domingo, 17 de julio de 2022

Andinocentrismo y centralidad aymara

 Carlos Macusaya Cruz

Sin duda en Bolivia hay una preponderancia andina cuando se habla de poblaciones racializadas como indígenas o cuando personas u organizaciones de estas poblaciones tienen algún protagonismo. Esto suele ser señalado y reprochado, desde distintos flancos, como un problema de “andinocentrismo”; al mismo tiempo, en esta preponderancia tiene mayor presencia las referencias a la “aymaridad”, lo que también es motivo de crítica.

Tanto la primera preponderancia señalada y la segunda (la preponderancia en la preponderancia) suelen ser tomadas como si se tratara de una simple actitud que sobrevalora a las culturas de esta parte del país o a un grupo étnico en desmedro de otros. Así, lo más ecuánime, para quienes hacen este tipo de observaciones, sería también hablar “por igual” de todos los grupos étnicos o no hablar de ellos; darles la palabra a todos los grupos étnicos o a ninguno, etc.

Sin embargo, este tipo de observaciones son en realidad salidas retóricas ante un fenómeno que debería ser explicado, asumiendo que entre las poblaciones racializadas como indígenas no hay homogeneidad y que forman parte del orden social (no están en otro mundo), con sus jerarquías, relaciones de clase, diferenciaciones ocupacionales, etc. Desde esa perspectiva general hay que considerar los aspectos que están relacionados a eso que muchos llaman “andinocentrismo” y que dan lugar a lo que se podría llamar “centralidad aymara”. 

Partamos considerando que la inmensa mayoría de las poblaciones indígenas en Bolivia han estado dispersas en la parte andina del país, que la población aymara hablante ha estado concentrada principalmente en el departamento de La Paz y que la sede de gobierno, desde finales del siglo XIX, es la ciudad de La Paz. Todo esto implica varios factores a tener en cuenta. 

Si uno observa el mapa político de Sudamérica, en la gran mayoría de los casos, las capitales de los demás Estados están situadas muy cerca de las costas (una excepción es Ecuador, cuya capital es Quito), donde principalmente se asentaron las migraciones europeas durante la colonización y donde se establecieron los poderes políticos de los Estados latinoamericanos.

La región andina, en general, desde Colombia hasta Argentina y Chile, fue un espacio en el que, hasta donde se sabe, se concentró la mayor parte de las poblaciones indígenas del continente. En el caso de Bolivia esto debe considerarse en relación a que se constituyó en un Estado cuyo poder político fluctuó en la parte andina del país, con una precaria relación con las costas (cuando tenía salida al mar) y el mercado mundial. Las migraciones europeas llegaron a Bolivia, pero no en la misma medida en la que sucedía en otros Estados cuyas capitales estaban muy cerca de las playas y, entonces, terminó siendo un “país de indios”. 

En esa situación, el Estado vivió de los tributos indígenas y de la explotación minera, realizada por indígenas; en ambos casos se trató de poblaciones de la parte andina. Así, dado que el poder económico y político están relacionados a un espacio geográfico, es desde esos lugares específicos de la parte occidental de Bolivia desde donde se formó una representación andina del país y del “boliviano tipo” (que era diferente del “boliviano gobernante”); no por malicia o etnocentrismo (los indios de los Andes fueron objeto, pero no actores de esta representación), sino por determinaciones económicas. 

La Paz se convirtió en el centro económico y político de Bolivia a finales del siglo XIX y lo siguió siendo hasta el siglo XX (en la actualidad el centro económico es Santa Cruz). En ese sentido, las actividades políticas, las instituciones públicas y privadas, etc., se concentraron en esta urbe. La modernización estatal emprendida desde 1952 se hizo sobre ese terreno y hay que agregar que en adelante la ciudad fue creciendo, con mayor intensidad en la década de los 80, principalmente por las migraciones de población aymara hablante que procedía de las provincias del departamento.

La incidencia de todo ese proceso podría describirse, de manera muy esquemática, en aspectos generales referidos a la política, a la ideología, a la economía y a la cultura. Se puede hacer el ejercicio de considerar estos aspectos en otras poblaciones racializadas como indígenas para darse una idea de lo que está en juego en todo ello.

La incidencia política de las poblaciones aymaras es, a todas luces, mucho más fuerte que la de otros grupos. Hay que notar que en esto no juega un papel definitorio, aunque es importante, la cuestión cuantitativa. La población autoidentificada como quechua es mayor que la que se autoidentifica como aymara. Pero el detalle está en que esta última no solo se encuentra más cerca de la sede de gobierno, sino que la ha envuelto con sus migraciones. En esas condiciones, y lo hemos visto varias veces, una movilización de grupos poblacionales aymaras puede paralizar la sede de gobierno con relativa facilidad; pero no por “ser aymaras”, sino por la relación de cercanía con la sede del poder político en Bolivia.

Pensemos, para ilustrar la idea, en la población guaraní ubicada en el sur en el país. Al estar lejos de la sede de gobierno su incidencia política, en comparación a la de las poblaciones aymaras, es menor. Pero también se podría ver algo similar si consideramos a la población aymara de Puno, al sur del Perú y lejos de Lima, la capital de ese país. Una movilización aymara en Puno no paraliza Lima. La distancia con el centro político de un Estado es un factor que juega en el grado de incidencia política que pueden llegar a tener determinadas poblaciones; sumado al elemento demográfico.

Entonces, el epicentro político de Bolivia está situado en un espacio en el que la mayoría de la población racializada como indígena tiene una pertenecía étnica aymara. A ello hay que agregar que desde finales de los años 60 del pasado siglo, estos migrantes fueron ingresando, poco a poco, a la que se considera la principal universidad del país, la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA).

Desde ya, La Paz era y es un espacio altamente politizado por ser la sede de gobierno y este fenómeno también se daba intensamente en la UMSA, en los años en que los migrantes “indios” fueron ocupando ese espacio y si bien la mayoría de ellos fueron asumiendo, por “sobrevivencia”, la negación de su origen, algunos fueron dando los primeros pasos en la formación de una intelectualidad que, de distintas maneras, asumía como una ubicación política la condición de racialización que vivían, desde la cual formaron discursos, símbolos y organizaciones en las que la referencia central fue su pertenecía étnica. Así hablaron de las mayorías indias, pero teniendo como referente su propia etnicidad. Esto condicionó que la etnicidad aymara tenga un proceso más temprano de politización en relación directa a una producción intelectual que se fue moviendo por canales no formales y en el mismo epicentro político del país.

Sin duda, la producción intelectual de personas con procedencia aymara y cuyos trabajos cuestionan distintos aspectos del orden social, reafirmando su procedencia, es mayor con respecto a otros “grupos étnicos”. Esto es, como ya he dicho, producto de un proceso que se fue dando en La Paz desde los años 60 del siglo pasado y contrasta con otros “grupos indígenas” en su volumen e incidencia. Por ejemplo, el posicionamiento que tiene la wiphala en distintas partes del continente empezó por el trabajo ideológico de esa intelectualidad aymara que se fue formando en La Paz y que hacía actividad política.

A su vez, no hay que perder de vista que la “capital cultural” de los andes a nivel continental se encuentra en el departamento de La Paz. Es desde acá que se marcan tendencias musicales y de baile entre poblaciones “indias” de países vecinos. Puno, en Perú, es el ejemplo más visible de la influencia que llegan a tener las poblaciones racializadas de La Paz; pero también este fenómeno se puede percibir en el norte argentino y chileno.

Esta influencia está muy ligada a la llamada economía informal, desde donde han emergido sectores económicamente muy fuertes. Así, el despliegue de entradas folclóricas y grandes fiestas (con grupos internacionales) es una forma de expresar poder. Otra exhibición de ese tipo son las construcciones llamadas “cholets”. 

Es en la “economía informal” donde los grupos de origen aymara han logrado posicionarse, siendo a la vez los operadores de la expansión de las relaciones mercantiles en lugares en los que el Estado y las grandes empresas privadas apenas tienen llegada. En este proceso operan vínculos y formas de socialización de origen agrario, pero articuladas a la competencia (Ojo, que desde hace varios años atrás, La Paz sea la “epicentro cultural” de los andes implica que antes no lo fue y que en algún momento dejará de serlo).

Considerando lo dicho, no debería extrañar que desde la población aymara se genere una fuerte incidencia política, discursiva simbólica y hasta económica, rebasando los límites geográficos de Bolivia. Esos fenómenos han ido dando lugar a que se produzca una especie de “centralidad aymara” en varios ámbitos; pero también hay que tener presente el uso que hizo el “Estado del 52” sobre elementos andinos como representación de la nación. Entonces, cuando se habla de andinocentrismo, si se quiere ir más allá de apelaciones moralistas, hay que tener en cuenta los distintos aspectos que condicionan eso que se señala. Se trata de factores concretos, no de simples inclinaciones subjetivas.

miércoles, 6 de julio de 2022

La ch’unch’u moda y los etnolovers (Parte III)

Por: Carlos Macusaya Cruz

Cabe resaltar que la “ch’unch’u moda” se asentó en tierras peruanas sobre un fenómeno que se dio previamente y que también tiene que ver con las operaciones estatales y de empresas turísticas sobre “las cosas étnicas” de un país marcado por las jerarquías racializadas y la marginación de determinados sectores poblacionales. Desde hace varias décadas atrás fueron surgiendo en Perú unos personajes que empezaron a “usar su etnicidad” para tener sexo con “gringas” e, incluso, lograr así salir de su país y llegar al “viejo mundo”. Ellos son conocidos como bricheros. El término viene de la palabra inglesa bridge (puente), la que fue castellanizada y se la usa para referirse a las personas, hombres y mujeres, que buscan “hacer un puente” para salir hacia Europa o Estados Unidos teniendo un romance con personas de esos lugares. En cierta forma son un antecedente y, a la vez, la versión local de los “Etno lovers”.

Una anécdota al respecto: el año 2009 (si mal no re cuerdo), la primera vez que fui a Cusco, asistí a un evento de organizaciones indígenas. Llegué a la terminal de buses muy temprano por la mañana y me dirigí caminando a la plaza principal, que era el punto de concentración de la actividad. Estuve ahí “haciendo hora” y de a poco la gente fue llegando. El evento empezó con algunos discursos y luego siguió una marcha alrededor de la plaza. La encabezaban los organizadores y dirigentes. El grueso de la marcha lo componían las delegaciones de distintos puntos de Cusco y de otros lugares adyacentes; varios turistas y algunos jóvenes indígenas “muy étnicamente” vestidos (prendas con aguayo, plumas, etc.) se acomodaron al final de la marcha.

Luego, la movilización se dirigió a los ambientes de la Carrera de Derecho de la Universidad Pública de Cusco, que está a unos metros de la plaza de Armas. Las personas se fueron acomodando en una especie de paraninfo y el evento empezó con los saludos protocolares a la usanza que se formó en ese lugar por la actividad turística. Un par de personas vestidas de inkas tomaron la palabra y dieron discursos en quechua, seguidos de discursos en castellano en los que se hablaba de la grandeza incaica y la particularidad cultural de los “hijos del sol”. Los turistas que se habían sumado al evento desde la marcha en la plaza sacaban fotos, grababan vídeos y aplaudían los rituales y las palabras de los “inkas”.

Sin embargo, la cosa cambió cuando fueron tomando la palabra los “indios” que no estaban vestidos de incas y que asistían al evento como parte de delegaciones provenientes de pueblos rurales y alejados. Ellos no hablaban de las glorias del incario ni de su gran filosofía; ellos hablaban de la contaminación que las empresas mineras causaban en sus territorios y de las consecuencias que ello tenía en su salud y en la de sus hijos. Fue entonces que los “gringos” turistas dejaron de aplaudir y de sacar fotos o grabar vídeos, y empezaron a dejar el evento.

Yo estaba vendiendo libros cerca de la puerta de ingre so al evento y cuando los vi salir me percaté de que “salían con cola”. Los jóvenes indígenas “muy étnicamente vestidos” que estaban junto a los turistas desde la marcha en la plaza y que también habían ingresado al evento, salieron detrás de los gringos. A mí me pareció extraño porque el evento se estaba poniendo bueno, la gente estaba hablando de sus problemas reales y, no obstante, los turistas y su cola se estaban retirando. En esos instantes, una de las personas que me había contactado para estar en ese evento se me acercó y me dijo “esos son bricheros”, explicándome un poco a qué se refería.

La salida de los gringos me quedaba clara: el show para turistas ya había terminado; pero, al principio, la salida de “su cola” no me quedaba tan clara. Con las explicaciones que me dieron la cosa tuvo mayor sentido. Los turistas simplemente estaban ahí por el espectáculo étnico, con gente disfrazada de inca, y los bricheros estaban buscando alguna oportunidad para ligarse con una de las turistas. Cuando los “indios” sin disfraz empezaron a hablar de sus problemas, los turistas simplemente se fueron y los bricheros también porque estaban ahí no por la actividad sino porque buscaban “hacer un puente”.

Por decirlo de algún modo, la “ch’unch’u moda” cayó sobre terreno fértil en “tierras incaicas” y, así, la música “Inka-Apache” ambientaba el trabajo de los “Etno lovers” locales. Desde luego, no se trata de un fenómeno exclusivamente cusqueño. Se pueden ver sus variantes en distin tos lugares en los que se genera movimiento turístico en relación a “pueblos indígenas”. De hecho, cosas similares las vi en La Paz (Bolivia), por ejemplo, en algunos eventos del Museo Nacional de Etnografía y Folklore (MUSEF), aunque no llegaban a las dimensiones que alcancé a ver en Cusco, en las varias veces que estuve por allá.

He querido resaltar algunos aspectos sobre una moda que no pegó fuerte en Bolivia, tal vez por la preponderancia de los andinos (no simplemente como símbolos, sino como actores concretos que han ocupado Bolivia de oeste a este y de norte a sur) en la construcción de la identidad nacional desde mediados del siglo XX y en ello también juega la “centralidad aymara” de las últimas décadas. En esas condiciones no se podría vender en este país la música Inka-Apache como propia; aunque, desde luego, acá también se ha generado el movimiento de los “Etno lovers”, pero no en la misma dimensión que el caso señalado.

Por otra parte, lo que he apuntado deja de lado muchos otros aspectos ligados a la vida de los migrantes andinos en Europa y no hay que perder de vista que muchos de ellos no fueron parte de la “ch’unch’u moda”. Además, la vida de los “Etno lovers” en el viejo mundo no solo era buscar sexo con blancas. Muchos de ellos estaban allá ilegalmente y eso hacía su situación más dificultosa; mu chas veces debían buscar lugares abandonados para pasar la noche o eran víctimas de la violencia racista de los Skinhead (cabezas rapadas, grupos neonazis que han ido cobrando fuerza en el viejo mundo), llegando a darse casos en los que algunos perdían la vida y por su condición ilegal, el asunto “no pasaba a mayores”.

Asimismo, se podrían relacionar algunos puntos acá mencionados con otros fenómenos como, por ejemplo, el buscar “amautas” para iniciar un camino de “recuperación identitaria”; para lo que hay todo un merca do donde se juega la oferta y demanda de lo “ancestral posmoderno” y que, a pesar de venir envuelto en una retórica sobre nuestro pasado milenario, se asienta en los procesos contemporáneos de individualización. También debo dejar en claro que no condeno el hecho de que indios y blancas tengan intimidad o formen parejas. Lo que cuestiono es la reproducción de las imágenes y roles racializados en los casos acá señalados. Desde luego, también hay parejas “interraciales” de este tipo, pero que no entran en ese juego.

Me viene a la mente un reproche que se suele hacerse a los indianistas: “Estos indios solo quieren blancas”; también suelen decir “Los indianistas se casan con gringas”. La gran mayoría de los indianistas de “la vieja guardia” que he conocido no se han casado con gringas y sus parejas, en la mayoría de los casos, son de pollera. Claro que hay algunos indianistas que han hecho pareja con “gringas” y esos casos, que son contados, se toman como la regla. Eso sí, donde es más común ver parejas entre indios y gringas es en el ámbito de la música andina.

Un par de veces vi que algunos de quienes suelen hacer este tipo de reproches a los indianistas no dudan en tener un romance con una persona gringa y es que no es cuestión de indianistas. Por el orden racializado asumimos como lo más bello y deseable a la gente “blanca” extranjera. Claro que se espera que un indianista, por reivindicar su ser indio, debería meterse solo con indias, no con blancas; así como no debería usar celular o inter net. Hay muchos indianistas que alimentan esta forma de pensar, que en el fondo apunta a preservar las barreras sociales racializadas que, desde mi punto de vista, deben ser derribadas.

En lo personal apuesto por que la formación de parejas entre indios y q’aras no sea una anécdota, sino algo normal y que no debería llamar la atención de nadie, pero en las que los primeros no deban jugar el papel exótico o místico que la dominación blancoide les ha asignado. En otras palabras, apuesto porque en algún momento el indianismo no tenga razón de ser. Ya me estoy saliendo del tema, así que mejor lo dejamos para otra oportunidad.

La ch’unch’u moda y los etnolovers (Parte II)

 Por: Carlos Macusaya Cruz

En esos trajines de recuperación identitaria new age que hace parte de la ch’unch’u moda, hubo varios casos en los que la relación entre un indio y una blanca iba más allá de ser sexo causal y se formaron parejas. Muchas de estas parejas terminaban rompiendo porque el indio no resultaba ser lo que se suponía debía ser, a ojos de la pareja no india.

Por un lado, la música Inka-Apache y quienes la interpretaban, los etno lovers, se vendían con una retórica de espiritualidad ancestral, respeto a todos los seres, diálogo con la naturaleza, etc.; todo ello combinado con danzas, rituales e incluso el saludo “Jao”, que popularizó Hollywood. Pero, por otro lado, el convivir con un Inka-Apache, para varias “gringas”, resultó siendo una manera de demoler algunos mitos que se habían formado sobre los indios, ya que estos, en muchos casos, más allá de su discurso del “indio espiritual”, terminaban agrediendo a sus parejas, de manera verbal e incluso física; solían beber demasiado y expresaban celos de maneras violentas.

Es decir, cuando no se trataba de presentar un show musical, cuando dejaban las plumas y todos los atuendos “ancestrales”, cuando dejaban de exhibirse como un producto vendible, los “etno lovers” se mostraban como eran realmente; entre otras cosas, seres con una fuerte carga histórica de violencia, que suelen desahogarla con alcohol, a la vez de exhibir las herencias patriarcales formadas en sus lugares de origen. Pasaban de la idealización deshumanizante del indio, desde las condiciones de racialización, a mostrarse en su humanidad históricamente producida.

Se podría decir, en muchos casos, que despertaban deseo sexual y atracción en tanto eran tomados como algo indiferenciado y según se ajustaban a la “imagen universal” del indio. Eran como el espécimen que representaba algo más que a sí mismo y que era valorado por personificar ese “más” y, entonces, no importaba quien hacía la personificación mientras ese “más” estuviera presente. No se los consideraba, por ejemplo, como seres individuales y con personalidad, y cuando no se trataba de hacer una puesta en escena, su auténtico yo terminaba dando lugar a que su individualidad sea, ahora sí, un factor decisivo en la relación, pero esta vez para romperla.

También se daban casos en los que los “Etno lovers” que formaban pareja con europeas “tipo”, lo hacían rompiendo la relación que tenían previamente con una mujer “india”. Entonces, por decirlo de alguna forma, a eso de “recupero lo ancestral, me gano el pan de cada día y me la tiro a una rubia”, se le agregaba “dejo a mi pareja india”.

Los protagonistas de la “ch’unch’u moda” fueron en su gran mayoría hombres y cuando “sus” mujeres indias los acompañaban, lo hacían como vendedoras de los discos y las artesanías, recolectando también las colaboraciones económicas. Las mujeres indias tenían un lugar marginal y subordinado en la movida musical Inka-Apache. En varios casos les tocó constatar, en carne propia, que el aura de “recuperación identitaria” en la que se envolvían los “Etno lovers”, encubría un menosprecio hacia ellas y, a la vez, la fascinación por “poseer carne blanca”.

Pero la “ch’unch’u moda” y la música Inka-Apache no se quedaron en Europa, sino que llegaron a América y tuvieron mayor recepción en ciertos sectores de Perú y Ecuador. El grupo musical Alborada, mencionado anteriormente, fue la punta de lanza en esto. Por varios viajes que hice como activista a tierras peruanas, principalmente al sur de ese país, pude ver ciertos fenómenos en los que la “ch’unch’u moda” fue encajando con facilidad.

Perú tiene el centro turístico más concurrido de esta parte del continente, Cusco y Machu Picchu. El Estado peruano y las empresas de turismo han tomado el incario como imagen de exportación de las raíces de ese país y así, en tanto producto de exportación, se ha vaciado de su contenido histórico para formar una imagen que pueda seducir a turistas. Entonces, lo importante no es lo que fueron los incas u otros pueblos que habitaron esas tierras sino lo que se puede vender de ellos, aunque solo sea una reinvención destinada a satisfacer cierta demanda.

Se glorifica el pasado imperial incaico al mismo tiempo que se desprecia a “sus descendientes” o solo se los toma como parte del paisaje y de los suvenires que se despliegan para entretener a los turistas. A su vez, varios indígenas de ese país, que suelen ser parte de esos shows para turistas, han asumido que ese es su papel. Pero, en general, gran parte de la población, en la actualidad, toma de esa manera el pasado incaico y a sus “descendientes”.

En ese contexto, el año 2005 llegó Alborada desde Alemania a Perú, para dar su primer concierto. Su canción titulada “Ananau” tuvo mucho éxito y fue la que les permitió introducir en el mercado peruano la música Inka-Apache que hacían. Lo que me interesa de esto es cómo, en “la tierra de los Inkas”, la emulación de “la música nativa americana” que se había formado entre andinos en Europa era presentada y tomada como música Inka o, en general, como música ancestral del Perú.

Una “curiosidad” importante para lo que trato de explicar se dio en el primer concierto de Alborada en Perú. El director del grupo, luego de saludar en quechua, habló de “(...) volver a lo nuestro, porque lo nuestro es primero”. Decía esto en referencia a que la música que venían haciendo no era peruana, no era parte de ese “nuestro”. Pero, luego de esas palabras, el grupo interpretó una canción titulada “Tatanka”, que es una pieza musical de los “pieles roja” y el título, si no me equivoco, está en idioma lakota (pueblo “indio” ubicado en Estados Unidos) y quiere decir búfalo. También tocaron, entre otros, un tema titulado white buffalo (búfalo blanco), otro tema parte del repertorio “nativo americano”.

Desde aquel concierto han pasado varios años y en youtube se pueden encontrar muchos otros grupos que hacen música Inka-Apache. Entre su repertorio están las canciones mencionadas y otras que también interpretó Alborada. Una cosa llamativa en esos videos son los comentarios, en temas como Tatanka. Algunas personas, muy indignadas, acusan a esos otros grupos de plagiar la música peruana. Esto me resulta “curioso” por la facilidad con que cierto público del Perú tomó la música “piel roja” como música inkaica.

Tal vez, aunque puedo estar equivocado, ese vaciamiento de los contenidos históricos que ha hecho el Estado peruano y las empresas de turismo, haciendo del pasado precolonial una cosa vendible al gusto del cliente, ha generado unos referentes identitarios huecos en ciertos sectores de la población de ese país, los que incluso se pueden rellenar con “música apache” a nombre de lo Inka.

No trato de descalificar ese tipo música (a mí me gustan muchos temas de esta onda). Me interesa mostrar cómo juega en las condiciones de racialización. Se presenta como algo ancestral o como recuperación identitaria, pero en realidad surgió a finales del siglo XX en Europa, en condiciones sociales que no tuvieron que vivir nuestros ancestros y que no fueron parte de sus problemas identitarios.

“Hace más 500 años” no hubiera sido posible que los indios de esta parte del continente le canten, por ejemplo, a los búfalos, pero en la actualidad esto es posible por el desarrollo de las comunicaciones. Cuando llegaron los españoles o cuando Tupaj Amaru II lideró una rebelión en 1780, era prácticamente imposible que “los hijos del sol” pudieran fusionar “lo inka” con “lo piel roja”; pero en la actualidad sí se puede y se hace. La música Inka-Apache es un producto de la contemporaneidad y conlleva una serie de problemáticas que hacen a las condiciones históricas que viven los indios andinos en distintos Estados y en su paso por Europa.

La ch’unch’u moda y los etnolovers (Parte I)

 Por Carlos Macusaya Cruz

En mi niñez, era muy común que las personas mayores de mi entorno, cuando veían películas de vaqueros, llamaran “chu’nch’us” a los “pieles roja”. Cuando jugábamos a los vaqueritos entre niños, nadie quería ser ch’unch’u. Era muy normal la relación que se hacía entre ch’unch’u como salvaje, feo, un ser perjudicial, etc. En esa situación, nunca me hubiera pasado por la cabeza que en algún momento el ser “ch’unch’u” podría ser algo valorado como bello, deseado, etc.

Bueno, gracias a las redes sociales pude conocer a un par de personas de origen indígena andino que emigraron a Europa y fueron parte del movimiento cultural que llamo “ch’unch’u moda”, el cual contrasta con la manera en la que normalmente se asumía a los “ch’unch’us”. Las conversaciones con ellos me permitieron ir relacionado sus experiencias con algunos fenómenos que fui viendo y viviendo desde el 2006, más o menos.

Resulta que en la década de los 90, en el “viejo mundo”, el mercado de la música andina estaba saturado y los migrantes indios que habían llegado hasta allá (principalmente desde Bolivia, Ecuador y Perú) y que se ganaban la vida haciendo esta música, encontraban mucha competencia. Ya no era rentable hacer música andina y, como seres terrenales que eran, para sobrevivir se vieron obligados a innovar y presentar otra cosa que fuera del gusto de una parte del público europeo.

En esa situación fue surgiendo lo que algunos llaman los “Inka-Apaches”, indígenas andinos que para ganarse el pan de cada día se vestían de “pieles roja” y trataban de imitar la música de los “nativos americanos”. Lo hacían, en muchos casos, cantando en quechua e interpretando alguna “flauta nativa americana” e instrumentos andinos sobre una pista. El grupo más conocido de este tipo de expresión musical es Alborada, que, hasta hace un par de años, estaba conformado por dos hermanos peruanos, un ecuatoriano y un argentino.

En general, se puede ubicar a la música “Inka-Apache” dentro del gran mundo del New Age, un género que surgió a mediados del siglo XX en Europa y Estados Unidos. En los años 90, cuando hace su aparición la música “Inka-Apache”, el New Age ya se había posicionado, fusionando distintos estilos y en su versión étnica fue introduciéndose en grupos espiritualistas como música de meditación para hacer yoga o para ambientar distintos tipos de talleres, terapias y cosas por el estilo.

Lo que me interesa abordar de este fenómeno no es la música “Inka Apache” en sí, sino algunas de las problemáticas relacionadas a la “recuperación identitaria” que se pueden señalar por medio de ella y que tienen que ver con las poblaciones racializadas como indias. El paso “del indio despreciado al indio deseado” es uno de los temas que uno puede ver en todo esto.

Como dije, en general, era muy normal que “todos” buscaran diferenciarse de los indios, por la significación que han adquirido los “signos de racialidad”. Pero en el caso de los “Inka-Apaches”, estando en tierras europeas, lo fundamental era asemejarse no al indio de los Andes, que es la región de donde ellos procedían, sino a la imagen del indio hollywoodense, porque esa es la “imagen universal” de lo que serían los indios y, por lo tanto, era la mejor manera de “enganchar” a un público “blanco”.

Reitero, los “Inka-Apaches” surgen por la necesidad de sobrevivencia en un mercado donde lo andino ya no era novedad. Es en esa situación que necesitaban “cautivar” a sus potenciales clientes con un nuevo producto que encaje en la “imagen universal” del indio. Se trataba de ser vistos y tomados como verdaderos “ch’unch’us” y esto, con el pasar del tiempo, se fue volviendo en una especie de “ch’unch’u moda” pues otros migrantes también lo fueron haciendo.

Ya a mediados de la primera década de este siglo, la “ch’unch’u moda” era un fenómeno social entre varios migrantes andinos en Europa. Se había formado una especie de industria en la que se producía música a la vez de que los intérpretes se autoproducían como indios norteamericanos. Así, sus rasgos físicos, incluida una larga melena, eran “explotables” cuando se presentaban en shows callejeros junto a pistas producidas con programas de edición musical, interpretando instrumentos andinos de viento, luciendo ropa “apache” y cantando en quechua (seguro que la mayor parte de su público ignoraba que el idioma en el que cantaban no era “piel roja” sino andino).

Ese tipo de puestas en escena movían los prejuicios, los estereotipos, el paternalismo y la “imagen universal” del indio que se ha ido formando en el “viejo mundo”. Además, la idea de que los “pieles roja” son una “raza extinta” o que están en vías extinción, hacía más vendible a la música “Inka-Apache” y quienes la interpretaban se presentaban envueltos en un aura mística, como si fueran “los últimos de su especie”. Así vendían sus materiales (no solo discos, sino también artesanías y cosas por el estilo) y cierto público europeo asumía que tenía en vivo y directo a quienes se supone estaban extintos o lo iban a estar. De esa manera, quienes asumieron la “ch’unch’u moda” se podían presentar más o menos como un producto de edición limitada. Ojo, se estaban ganando el pan de cada día.

Pero no solo se trataba de que la cara de indio resultó siendo “vendible”, junto a otros elementos, sino que también movía el deseo sexual. Los “Inka-Apaches”, que se presentaban en plazas, además de vender sus materiales pedían colaboración económica a su ocasional público. Había casos en los que mujeres, de distintas edades, no daban esa colaboración y preferían tener un momento íntimo (relaciones coitales) o, en otros casos, colaboraban económicamente y “de yapa”, se iban a la cama con alguno de los “Inka-Apaches”.

De ser personas que en sus países de origen formaban parte de las poblaciones consideradas feas y que no motivaban deseo sexual entre los q’aras, sino rechazo, pasaron a ser deseados sexualmente por blancas europeas. Pero cabe aclarar que esto de ser objeto exótico de deseo ya había pasado antes con los mismos indios intérpretes de música andina en Europa, pero ahora, con la formación de la “ch’unch’u moda”, este fenómeno se había elevado a “su máxima potencia”.

Económicamente nos les iba nada mal a quienes iniciaron la “ch’unch’u moda” y, sumado a ello, podían realizar el sueño de los hombres que sufren el racismo: acostarse con blancas. Además, ser cosa deseada por personas “blancas blancas” o “verdaderamente blancas”, contrastaba con lo que habían vivido en sus países de origen, donde sufrían el rechazo de los “medio blancos” (el estar entre europeos “tipo” hacía que pusieran en duda la blanquitud de quienes son considerados blancos en los lugares de donde ellos provenían). Entonces, asumir una identidad india en la que se costuraba, con la onda New Age, “retazos étnicos” andinos y apaches implicaba el reconocimiento emanado de la autoridad blanca que validaba esa forma de identidad.

A ojos de los “Inka-Apaches” no solo la “música ancestral”, como le llamaban a su arte, gustaba a “los europeos”, sino que incluso “las europeas” querían acostarse con ellos. Todo eso, muchos de ellos, lo tomaron como señal de que lo que hacían estaba en el verdadero camino de la recuperación de su identidad. En general, era algo así como “recupero lo ancestral, me gano el pan de cada día y me la tiro a una rubia”. Así, el orgullo por ser y mostrarse indio, entre estas personas, estaba también condicionado por ser tomado como cosa exótica deseable para mujeres blancas. También se puede decir que era una forma de “acceder a carne blanca” jugando el papel de amantes étnicos o “etno lovers”.

domingo, 3 de julio de 2022

“En Bolivia no hay racismo…”, segunda edición

 


El viernes 3 de julio de 2020 recogí los primeros ejemplares de “En Bolivia no hay racismo, indios de mierda”. La semana siguiente, el jueves (9 de julio), salí a venderlos al atrio de la UMSA. Llevé un paquete de 50 ejemplares y, en casi tres horas, se terminaron. El libro tuvo, para mi sorpresa, una muy buena acogida. Para el mes de enero de 2021 ya solo tenía en mi poder un par de ejemplares, mismos que en algunos días también se terminaron. Desde octubre del pasado año estaba dándole vueltas a la idea de publicar una segunda edición.

Recuerdo que al empezar a escribirlo, a mediados de mayo de 2020, mi intención era plantear algunas observaciones sobre el racismo que eran imposibles de tocarlas todas en uno o dos artículos. La situación saturada del racismo que se vivía cuando fue naciendo este trabajo me empujaba a que el libro saliera “de una vez”. Quedé inconforme con el texto final, fundamentalmente porque me pareció que se podían desarrollar más las ideas planteadas, y varias se podían reformular y a su vez introducir otros puntos.

A pesar de esa inconformidad, he preferido dejarlo tal y como salió, salvo algunas ligeras reformulaciones y, en muy pocos casos, un par de líneas agregadas (que no han cambiado el sentido de lo que ya estaba planteado). No he cambiado nada en lo sustancial ni en su estructura formal. A leerlo para hacerle algunos retoques, recordé las circunstancias en las que fue redactado y me pareció que lo mejor era publicarlo con el “cuerpo y espíritu” con el que salió en su primera edición, como una expresión, entre otras, de un momento histórico muy difícil que vivió el país (lo que va más allá del autor como simple individuo).

Creo que vale la pena hacer algunos apuntes en esta nota sobre un par de aspectos que tienen que ver con el libro y que pueden ser de interés para quienes lo lean.

Cuando me puse a vender la primera edición, algunas personas que habían leído o habían ojeado el libro, me preguntaron por qué no hacía citas en él; incluso, algunos lanzaban esa observación en un sentido descalificador. Para esta ausencia hay un par de razones básicas. 

Me interesaba que el libro pudiera leerse de manera fluida, sin ser interrumpido con algún tipo de referencias o citas; además, por urgencia política descarté cumplir ese tipo de formalidades académicas. Desde que lo escribí, mi intención era que las cosas que quería expresar salieran rápido por el contexto crítico que vivíamos entonces (¿debía preocuparme por cumplir las formalidades académicas cuando la tarea urgente era confrontar el racismo?). En esa situación, no era una opción buscar y volver a revisar (para citar) los materiales que he leído desde que me interesa el tema del racismo y que son muy importantes en las cosas que digo al respecto; me hubiera llevado mucho tiempo hacer eso. Además, para poder hacer ese tipo de trabajo con el cuidado necesario, tendría que disponer de recursos que me permitieran dedicarme casi exclusivamente a ello, pero en mi caso eso es como soñar. 

Por otro lado, después de varios y accidentados trajines, he ido asumiendo una postura crítica respecto al academicismo y sus rituales burocráticos. He visto cómo muchas personas, por ejemplo, valoran un libro no por la argumentación desarrollada, sino por su bibliografía, por si los clásicos o expertos están o no citados, por si se usa o no la retórica avalada en algún gremio académico, etc. Si uno no hace citas en su tesis universitaria, su trabajo será descalificado. En la academia ese detalle es de suma importancia; pero yo no escribí para académicos y, por lo mismo, no estaba preocupado en rendirles cuentas a ellos. Cumplir o no con esa formalidad no es determinante para el propósito con el que fue escrito el libro. 

Algo para que esto quede claro: mi padre fue zapatero y como tal formó un conocimiento sobre maneras de trabajar el cuero, las gomas, la costura y otros aspectos relacionados a su oficio. Eso conllevaba, entre otros, una sistematización y unos maestros de los que aprendió, a la vez que implicaba una serie de conocimientos técnicos que hacían parte de las herramientas y máquinas que usaba. Para realizar su trabajo no tenía que citar a sus maestros ni saber quiénes ni cómo habían creado esas herramientas y máquinas; pero todos esos aspectos hacían parte implícita de su trabajo. Claro que, si él hubiera sido universitario, presentando un trabajo sobre su trabajo, habría tenido que detallar esos aspectos, referenciándolos, por ejemplo, a fuentes y autores. Pero para hacer su trabajo, eso no era necesario.

Otro ejemplo, más ligado a la acción política: cuando era activista me tocó estar en varios debates que terminaban en movilización. En esos debates, como en otros espacios, se usaba los nombres de autores o de libros para darle más autoridad a lo que uno decía. Ese aspecto del academicismo era, en este campo, un recurso retórico para validar una postura; sin embargo, al momento de la movilización uno podía citar o no a un autor, pero si lo que planteaba estaba conectado con los problemas terrenales de la gente no era determinante si hacía ese tipo de referencias. Para decirlo de otro modo, no sucedería que a alguien le digan “usted no citó a Fausto Reinaga, por lo tanto, se suspende la movilización”; en cambio, si alguien quiere ganar legitimidad en el campo académico, debe cumplir con esa formalidad. 

Lo dije en su momento, no escribí este libro por motivaciones académicas ni está dirigido a ese público, pero eso no quiere decir que haga “dibujo libre” o que diga cualquier cosa con tal de llenar páginas. He tratado de abordar el racismo de manera coherente y sensata, aspectos que son parte de la producción intelectual antes de que exista la academia, la institución moderna que valida el saber por las formalidades que ella misma establece (no solo citar). Empero, si me gustaría escribir un libro sobre el racismo, con las formalidades académicas, donde pueda exponer y contrastar ideas de diferentes autores, además de datos relacionados al tema, etc., tengo claro que un trabajo de ese tipo sería para un público muy reducido, pero me gustaría hacerlo.

En suma, escribí el libro no para que le echen una mirada “los que saben” (pero nadie les prohíbe hacerlo), sino para luchar contra el racismo. Las ideas para contemplar se las dejo a los especialistas en la contemplación, a mí me interesan las ideas para luchar. 

Asimismo, cabe señalar que en el texto me refiero (especialmente, en la sección titulada “El racismo en la crisis irresuelta”) a la situación que vivía el país desde finales de 2019 hasta junio de 2020; por lo tanto, lo hechos posteriores quedan fuera; no los abordo. 

Quisiera decir más cosas, pero termino con una última aclaración: en el primer párrafo del cierre de la primera edición de este libro, señalé que había dejado fuera un par de subtítulos “porque en su estado era preferible excluirlos”. Bueno, con la intención de incorporarlos a la segunda edición, retomé esos subtítulos y los trabajé un poco más; pero introducirlos en algunas de las secciones del libro se me hizo dificultoso porque implicaba hacer una restructuración, la cual hubiera cambiado el texto original y, como ya he dicho antes, me interesa que el libro “no pierda el cuerpo ni el espíritu” con el que salió originalmente.

Entonces, en esta ocasión he preferido no dejar de lado esos subtítulos, pero los he reunido en el primer anexo. Esto implica un problema: no hay una relación de continuidad directa entre ellos y, por lo mismo, espero sean asumidos como “apuntes sueltos” que se relacionan a la temática general que el libro trata y que contribuyen a su propósito.