Por Carlos Macusaya Cruz
Introducción
Evo
Morales es para muchos un “falso indígena” y, a la vez, un “verdadero indio de
mierda”. Falso respecto a una supuesta forma de vida inmaculada y verdadero
respecto a una supuesta condición de inferioridad natural. Desde ya, es
llamativo, por lo menos para mí, este cuestionamiento a la autenticidad
“indígena” del Presidente del país, pero lo es aún más si ese cuestionamiento es contrastado con el
prestigio “indígena” que la socióloga indigenista Silvia Rivera tiene fuera de
Bolivia.
Silvia
Rivera y Evo Morales provienen de grupos sociales claramente diferenciados: la
primera, para decirlo en lenguaje indianista, viene de los q’aras y el segundo
viene de los indios. Esta afirmación no pretende señalar alguna determinación
biológica que los haría diferenciables entre sí, sino que se dirige a
características sociales constituidas históricamente.
Durante
los bloqueos de caminos que la CSUTCB dirigió en el altiplano paceño el año
2001, Rivera hizo un llamado a encender velas en el Cementerio General para
hacer rituales pacíficos, inofensivos[1].
Es decir que cuando los indios estaban en “pie de guerra”, ella asumió una
postura esotérica, alejada de esos indios y más bien condicionada por su
pertenencia familiar a un grupo social acomodado y en el que tradicionalmente
se ha marcado la diferencia con la indiada (a la vez de tenerlos de sirvientas
y jardineros, entre otros).
En
el caso de Morales puede tomarse como algo ilustrativo de su pertenencia social
las polémicas declaraciones que hizo hace un par de años acerca de que los
cocaleros del Chapare deberían casarse con las “indígenas” del TIPNIS. El
presidente aludió a un fenómeno que se produce entre migrantes andinos y
personas de otros grupos étnicos, por ejemplo, en el norte paceño o en el
Chaco. Y es que Morales no es ajeno a lo que pasa entre los “indios de mierda”
y sus declaraciones no fueron una pura ocurrencia individual.
Bajo
esas consideraciones, apuntadas de manera muy escueta, es llamativo que Rivera
haga fama y prestigio fuera de Bolivia como “intelectual subalterna” por ser
considerada indígena (en el país no se define así ni proviene de ese grupo
social) y que Morales sea acusado de ser falso indígena. Incluso Rivera, desde
su situación de casta “q’ara”, indigenizada a ojos de algunos turistas
académicos, suele descalificar a Evo Morales cuestionándole la identidad que a
ella sí le reconocen fuera de Bolivia.
Es
“curioso” que una de las observaciones que hace Rivera para descalificar la
identidad de Morales se refiera a que éste ya aparece “fotoshopeado” en las
campañas electores. Hay que vivir en una burbuja, aislada de los “indios” e
imaginándolos como seres inmaculados, para hacer ese tipo de observaciones.
Hace como un año vi una pequeña nota informativa en la que se resaltaba que en
la ciudad de El Alto los jóvenes que recurren a estudios fotográficos para
algún tipo de documentación piden que se les blanquee la cara en la fotografía,
es decir que piden ser “fotoshopeados” (las razones puede ser discutidas pero
me interesa resaltar que los “indios” cuando pueden recurrir a algo “ajeno” lo
hacen y ello no es nada sorprendente).
Pero
además, es muy común ver comentarios en redes sociales donde se califica a Evo
Morales no solo apuntando a que sería un “falso indígena” sino que también se
le dice “indio de mierda” e “indio ignorante”, entre otros. Es muy claro que
nadie le diría a Silvia Rivera “india de mierda” y cuando ella usa pollera, por
lo general, entre la “indiada” se la ve como una “q’ara disfrazada”.
El
que una mujer de la casta blancoide pueda pasar por indígena fuera de Bolivia y
que un hombre proveniente de otra casta, de menor jerarquía en relación a la de
Rivera, sea descalificado en su propio país por no ser “auténtico” debería
llevar a cuestionarnos: ¿quiénes son indígenas y por qué lo son? Incluso uno
puede preguntarse ¿en qué circunstancias y espacios conviene pasar por indígena
y en cuáles no? Pero me interesa ir más allá, me interesa cuestionar la propia
clasificación que se hace en la Constitución sobre parte de población como
indígenas, bajo los pretextos de inclusión, reconocimiento y respeto a la
diversidad. O, dicho de otra forma, me interesa cuestionar el carácter
plurinacional del Estado, planteando algunas observaciones acerca de la
indigenización y la necesidad de la desindigenización.
En
ese entendido, voy a desarrollar el tema de la siguiente manera: primero voy a
señalar el sentido general y las razones en las que se ha sostenido y se
sostiene la clasificación indígena o la indigenización; luego pasaré a apuntar
algunos problemas que esa clasificación conlleva; seguidamente, haré una
relación entre el racismo y la búsqueda de alguna autenticidad para clasificar
a ciertas poblaciones e individuos como indígenas; en seguida, haré una breve
descripción de fenómenos entre los “indígenas” que van más allá de la
indigenización e incluso la deshacen; finalmente, a partir de todas las
consideraciones anteriores, me referiré a lo que sería la desindigenización.
Indigenización
En
términos muy generales, la dominación europea iniciada a finales del siglo XV
dio lugar a una clasificación genérica sobre las poblaciones colonizadas, las
que fueron llamadas, indistintamente, indígenas.
En ese sentido, indígena se usó para referirse, partiendo de la posición de los
colonizadores, a los “naturales” de los territorios colonizados; lo que tuvo
vigencia hasta parte de la segunda mitad del siglo XX. Es decir que las
poblaciones colonizadas fueron indigenizadas, catalogadas como indígenas (con todo
un marco institucional que sostenía esa clasificación y que dio lugar a un
sinfín de comportamientos, símbolos, etc.), en tanto eran sometidas a los
colonos.
En
esta clasificación la relación de poder entre colonizadores y colonizados fue
de suma importancia pues desde ella los primeros, en tanto extranjeros
(alienígenas), definieron como indígenas a los segundos. Por tanto, indígena
fue una categoría colonial para
nombrar, de manera indiferenciada, a un sin número de poblaciones sometidas a
la colonización. Es propiamente una clasificación colonial.
Cabe
considerar que en América el término indio fue el que se usó para nombrar a los
“naturales” del contendiente; sin embargo, tras la independencia de los Estados
latinoamericanos se fue adoptando el uso del término indígena para referirse a
los indiferenciables indios. Esta adopción es muy sintomática y no solo porque
ponga en evidencia que en los nuevos Estados se reproducían las
diferenciaciones coloniales con otra palabra, sino que muestra que mientras en
el mundo se iba consolidando la expansión de potencias europeas, en estas
tierras las castas que dominaban los nuevos Estados veían su situación de poder
como análoga a la relación entre colonizadores y colonizados en el mundo.
A
mediados del siglo XX, los procesos de descolonización (independencia de
Estados en el llamado tercer mundo) dieron lugar, entre otras cosas, a la
desindigenización, por decirlo de algún modo. Es decir, ante la ruptura de la
relación colonial la clasificación de indígenas sobre la población que había
obtenido su independencia ya no tenía sentido. O, en otras palabras, la
descolonización significó a la vez la desindignización, el fin de la
clasificación colonial en esas tierras (nótese que, paradójicamente, en la
Bolivia del “proceso de cambio” se presentó la “descolonización” como
reconocimiento de “indígenas”).
Empero,
desde los años 70 el término indígena fue usándose con mucha frecuencia en
diferentes eventos a nivel internacional para designar a minorías étnicas, a
las cuales se pretendía “proteger”. Este tipo de eventos fueron promovidos,
entre otros organismos internacionales, por la ONU y dieron lugar a una serie
de políticas de “reconocimiento y revalorización” de las llamadas culturas
indígenas. En los años 90, estas políticas, y por lo mismo el término indígena,
fueron asumidas por varios estados latinoamericanos, reconociendo así la
existencia de pueblos indígenas en sus constituciones, y ello conllevaba,
además, la obtención de financiamientos.
En
el caso específico de Bolivia, los términos indio e indígena se usaban con
mucha frecuencia hasta antes de 1952 para referirse a poblaciones racializadas
(tratadas y catalogadas como si fueran de otra “raza”). Posteriormente, el
sentido que esas palabras tenían fue “heredado” a la categoría de campesinos y
su uso en los ámbitos formales fue siendo desplazado. Sin embrago, con la
aprobación de la constitución hoy vigente se ha “reconocido” a habitantes de
áreas rurales como “indígena originario campesinos”[2],
hecho que tiene sus antecedentes en el reconocimiento de la condición
multiétnica y pluricultural que se dio en el país en los años 90, dentro del
marco de las políticas multiculturales de organismos internacionales. En otras
palabras, con la constitución vigente se reindigenizó a sectores de la
población, estableciendo así un marco legal en el que se diferencia a los
ciudadanos del país con una categoría colonial y se lo ha hecho,
paradójicamente, en nombre de la “descolonización”.
En
resumen, y para pasar a polemizar acerca de las implicaciones de indigenizar o
catalogar a parte de la población como indígena, hablamos de una categoría
colonial que fue asumida por organismos internacionales para promover políticas
dirigidas a minorías étnicas y con ello se reindigenizó a grupos poblacionales
bajo la retórica del multiculturalismo, reforzando o formando fronteras (muchas
veces artificiales en este último caso) entre indigenizados e indigenizadores.
Problemas en la
indigenización boliviana
En
nombre de la inclusión indígena, durante sus dos primeras gestiones, el
gobierno del MAS llevó adelante una intensa campaña mediática en la que se
propalaron ideas y representaciones de lo que serían los indígenas. No solo
eso, la identidad del mismo gobierno fue posicionada como indígena y para ello
se “explotaron” mediáticamente varios elementos, como: la
imagen del presidente; la exhibición de parlamentarios con “trajes típicos”; el
colocar un canciller indígena como imagen de exportación en las relaciones
internacionales; la introducción, en la nueva Constitución, de elementos
considerados “indígenas” y que darían sentido plurinacional y comunitario al
Estado; la creación de algunas instituciones como el Viceministerio de
Descolonización o las universidades indígenas, etc.
Por una parte, este reconocimiento, promocionado de manera
colorida y estrambótica, ha conllevado el problema básico de establecer que es
aquello que se le reconoce al reconocido y, en consecuencia, qué le sería ajeno
o no reconocido. Es
decir, este reconocimiento plurinacional implica necesariamente una
delimitación que es impuesta por el que reconoce y en el fondo expresa la
diferencia entre quienes deciden, definen y conducen, y quiénes no. El que
reconoce, desde su posición, delimita al objeto reconocido y por lo tanto lo
define: “indígena originario campesinos” (como está en la actual Constitución
del país).
En
este reconocimiento se supone lo que sería propio y natural de sus
beneficiarios: “los indígenas son así”, “así es su cultura”, “su territorio es
ese”, etc. Se lo realiza desde una situación que es a la vez aquello que no
debe afectarse, como si se dijera: “Voy a reconocer lo que eres, pero siempre y
cuando no afectes lo que soy, siempre y cuando no afectes mi situación de poder
frente a ti”. Al indígena no se le reconoce la capacidad de trasformar su
entorno y de trasformase a sí mismo. Es decir, en tanto el indígena no afecta
al no indígena, no ponga en riesgo su situación de poder frente a quien lo
reconoce como tal, el reconocimiento es una demarcación y ratificación de
jerarquías sociales racializadas entre unos y otros.
Puede ilustrase lo problemático de esto, por ejemplo, con las
universidades indígenas y los propios gobernantes. Se sabe que Evaliz Morales,
la hija del presidente, se tituló como abogada en la Universidad Católica, no
en una universidad indígena del gobierno de Evo Morales. Hasta donde se conoce,
ninguno de los jerarcas del gobierno tiene a sus hijos estudiando en las
universidades indígenas. O, en otras palabras, los propios gobernantes no creen
en sus universidades indígenas y las menosprecian.
Ello es lógico porque ese tipo de espacios han sido creados
reproduciendo una diferenciación en la que se limita a los beneficiaros: esto
es para indígenas, el resto es lo normal y corresponde a los no indígenas. Un
padre o una madre que viene de poblaciones consideradas indígenas se esfuerza
por que sus hijos no vivan lo que ellos vivieron y en ese afán tratan de
colocarlos en espacios a los que ellos mismo no pudieron acceder. No es casual
que esta población no vea como una opción seria para el ascenso social de sus
hijos a las universidades indígenas, pues estas representan el encierro en una
jerarquía de inferioridad frente a los “no indígenas”.
Incluso se puede decir que los términos de la inclusión indígena
no tienen que ver con las aspiraciones de quienes han sufrido el racismo debido
a su origen social diferenciado de la casta dominante. La población que ha
sufrido racismo por algunos elementos culturales y por sus rasgos somáticos no
busca ser tratada como diferente porque ya ha sido tratada de esa manera y sabe
bien lo que eso conlleva. Lo que esta población busca es ser tratada como
iguales.
Entonces, el reconocimiento indígena del Estado plurinacional no
representa un avance para la población que ha vivido la discriminación pues
limita a sus beneficiaros a estar por debajo de los no indígenas. Pero además,
en este reconocimiento se desfigura la situación implícita pues se hace una
ruralización del problema en juego, es decir se arrincona la “cuestión
indígena” al área rural, lo que se expresa, entre otras cosas, en la idea de
“indígena originario campesinos”, omitiendo así lo que pasa en las urbes con
los “indios”.
Si
se hace el esfuerzo de ver a los “indígenas” como seres históricos y no como
piezas de museo andantes, se puede identificar no solo a cultivadores de la
tierra o criadores de ganado, sino también a comerciantes, transportistas,
docentes universitarios, artistas, etc., etc., etc. Todo ello se desfigura y es
inentendible con la clasificación de “indígena originario campesinos”. En ese
entendido, el reconocimiento indígena en el Estado Plurinacional es, por
decirlo de algún modo, “un tiro al aire”.
Sin
embargo, el esfuerzo por indigenizar a parte de la población y que hayan
personas dispuestas a ser indigenizadas también se asienta en problemas muy
terrenales. Y es que la situación de exclusión y racismo ha generado
estrategias de exhibición étnica para llamar la atención de operadores de
organismos no gubernamentales y gubernamentales que para estas poblaciones
representan una posibilidad de financiamiento.
Los
habitantes de varios pueblos asumieron que para obtener algunos recursos o ser
favorecidos por algún proyecto tenían que fingir ser fanáticos defensores de la
tradición y enemigos de los cambios tecnológicos, buscando encajar así en los
estereotipos sobre los “indígenas” que funcionan como requisitos de aceptación
en las instituciones “pro-indígenas”. Para ello se sirvieron, hábilmente, de la
retórica sobre “cosmovisiones indígenas”, adoptando rituales “ancestrales”
propios de “foros indígenas” y vistiendo, solo para la ocasión, de manera
“tradicional”.
De
esa manera daban la impresión de ser lo que los indigenizadores estaban
buscando. Sin embrago, una vez que los funcionarios de ONG’s y del Estado se
retiran, luego de recibir el “cariño” de los “indígenas”, la vida de los
pobladores vuelve a ser normal y se deja el exotismo y las expresiones
folklóricas. Es decir que la indigenización opera, en este caso, en una
situación de precariedad y por medio de poblaciones que saben muy bien a que
están jugando, saben muy bien para qué arman esa teatralización.
Pero
también hay individuos provenientes de estas poblaciones que han encontrado una
forma de vida en la indigenización, individuos que en espacios específicos se
esfuerzan por ser la “prueba viviente indígena”. Se trata de personas que han
sido formadas y reclutadas por algunas ONG’s y que han memorizado la retórica
sobre “pueblos indígenas” promovida por la ONU y así se han ganado el cariño de
los indigenizadores. Un ejemplo ilustrativo de esto es María Eugenia Choque,
quien ocupa un alto cargo en el órgano electoral por ser reconocida como
indígena por la ONU. Es decir, por seguir el libreto de un organismo
internacional que avala “indígenas”, no por ser parte de alguna lucha entre las
poblaciones racializadas sino por ajustarse a requerimientos de organizamos
“occidentales”. En otras palabras, María Eugenia Choque hizo “currículo y
carrera indígena” donde se hace ese tipo de currículo y carrera; no entre los
“indios”, sino entre los “blancos” culpabilizados que definen quienes son y no
son indígenas según su conveniencia.
Estos
indigenizados son expertos en vivir de la discriminación positiva, aludiendo a
los sufrimientos “soportados desde hace 500 años”. Considerando a estos
personajes y más allá de su victimización, se puede decir que las generosidades de
las instituciones que los reconocen como “auténticos otros” han hecho que entre
los “indígenas” se forme una “élite” experta en generar lástima, apelando a la
culpabilidad de los “normales”. Son individuos a quienes no se los valora por
su capacidad o por su desempeño, sino por sus escenas de lloriqueo impostado
sobre “quinientos años” y así refuerzan el racismo contra los “indios”.
Y
es que en la indigenización deben jugar necesariamente quienes son
indigenizados y quienes indigenizan. Unos, los defensores de los indígenas, y
los otros, los defendidos. A este respecto, es esclarecedor que quienes
defienden la comunidad “indígena”, como el lugar donde sus habitantes serían
auténticos, lo hacen desde una distancia “prudente” que les permite hacer fama
y dinero sin tener que vivir la vida de sus defendidos.
Con
las modas académicas actuales sobre la diversidad es muy conveniente ser
indigenizador y tener indigenizados para ganarse la vida. O, para decirlo de
otro modo, el ser indiólogo es una forma de vivir, fabulando sobre los indios.
Ello sea a hecho por medio de una serie innumerable de actividades
promovidas, generosamente, por organismos no gubernamentales, gubernamentales y
universidades. No es casual que los indigenizadores sean operadores de estas
instituciones. Además, su “rebeldía académica” (sean poscoloniales,
descoloniales, decolonioales, etc.), mantenida muy cómodamente al margen de lo que
les pasa a los “indígenas”, solo ha contribuido a esterilizar potenciales de
lucha y sostener actividades inútiles en las que los “expertos” en “cosas de
indios” se avalan (y alaban) unos a otros.
Autenticidad indígena y
racismo
El
definir quién o qué es indígena está muy ligado al racismo y es resaltable que
en Bolivia el racismo es un tema del que no
acostumbran hablar quienes lo sufren o si lo hacen es en situaciones en las que
suele estar presente algún desinhibidor, como el alcohol. Por su parte, cuando
el gobierno ha hablado del racismo lo ha hecho, en la mayoría de los casos,
para victimizarse y descalificar a su oposición; pero también se puede decir
que ha reforzado los estereotipos racistas sobre los indígenas promoviendo una
serie de ideas y acciones que no son propiamente creaciones del MAS y que
incluso las comparte con la oposición. En el fondo, estas ideas y acciones
(“descolonizadoras”) han apuntado, entre otras cosas, a señalar la autenticidad
de quienes pueden ser reconocidos indígenas.
¿Qué sería lo que haría auténticos a los indígenas? Según la
retórica gubernamental (que la tomó de varias ONG’s), lo que haría que los
indígenas sean lo que se supone que son es su forma de vida ancestral, basada
en la complementariedad con la naturaleza, ajena a los cambios históricos,
donde no existen los males del mundo occidental y todos “viven bien”, donde
incluso “la hormigas están antes que los seres humanos”. Es decir que un
verdadero indígena sería alguien que cumple esos “requisitos”, alquilen incapaz
de tener iniciativa histórica.
Si bien esa autenticidad puede ser jocosa a primera vista, no
olvidemos que tuvo mucha fuerza ideológica en los primeros años del gobierno
del MAS; ósea que había gente que se creyó todo eso. Pero lo que me interesa de
esta autenticidad es mostrar el racismo que la constituye y para ello quiero
recordar que a inicios del pasado año (2018) una mujer “de pollera” fue víctima
de racismo en Santa Cruz. Al respecto, el
periodista Carlos Valverde hizo una observación sobre la víctima, señalando que
no sería indígena por su educación. Nótese que en la observación de Valverde
subyace la idea racista: indígena auténtico igual indio ignorante.
Bajo
ese razonamiento, un “verdadero indígena” sería alguien que no tiene educación,
que no fue a la escuela y que, por lo tanto, no estaría “contaminado por la
cultura occidental”. Y es que si alguien es un verdadero indígena, según la
retórica oficial, que se “complementa” con las observaciones de Valverde y de
muchos opositores, debería vivir en equilibrio con la naturaleza y fuera de las
ciudades, debería rechazar la educación occidental y preservase a pesar de la
historia.
En
este tipo de ideas de autenticidad se deshumaniza, una vez más, a los
catalogados como indígenas y el racismo funciona como mecanismo de poder
embellecido de reconocimiento cultural. Antes se decía que los indígenas o los
indios eran seres subhumanos, casi animales; con el reconocimiento
plurinacional se los ha puesto, retóricamente, como sobrehumanos, como seres que
vivirían por sobre los problemas terrenales de los humanos.
El
sentido racista de esta deshumanización, que a primera vista se muestra como
una especie de glorificación de quienes antes eran despreciados, es que
justifica la exclusión de los indígenas de los espacios en los que los “humanos
normales” se sacrifican humanitariamente para que sus incluidos no se
contaminen y preserven su virginal cultura. En otras palabras, se trata de
establecer hasta donde pueden y no pueden ir los incluidos.
La
autenticidad indígena es así una trampa en la que quienes han vivido la
exclusión por su origen social deberían conformarse a seguir viviendo esa
exclusión pero con otra fachada. Un indígena autentico sería, entonces, aquel
que no pondría en peligro el estatuas de una casta y por ello merecería ser
llenado de halagos y beneficiado con reconocimiento plurinacional. En otras
palabras, los indios que no se atreven a invadir los espacios de los no indios
serían los buenos indígenas, los auténticos; si hacen lo contrario son “indios
de mierda”.
Pero
vale la pena hacer notar que el racismo que sufrían los “indios” en la segunda
mitad del siglo XX fue denunciado y combatido por “indígenas” que no encajan en
las ideas de autenticidad: indianistas y kataristas, quienes habían dejado sus
comunidades para asentarse en la ciudad de La Paz y no solo pasaron por la
escuela sino también por la UMSA, dando lugar a la formación de una
intelectualidad aymara. Y es que esas nuevas situaciones los llevaron denunciar
y luchar contra algo que vivían pero que era pasado por alto por los “otros”
(que sin embargo lo practicaban).
Esto
no es nada extraño y pasó en otras latitudes. Por ejemplo, fueron los “negros
letrados” en Estados Unidos que plantearon, a finales del siglo XIX, ideas
acerca de la situación y del racismo que sufría la “comunidad negra” en ese
país. También en África, en los procesos de descolonización, la intelectualidad
“negra” que había pasado por las universidades de los “blancos” denunció el
racismo, en francés, inglés o portugués (según el caso), promoviendo a la vez
ideas sobre la independencia nacional (nótese que los indianistas y kataristas
en Bolivia denunciaron el racismo y platearon sus ideas desde las ciudades y en
castellano). ¿Uno podría cuestionar la autenticidad de esos “negros” (que eran
indígenas en sentido de vivir bajo el dominio de colonos)?
Puede
decirse que la autenticidad indígena es una especie de mecanismo mediante el
cual se busca justificar la marginación de quienes son considerados de raza
inferior. Supone a seres congelados en la historia y que se preservarían como
“hace 500 años” a partir de algún imaginado principio cultural ahistórico.
¿Deberíamos esperar que los españoles de hoy sean iguales a los que llegaron
“hace 500 años” o que los chinos sigan en las condiciones anteriores a “La
guerra del opio” (a mediados del siglo XIX)? En la actualidad, ¿alguien
cuestiona la autenticidad de los chinos por estar produciendo tecnología
“occidental” y vendiéndola al mundo? ¿Se pone en duda la autenticidad de los
koreanos que hacen k-pop?
Hacerse
ese tipo de cuestionamientos suena estúpido y lo es. Pero en Bolivia la “autenticidad”
de aymaras o quechuas se pone en duda cuando no encajan en los estereotipos
racistas por usar elementos contemporáneos (ropa o dispositivos de
comunicaciones, por ejemplo) que no usaban ni crearon sus ancestros. Uno podría
invertir este cuestionamiento y dirigirlo hacia los bolivianos “normales”: si
ustedes no inventaron el celular ni los computadores, ¿por qué los usan? Exigir
a los “indígenas” que sean “auténticos”, que “mantengan su cultura”, es tan
estúpido como esperar que los europeos hoy tengan como arsenal militar las
armaduras, espadas y caballos que usaban “hace 500 años”.
En
muchos aspectos, en la exigencia de autenticidad indígena se folkloriza a
poblaciones racializadas, como si la vida de un pueblo se redujera a repetir su
folklore tal cual lo habrían hecho sus antepasados. ¿Se puede reducir, por
ejemplo, a los japoneses a su folklore omitiendo su papel en la economía? En
Bolivia, muchos reducen a los “indígenas” a cuestiones meramente folclóricas y
hasta místicas sin considerar su papel en la economía. Claro, en Japón no hay
una casta blancoide que tenga que justificar su dominación folklorizando a los
“indígenas” japoneses. Mientras tanto en Bolivia, los “indígenas” no formaron
sus propios Estados y vivieron sometidos a una casta que heredó sus privilegios
de la colonia y que ha disfrazado su situación de poder con el discurso del
mestizaje desde la segunda mitad del siglo XX.
El
refugio racista de quienes suelen buscar y hasta exigir autenticidad indígena
es: “la mayoría de los bolivianos somos mestizos”. Este refugio, propalado por
el “Estado del 52”, supone una peculiaridad racial de la mayoría de los
habitantes del país en contraste con otros países: Bolivia sería un país de
razas mezcladas, por tanto existen las razas y fuera de Bolivia serían puras. La mezcla racial sería la particularidad de los bolivianos
y lo que les conferiría igualdad biológica, diferenciándolos “racialmente” de
los no bolivianos y de los “indígenas” bolivianos.
Se sabe que las razas (puras o mezcladas) no existen pero sí el
racismo, que es la materialización social de la idea de raza en actos,
comportamientos, gestos, etc. En ese entiendo, en las manifestaciones de
racismo se puede identificar, por parte de quienes lo protagonizan, un afán por
demarcar una diferencia jerárquica que suponen natural (o biológica) respecto a
sus víctimas y que se expresaría en diferencias somáticas y culturales. Por
ello, es comprensible (no justificable) que la palabra indio se use en Bolivia
no para decir que alguien es de la India sino para decirle que se le considera
inferior y que debería permanecer en “su lugar”, abajo respecto de quien así lo
señala.
Esta forma cotidiana de demarcar límites a tales o cuales
individuos (o grupos), en distintas situaciones, expresa que las diferencias
sociales son tomadas de antemano como determinaciones biológicas. Es decir, las diferencias étnicas, de clase y
de estrato se asumen como naturales y propias de “razas” distintas, de gentes
“hechas por la naturaleza” para esto y no para lo otro. Así, los distintos
aspectos de la vida en nuestro país son biologizados, atribuidos no a sus
precedentes históricos y a la dinámica social contemporánea, sino a una
condición que se supone es previa a todo lo humano y sobre la cual se habría
formado el orden social.
En
consecuencia, el orden social basaría su estabilidad en que cada quien y cada
grupo cumpla sus funciones “naturales” y ocupe, obediente y resignadamente, su
lugar sin molestar a los demás. Los de abajo deben quedarse ahí y los de arriba
deben recordarles su lugar a los de abajo. Pero se trata de un abajo y un
arriba que en muchos casos se definen de maneras muy circunstanciales, donde
uno puede quedar a veces arriba y a veces abajo, según con quienes se haga la
diferenciación. Empero, las transgresiones a este orden se “sancionan” con
violencia racista: “indio de mierda”. Entonces, el racismo tiene que ver con el
ejercicio de poder en un espacio donde las diferencias jerárquicas se entienden
como diferencias raciales y, así, se las naturaliza, se las ubica
ideológicamente por fuera de las relaciones sociales, por fuera de la historia.
No hay que perder de vista que, históricamente, los grupos que
proveían mano de obra en la colonia eran los “indios” y en razón de ello sus
rasgos somáticos y culturales fueron asociados a trabajos subordinados y de
esfuerzo físico, identificándoselos como signos que señalaban su lugar
“natural” en la sociedad; lo que también pasó, aunque en sentido opuesto en el
estatus, con los rasgos de quienes dominaban y se dedicaban a la
administración. Así, las relaciones de explotación y dominación fueron
atribuidas no a su carácter mismo de relaciones sociales sino a una supuesta
diferencia racial. Por lo tanto, en términos ideológicos (que tiene sus implicaciones
prácticas), un “blanco” sin plata puede (y suele) presumir superioridad
“natural” frente a un “indio” con plata.
Entonces,
la división del trabajo que se instauró en la colonia dio lugar a que el
estatus de superioridad esté simbolizado en lo que “racialmente” sería opuesto
a los indios: los “blancos”, y más abajo en la escala racializada, pero por
sobre los indios, los “mestizos”. Por lo mismo, no es de extrañar que quienes
tienen rasgos físicos de “raza inferior” busquen distanciarse de su entorno
social de origen tratando de “blanquearse” en el afán de ascender socialmente,
asumiendo a la vez comportamientos racistas “contra su propia raza” y llegando
a ser más racistas que los “no indios” contra los “indios”. En este proceso de
diferenciaciones sociales se pone en juego la “autenticidad indígena” pues se
la busca para señalar lo que no se es o no se quiere ser: el inferior, el
indio; aunque con las modas “descolonizadoras” este señalamiento viene bajo el
cosmético discurso de respeto e inclusión a los “naturalmente” diferentes.
En
general, el problema de la autenticidad es un problema de racismo, en cierto
modo, análogo a esa exigencia hacia las mujeres de virginidad. Para un hombre
una mujer digna de ser desposada debía ser virgen, de lo contrario era una
puta. Es decir que a la mujer se le exigía que no hiciera lo que el hombre si
podía. De similar manera, para alguien que se asume como un “no indígena” un
indígena digno de ser tratado como tal es aquel que preservaría una especie de
virginidad cultural que debe ser gozada por quien lo incluye. Es decir que al
indígena se le exige que no haga lo que el no indígena puede hacer.
Es
indudable que muchas personas han promovido el reconocimiento indígena con
mucha honestidad y tratando de hacer frente al racismo; sin embrago, las buenas
intenciones y la buena de fe no alcanzan para tal propósito e incluso terminan
cristalizándose en lo que se supone querían combatir. Y es que dicho
reconocimiento es, en el fondo, la formalización del racismo pero con “cara
amable”. Es racismo ejercido, orgullosamente, con elegancia.
Más allá de la
indigenización
Consideremos
que hasta mediados del siglo XX Bolivia era un “país de indios” que no tenían
condición de ciudadanos y que estaban gobernados por una casta “criolla” que
gozaba y defendía privilegios heredados de la colonia. En el Censo de 1950 se
catalogó como indígenas al 61.4% de la
población y el restante 38,9% habrían sido no indígenas. Según el Censo del
2012 la población “indígena” llegó al 42 %, es decir, un 20% menos con respecto
al Censo del 2001[3]. En 1950,
el 26,2% de los habitantes del país vivía en áreas urbanas, mientras que el
76,8% estaba desperdigado en áreas rurales, fundamentalmente en la parte
andina. El 2012 la población asentada en las ciudades llegó al 62,5%, mientras
la rural alcanzó un 32,5%.
Los
datos señalados permiten ver que la diferenciación entre una población indígena
y otra no indígena no es algo nuevo en Bolivia, como ya se indicó
anteriormente, y de hecho ha marcado la historia del país. Sin embargo, también
permiten ver que en la segunda mitad del siglo XX Bolivia pasó de ser un país
rural a ser fundamentalmente urbano, un fenómeno normal en Estados modernos o
que tratan de modernizarse.
La
inmensa mayoría de esta población que se volcó a las urbes es población andina
racializada como indígena y por ello no debería extrañar que la vida urbana en
el país este marcada por elementos propios de las sociedades agrarias andinas,
las que le han dado un contenido indentitario a Bolivia. Se puede decir que
este vuelco de la población hacia las áreas urbanas ha dado lugar a procesos de
distinta índole en los que los “ex-indios” han sido y son los protagonistas, no
como “otros”, no buscando inclusión; sino como actores fundamentales en la
redefinición de lo que es el país. Si uno deja de buscar entre esta población
alguna tipo de “autenticidad indígena” o deja de descalificarlos por no quedarse
en “su lugar” (en sus comunidades) y “preservar su cultura”, puede tratar de
hacer un acercamiento que salga de la indigenización y permita verlos en su
humanidad y en una situación histórica concreta.
En
ese entendido, lo que hoy algunos llaman “clases medias populares” y las
presentan como un logro del “gobierno indígena” se inscribe en ese proceso de
vuelco poblacional que a la vez ha ido acompañado de la inserción en circuitos
de circulación de mercancías y la apertura de mercados en otros espacios del
país. Con el “Estado del 52” (no con el gobierno del MAS), las poblaciones
indigenizadas fueron tomando los mercados que antes eran monopolizados por los
“vecinos” y con la “desregulación” fueron vinculándose a mercados
internacionales sin la mediación de los indigenizadores.
Es
decir que lo que hoy se presenta como algo nuevo y como un logro del MAS en
realidad es un fenómeno “medio antiguo”. Y no solo eso. También deshace la
retórica sobre la “autenticidad indígena” que el gobierno ha promovido y ha plasmado
en la Constitución. Pero lo fundamental es que este proceso de desplazamientos
poblacionales está dando cuerpo a la identidad nacional (no plurinacional) en
Bolivia.
Consideremos
que el espacio geográfico no tiene sentido por sí mismo sino que son quienes lo
habitan los que le dan sentido. Consideremos también que no hay un espacio
predeterminado para tales o cuales grupos, sino que es territorializado por
quienes lo habitan. Los espacios ocupados en términos concretos y materiales
adquieren sentido por la actividad, por la vida que los ocupantes desarrollan
en tales lugares.
Los
migrantes andinos, que se arriesgan a dejar “su espacio” para emprender nuevas
iniciativas, han ido identificando lugares en los que pueden dedicarse al
comercio y en ello también se han valido de los vínculos sociales formados en
sus lugares de origen pero reproduciéndolos en nuevos espacios. Esta población,
como cualquier migrante, lleva una carga cultural e histórica, de tal manera
que sus actividades económicas son desarrolladas con elementos premodernos,
como las fiestas patronales con sus entradas folklóricas, que son articulados a
la dinámica de la economía capitalista (que funciona mejor en lo “informal”,
donde no se la regula).
La
fuerza de este desplazamiento poblacional puede “medirse” en el hecho de que
hoy las danzas que llevan a todos los rincones del país son asumidas y
defendidas como danzas bolivianas. Hace un siglo habrían sido catalogadas como
fiestas de indios, hoy son la marca de la identidad boliviana. Y ello no es una
excepcionalidad del país ni se trata de alguna peculiaridad cultural de los
andinos, sino que esta población ha estado vinculada a los circuitos
comerciales (recuérdese la importancia de La Paz en este ámbito durante la
colonia). Pero en general, en los procesos de vuelco poblacional, de lo rural
lo urbano, por los que han pasado la mayoría de los países en el mundo, ciertas
poblaciones rurales, las más vinculadas al mercado, han sido las que han dado
cierto contenido nacional a esos países y es que inevitablemente la gente que
proviene de áreas rurales deja su huella en las áreas urbanas, pero a la vez se
va transformando.
En
Bolivia esto es muy visible entre los aymaras y ya lo señalaban los indianitas
en la década de los 60. Por ello es ridículo buscar autenticidad indígena entre
estas poblaciones o pensarlas como gente
que viviría, desperdigada como manchas, entre las montañas del altiplano, como
se hace en las escuelas y los mapas étnicos. Y no es casual que sean las danzas
andinas las que se bailan en todo el país y no así las danzas de otros grupos
indigenizados. Por ello se puede decir que el sentido nacional en Bolivia no es
de los años en que este país nació ni el que trató de formar el “estado
nacionalista”, menos aún es “plurinacional”.
Además,
en este proceso de ocupación de las ciudades por parte de los “ex-indios”, que
lleva más de medio siglo, se ha ido dando diferenciaciones sociales muy
marcadas entre esta población, por ejemplo, en lo que se refiere a la
profesionalización. No hace mucho oí un comentario racista en el que se decía:
“hasta los cara de Mamani ahora son fiscales”.
Considerando
lo que ha pasado desde mediados del silgo pasado, ¿debería extrañar que los
“cara de Mamani” sean fiscales (profesionales)? ¿Deberían volver a sus
comunidades o a las de sus podres o abuelos? ¿Deberían (sobre)vivir, en nombre
de lo plurinacional, como lo hacían sus abuelos, marginados por un Estado
racista? ¿Habría que sancionarlos por no respetar “su” cultura y atreverse a
ascender socialmente, incomodando a los “de buena familia”? ¿Alguien se
horroriza por que haya “negros” profesionales? “Negros” cuyos antepasados no
lejanos fueron “indígenas” de ingleses, holandeses, portugueses o españoles.
No
faltan quienes suelen atribuir la profesionalización de poblaciones
indigenizadas a las bondades del MAS, incluso me tocado oír a algunos
militantes del “proceso de cambio” decir (ante los cuestionamientos sobre el
papel secundario de los “indígenas” en el “gobierno indígena”) que “los
indígenas recién se están preparando”. Sin embargo, ya a finales de los años 60
e inicios de los años 70 salieron los primeros profesionales “indios” de la
UMSA y en los años posteriores eso se fue haciendo cada vez más normal. De tal
manera que se pasó de una universidad elitistas, donde los “indios” eran
rarísimos lunares, a una “u” repleta de “indios”, en la que los “q’aras” son
lunares.
Claro
que ese proceso fue difícil para quienes antes eran la minoría en la UMSA,
quienes incluso, en muchos casos, buscaban esconder sus orígenes por la
discriminación que sufrían. Me viene a la mente el comentario de una docente
universitaria, hace un par de años, relatando una experiencia suya acaecida a
inicios de los 80: cuando le tocó recibir su título profesional una amiga suya,
que también recibía su título pero estaba acompañada de una “mujer de pollera”,
le dijo que esa mujer que la acompañaba era su sirvienta pero en realidad era
su madre. En la actualidad es muy normal ver “mujeres de pollera” acompañando a
sus hijos en las graduaciones universitarias y no son presentadas como
“sirvientas”.
Puede
decirse que los espacios universitarios han sido copados por personas que
tienen su origen en grupos racializados como “indios” y no existe algún tipo de
limitación formal que les impida ingresar a este tipo de instituciones. Sin
embargo, siguiendo el libreto multicultural de organismos no gubernamentales,
el gobierno ha abierto universidades indígenas en una situación en la que los
“indígenas” llenan las universidades (públicas y privadas) y no necesitan un
espacio aparte. Obviamente, el MAS adoptó una receta apta para la retórica de
foros internacionales que tienen como pretexto a minorías étnicas, pero para
ello tuvo que ignorar, olímpicamente, lo que pasa entre los “indios”, quienes no
juegan a ser “auténticos indígenas”, no aspiran a ser reconocidos como tales ni
buscan tener espacios para “indígenas”.
Desindigenización
Para
ir cerrando, voy a plantear algunos apuntes sobre lo que sería la
desindigenización, considerando los aspectos antes señalados. Pero antes, y por
si aún queda algún tipo de confusión, quiero aclarar que cuando digo
desindigenización no me refiero a “renegar de nuestras raíces” o “negar nuestra
origen”. Consideren que los vietnamitas y los argelinos dejaron de ser indígenas
de los Franceses pero eso no quiere decir que renieguen de su identidad;
incluso se puede decir que para afirmar su identidad se desindigenizaron.
Sin
embargo, hay quienes creen que dejar de definirse como indígenas significaría
negarnos a nosotros mismos y no es así. Alguien que proviene de poblaciones
racializadas como indígenas puede tomar la experiencia de su propia familia
para ver si sus padres o abuelos se definían como indígenas y se encontrará que
eso no ocurrió en la inmensa mayoría de los casos. Claro que puede
problematizarse esta situación, por ejemplo, considerando el escenario que se
fue dando con los bloqueos aymaras en los años 2000 y 2001, cuando mucha gente
asumió ser indígena pero no en el sentido multiculturalita y esotérico, sino
como una forma de señalar que se era parte de una población que no era tratada
como igual y no tenía las mismas oportunidades que los “blancones” acaparadores
de espacios formales.
Si
se toma seriamente lo que ha estado pasando por más de medio siglo en el país
con relación a las poblaciones andinas (que están en toda Bolivia)
indigeizadas, es plausible pensar y afirmar ese proceso histórico (que no está
determinado por alguna esencia cultural) como base de una identidad general y
no de minoría étnica. En consecuencia,
uno se ve obligado a cuestionar la clasificación que se hace sobre parte de la
población como “indígena”, en la que el racismo funciona de manera amable y
elegante, pero con el mismo resultado: exclusión y discriminación. Para ello no
basta decir: “no somos indígenas” ni refugiarse en la idea de “los bolivianos
somos mestizos”.
Si
se considera, también, que en las relaciones sociales entre poblaciones
indigenizadas e indigenizadoras el racismo es una constante que se manifiesta
de distintas maneras, uno debería plantearse enfrentar el problema, no eludirlo
atribuyéndolo a una invención maquiavélica del MAS.
Si
la indigenización ha significado la formación de distintos mecanismos para
excluir (mucha veces con el pretexto de la inclusión) a poblaciones
determinadas, la desindigenización en general debería apuntar a ir derrumbando
las fronteras que la indigenización ha creado entre los habitantes del país.
Ello a la vez debería hacerse, asumiendo que hay diferencias sociales, no
naturales ni biológicas, que han dado lugar que ciertas poblaciones vivan y
gocen de privilegios por su pertenecía familiar, por su color de piel, por su
diferenciación respecto de los indigenizados.
Entonces,
la desindigenización debería apuntar a que como ciudadanos de un mismo país
seamos tratados como iguales, valorados no por nuestro color de piel o por
nuestro apellido, sino por nuestro desempeño. Ello suena bonito pero es
problemático, pues quienes han vivido “disfrutando” de su diferencia respecto
de los indigenizados han naturalizado su situación y se ven agredidos cuando
los “indígenas” invaden lugares que creen les corresponde “porqué sí”. Y esta
“invasión” se ha hecho muy constante desde mediados del siglo XX, lo que ha
despertado las reacciones racistas en distintos ámbitos y de distintas maneras.
Puede,
en consecuencia, suponerse que la desindigenización llevaría necesariamente a
la reacción de quienes se ven afectados por lograr que se trate como a iguales
a quienes trataron y tratan como inferiores. Pero incluso se puede decir que en
sentido práctico ésta, la desindigenización, ya ha está sucediendo pues los
indigenizados, como se ha señalado, han estado protagonizando procesos en los
que no se preocupan ni ocupan por ser vistos como “auténticos indígenas” sino
que van irrumpiendo en espacios en los que no era común verlos. Por ello, la
desindigenización debería partir de eso que hacen estas personas.
Es
perfectamente lógico un accionar dirigido a poner fin a las diferenciaciones de
la indigenización, a la lucha contra el racismo y promoviendo ideas de igualdad
entre los ciudadanos de este país. A este respecto, tomando como contraejemplo
lo que hizo el MAS, no se debería
disfrazar a las personas con trajes típicos ni ridiculizarlos
poniéndolos en la tarea de hacer rituales; tampoco se debería crear ni mantener
espacios de discriminación plurinacional, lo que solo significa la marginación
de sus “favorecidos”. Se debería dejar la retórica de la victimización, sin que
ello quiera decir que se deba dejar de señalar y denunciar el racismo, y más
bien se debería forjar ideas y representaciones en las que quienes han sido
tratados como inferiores se presenten por sus capacidades, por sus logros por
su forma de innovar. Esta sería una forma más adecuada de enfrentar el racismo,
no quejándose sino mostrando, a partir de sus propios logros, que esos seres
considerados inferiores no lo son.
Hay
que notar que ello implicaría romper con la imagen indígena que el gobierno ha
impuesto (seres ultratradicionalistas que vivirían fanáticamente al margen de
los cambios históricos) y trabajar sobre las formas cotidianas en las que esas
personas desarrollan su vida rompiendo a la vez los estereotipos racistas. Pero
además, se podría trabajar imágenes en las que personas diferenciables
somáticamente entre sí (“indios” y “q’aras”) interactúen, por ejemplo, en la
universidad, formando lazos y conociéndose no “debajo de la piel”[4], sino en
las cosas que hacen juntos y en las que se va diluyendo el sentido racista
sobre sus diferencias físicas (algo que sucede en lo cotidiano pero que no
llama la atención de quienes “luchan” contra el racismo).
Si
bien hoy la descolonización es un tema del que ya no se habla, debido a la
forma folklórica en la que se la presentó, se puede decir que la desindigenización
es propiamente la descolonización asumida no como una cuestión de moda
académica o “como asuntos indígenas”, sino como un proceso dirigido a poner fin
a esta distinción racializada entre la población del país, dirigido a poner fin
a la indigenización. No se trata de hacer parodias de un pasado imaginado, sino
de encarar nuestros retos contemporáneos. No se debe caer en el jueguito de
aislarnos en el “mundo indígena” inventado por ONG’s sino que debemos
proyectarnos en el mundo. Sería un gran logro poder ver a algún matemático o
ingeniero genético aymara codo a codo con algún colega japonés, por ejemplo.
Pero esto es algo para lo que hay que trabajar sin caer en la folklorización ni
en la creación de guetos para indígenas. O, en otras palabras, esto significa
dejar atrás el Estado Plurinacional.
Nota:
el presente trabajo es una versión retocada del que se elaboró para una
conferencia sobre el tema organizada por la Fundación Pazos Kanqui y que se
realizó el 25 de abril del 2019.
[1]
Este llamado era motivo de comentarios entre personas que asistían a los
debates de lo que fue la Plaza de los Héroes (en el centro de La Paz), entre
ellos Wilmer Machaca.
[2] Cabe hacer notar que el hecho que se hayan sumado tres
palabras para formar la categoría “indígena originario campesino” refiere a
tres organizaciones y a cierta preferencia o preeminencia de alguna de estas
palabras en ellas: CIDOB (indígenas de tierras bajas), CONAMAQ (originarios de
tierras altas) y CSUTCB (campesinos de altiplano y los valles, pero además, migrantes
asentados en tierras bajas).
[3] El 2001, la “identidad indígena”, en
un escenario de crisis económica y política desde los bloqueos aymaras que
abrieron el siglo XXI, se asociaba a la lucha y resistencia de la mayoría de la
población, que no hacía parte de las decisiones en el Estado. La wiphala, por
ejemplo, era entonces un símbolo de confrontación contra el poder establecido y
representaba la esperanza de que algo nuevo podía surgir.
[4] Aludo a un spot del
Comité Nacional contra el Racismo y Toda forma de Discriminación que se pasa
por tv cada cierto tiempo, lo que muestra que no tienen ideas serias al
respecto y nos les queda más que seguir con el mismo spot.
discuto lo expuesto, pues en Guatemala el modelo capitalista, eurocentrico y colonial, tiene como pieza fundamental el racismo, y este debemos de tener claro que no es prejuicio pues se volvería individual y por lo mismo neo-liberal, este es el resultado de un Estado que necesita servirse de la diferenciación étnica a fin de mantener mano de obra barata basada en el abandono de los espacios asignados históricamente por el repartimiento de tierras, la encomienda, etc. estoy de acuerdo en que hay grupos ONG's que se han mantenido y mantienen el discurso de la discrimincación y la cosmovisión con fines de lucro, para lo que echan mano de la folklorización lo que no ayuda en nada la lucha contra un Estado blindado de ideologias dominadas.
ResponderEliminarExcelente!!Hay mucho que problematizar en tu texto, eso lo hace un excelente recurso, gracias!
ResponderEliminarel proceso de blanqueamiento asume practicas depredadoras de los recursos naturales en nombre del progreso y desarrollo economico que van en contra de la vida misma de toda especie en la tierra
ResponderEliminarDebriamos apoyar cualquier practica nociva que nos blanquee? en nombre de la desindigenizacion se comete grandes errores a escalas importantes, tanto como lo hacen los no indigenas extranjeros y bolivianos con nuestros recursos naturales...sera que seguir los caminos de la explotacion, apropiacion y abuso nos permitira evolucionar como especie humana?
Muy interesante
ResponderEliminarCanaliza el camino de la sociedad indígena a una sociedad moderna con identidad
Señalas un buen camino hacia la reflexión.
ResponderEliminarWaliki
ResponderEliminar