios por su pertenecía familiar, por su color de piel, por su diferenciación respecto de los indigenizados.

Entonces, la desindigenización debería apuntar a que como ciudadanos de un mismo país seamos tratados como iguales, valorados no por nuestro color de piel o por nuestro apellido, sino por nuestro desempeño. Ello suena bonito pero es problemático, pues quienes han vivido “disfrutando” de su diferencia respecto de los indigenizados han naturalizado su situación y se ven agredidos cuando los “indígenas” invaden lugares que creen les corresponde “porqué sí”. Y esta “invasión” se ha hecho muy constante desde mediados del siglo XX, lo que ha despertado las reacciones racistas en distintos ámbitos y de distintas maneras.

Puede, en consecuencia, suponerse que la desindigenización llevaría necesariamente a la reacción de quienes se ven afectados por lograr que se trate como a iguales a quienes trataron y tratan como inferiores. Pero incluso se puede decir que en sentido práctico ésta, la desindigenización, ya ha está sucediendo pues los indigenizados, como se ha señalado, han estado protagonizando procesos en los que no se preocupan ni ocupan por ser vistos como “auténticos indígenas” sino que van irrumpiendo en espacios en los que no era común verlos. Por ello, la desindigenización debería partir de eso que hacen estas personas.

Es perfectamente lógico un accionar dirigido a poner fin a las diferenciaciones de la indigenización, a la lucha contra el racismo y promoviendo ideas de igualdad entre los ciudadanos de este país. A este respecto, tomando como contraejemplo lo que hizo el MAS, no se debería  disfrazar a las personas con trajes típicos ni ridiculizarlos poniéndolos en la tarea de hacer rituales; tampoco se debería crear ni mantener espacios de discriminación plurinacional, lo que solo significa la marginación de sus “favorecidos”. Se debería dejar la retórica de la victimización, sin que ello quiera decir que se deba dejar de señalar y denunciar el racismo, y más bien se debería forjar ideas y representaciones en las que quienes han sido tratados como inferiores se presenten por sus capacidades, por sus logros por su forma de innovar. Esta sería una forma más adecuada de enfrentar el racismo, no quejándose sino mostrando, a partir de sus propios logros, que esos seres considerados inferiores no lo son.

Hay que notar que ello implicaría romper con la imagen indígena que el gobierno ha impuesto (seres ultratradicionalistas que vivirían fanáticamente al margen de los cambios históricos) y trabajar sobre las formas cotidianas en las que esas personas desarrollan su vida rompiendo a la vez los estereotipos racistas. Pero además, se podría trabajar imágenes en las que personas diferenciables somáticamente entre sí (“indios” y “q’aras”) interactúen, por ejemplo, en la universidad, formando lazos y conociéndose no “debajo de la piel”[4], sino en las cosas que hacen juntos y en las que se va diluyendo el sentido racista sobre sus diferencias físicas (algo que sucede en lo cotidiano pero que no llama la atención de quienes “luchan” contra el racismo).

Si bien hoy la descolonización es un tema del que ya no se habla, debido a la forma folklórica en la que se la presentó, se puede decir que la desindigenización es propiamente la descolonización asumida no como una cuestión de moda académica o “como asuntos indígenas”, sino como un proceso dirigido a poner fin a esta distinción racializada entre la población del país, dirigido a poner fin a la indigenización. No se trata de hacer parodias de un pasado imaginado, sino de encarar nuestros retos contemporáneos. No se debe caer en el jueguito de aislarnos en el “mundo indígena” inventado por ONG’s sino que debemos proyectarnos en el mundo. Sería un gran logro poder ver a algún matemático o ingeniero genético aymara codo a codo con algún colega japonés, por ejemplo. Pero esto es algo para lo que hay que trabajar sin caer en la folklorización ni en la creación de guetos para indígenas. O, en otras palabras, esto significa dejar atrás el Estado Plurinacional.

Nota: el presente trabajo es una versión retocada del que se elaboró para una conferencia sobre el tema organizada por la Fundación Pazos Kanqui y que se realizó el 25 de abril del 2019.



[1] Este llamado era motivo de comentarios entre personas que asistían a los debates de lo que fue la Plaza de los Héroes (en el centro de La Paz), entre ellos Wilmer Machaca.
[2] Cabe hacer notar que el hecho que se hayan sumado tres palabras para formar la categoría “indígena originario campesino” refiere a tres organizaciones y a cierta preferencia o preeminencia de alguna de estas palabras en ellas: CIDOB (indígenas de tierras bajas), CONAMAQ (originarios de tierras altas) y CSUTCB (campesinos de altiplano  y los valles, pero además, migrantes asentados en tierras bajas).
[3] El 2001, la “identidad indígena”, en un escenario de crisis económica y política desde los bloqueos aymaras que abrieron el siglo XXI, se asociaba a la lucha y resistencia de la mayoría de la población, que no hacía parte de las decisiones en el Estado. La wiphala, por ejemplo, era entonces un símbolo de confrontación contra el poder establecido y representaba la esperanza de que algo nuevo podía surgir.
[4] Aludo a un spot del Comité Nacional contra el Racismo y Toda forma de Discriminación que se pasa por tv cada cierto tiempo, lo que muestra que no tienen ideas serias al respecto y nos les queda más que seguir con el mismo spot.