Con el pretexto de homenajear un
“grito libertario”, el 16 de julio en Bolivia (téngase en cuenta la gran fiesta
que hacen los paceños en Sata Cruz, por ejemplo) es una fecha en la que se moviliza
una serie de simbolismos y entre ellos destaca “la chola paceña”, que expresa
prescripciones sobre lo que debe ser la mujer que viste pollera, situándola
como un ente de naturaleza distinta (opuesta) a las “mujeres normales” y ajena
a los procesos históricos. En los medios televisivos se ve desfilar a quienes en
otras ocasiones son llamadas “cholitas” y que en esta fecha se vuelven en “la
chola paceña”. Es la “otra mujer”, la mujer racializada, la que está marcada
por las relaciones de poder para resguardar la tradición y en ello se manifiesta
la diferencia entre quienes son de “otra raza” y quienes así los han catalogado[1], algo que marca tanos
aspectos de las relaciones sociales en este país (profesores urbanos-rurales,
Colegio Militar-Escuela de Sargentos, Miss La Paz-Cholita Paceña, universidades
“normales”-universidades indígenas, etc.).
Si bien en el caso de la chola
resalta el vestuario, no se trata solo de este aspecto, sino que también entra
en juego los rasgos físicos, aquellos que son asumidos socialmente como “signos
de racialidad”. Es decir que la chola no solo implica un tipo de vestimenta,
sino que también se trata de que esa vestimenta este cubriendo, del modo
“adecuado”, el cuerpo al que naturalmente correspondería. La pollera, la manta,
etc., son asociadas de modo inmediato a mujeres de piel morena, ojos rasgados,
pómulos pronunciados, baja estatura, etc., y que además hablan un castellano
con acento aymara.
Hay mujeres que en
alguna ocasión y por distintas razones suelen usar pollera: las modelos
“normales” (no las modelos “cholitas”), en alguna pasarela internacional, o
algunas intelectuales, como Alison Spedding, Eveline Siglo o Silvia Rivera[2].
En estos casos, por sus rasgos somáticos y procedencia social, ninguna de ellas
es considerada como una chola autentica, sino como disfrazadas o “truchas”,
como se dice popularmente. Esto responde a que en la actualidad la pollera y
sus “complementos” son asociados con las mujeres “indígenas”. El insulto “hijo
de chola” expresa la valoración racista que implica la identificación pollera e
“india”.
Recordemos que el año 2014 la
alcaldía municipal de El Alto buscó posicionar a “cholitas viales” en un
intento “original” por mejorar la circulación de peatones y el transporte en
esa ciudad. Pero en este afán, a varias muchachas que fueron parte de este
proyecto “se les ha obligado a vestirse de pollera…”[3] y
ello dio lugar a que su “autenticidad” fuese objeto de controversia. Sin
embargo, sus rasgos físicos daban lugar a que fueran tomadas como auténticas o
genuinas, pues hacían la “sumatoria perfecta” de rasgos físicos y vestimenta
típica. Si bien no se nace vistiendo pollera (ni poncho o jeans), las
relaciones de endogamia condiciona que los rasgos físicos, en términos
generales, sean heredados por los hijos e hijas, y así, en un contexto de
racialización permanente, esta herencia es asociada a la vestimenta de los
padres[4].
Pero los antecedentes históricos,
que suelen ser pasados por alto cuando se habla de lo típico, muestran que la
vestimenta de la chola no siempre estuvo relacionada a las “indias” sino que
fue expresión de la jerarquía social de las mujeres de la elite y, como dice
Cecilia Salazar, “su significado estaba asociado al poder de la hacienda”[5]. En esa situación, en el
nivel más bajo de las diferenciaciones estaba la vestimenta de la mujer
“indígena”, el acsu. En las primeras décadas del siglo XX, las mujeres de la
elite paceña eran identificadas vestimentalmente por la pollera y además
vestían a sus “sirvientas”, que eran mujeres aymaras, con prendas similares.
Con el paso del tiempo fueron dejando esta prenda, pero se la “heredaron” a sus
“criadas”.
El recaer en las “indias” el
“resguardo” de la pollera conllevó una dinámica en la que los estratos más
bajos socialmente tienen menores posibilidades de asenso social, y por lo tanto
mínimas posibilidades de cambio, a la vez de representar la imagen viva de las
“raíces”. Las mujeres que dejaron como herencia esta forma de vestir a las
aymaras fueron modernizando su estética, proceso que tenía como su contraparte
el “estancamiento” de las mujeres racializadas en los trabajos manuales. Por
ello no es casual que cuando se trata de “cultura” y “costumbres”, las imágenes
de mujeres con ropa tradicional inundan los distintos espacios. Así, se asume
que hay quienes pueden modernizarse y quienes deben ser “guardianas de la
tradición”, papeles que están signados por diferenciaciones racializantes pero
que van más allá, pues el hecho de que los hombres aymaras hayan dejado de usar
el poncho (traído de España) no ha causado ni causa tanto malestar como cuando
mujeres aymaras dejan la pollera.
Hasta no hace mucho se veían
anuncios de trabajo que decían, por ejemplo, “se necesita sirvienta,
preferentemente que sea cholita”. Esta preferencia por la cholitas muestra una
radical diferencia con lo que a inicios del siglo XX representaba la pollera
(mujeres de la elite de La Paz) y lo que vino a representar posteriormente: al
buscar una cholita, quienes hacían el anuncio, pensaban en alguien que tuviera
las mínimas posibilidades de reclamar un trato y salario justos. En su juventud
mi madre, mujer aymara que vestía pollera, trabajó de sirvienta. Ella alguna
vez me comentó que quienes contrataban este tipo de servicios preferían a las
cholitas recién llegadas del campo ya que eso era una “garantía” de que no
sabían leer y escribir y por lo tanto eran más fáciles de explotar.
En la actualidad, la
estratificación social entre la población aymara es muy dinámica y ello ha dado
lugar a expresiones vestimentales divergentes entre sí y que para algún distraído
turista pueden pasar como iguales o inadvertidas. Si bien muchas madres que
visten pollera no “heredaron” esa prenda a sus hijas, buscando ampliar sus
posibilidades de movilidad social y que no reciban el trato racista que ellas
recibieron, hoy la pollera se ha convertido en un símbolo de poder económico,
pero a la vez sigue siendo una prenda identificada con la pobreza y la
exclusión. En el primer caso, los espacios de exhibición de ese poder, además
de las construcciones llamadas “cholets”, son las conocidas entradas
folklóricas, donde las mujeres aymaras bailan enjoyadas; mientras en el segundo
caso, se trata de mujeres que ocupan los espacios de trabajo más despreciados y
que menores recursos brindan. Ambas usan polleras (de distinta calidad material),
hablan aymara, suelen volver a sus pueblos de cuando en cuando, pero están
diferenciadas en términos económicos.
Los prejuicios abundan cuando se
trata de las mujeres que visten o que deberían vestir pollera, más aun cuando
se trata darles un lugar a parte, distinto. El año 2014, se hizo un curso
especial de modelaje para mujeres que visten pollera, pues “en algunas
pasarelas, se vio modelar cholitas con actitudes muy occidentalizadas”[6].
Al parecer, quienes tuvieron esta iniciativa ni se enteraron que la prenda que
distingue a las “cholitas” tiene origen occidental, pues la trajeron las
mujeres españolas. El tormento por expresar autenticidad, en especial cuando se
tata de las mujeres “indígenas”, llega a ridículos como este y todo en nombre
de lo “típico”.
En términos generales, resalta
que se entiende a la mujer aymara (que viste pollera) como alguien que
representa una cultura que fue siempre así y ello tiene varias manifestaciones
como el hecho de declarar “Patrimonio
Cultural Intangible del Municipio de
La Paz a la Chola Paceña”[7].
La chola paceña podría equipárese a las casas coloniales (muchas de ellas ni
siquiera son del tiempo de la colonia) que deben ser conservadas o con alguna pieza
arqueológica resguardada en algún museo. Lo más reciente a este respecto fue
la “brillante” idea de prohibir a las cholitas usar escote en la entrada del
Gran Poder, idea que muestra cómo se puede prescribir como tiene que ser un
tipo de mujer, la mujer racializada.
Por otra parte, las “cholitas
cachascanistas” han sabido sacar réditos económicos no respetando la tradición,
sino haciendo algo que no se esperaría de las “cholitas”: lucha libre. Existen
mujeres aymaras que se han hecho empresarias. También, algunas cholitas son
contratadas en sucursales de bancos para dar fichas, tratando de brindar la
imagen de inclusión, es decir en rangos bajos, que son los que se pueden ver
cotidianamente en esas instituciones. Recuerden que hace tiempo a tras se destacó
en los medios que “cholitas” escalaron unos nevados, resaltando lo de “ser
cholitas”. En una ocasión escuche un comentario entre personas inmersas en la
actividad de la minería corporativizada. Decían que en El Alto hay prostíbulos
en los que las mujeres que visten pollera tienen una tarifa más alta que las
que no visten de ese modo… como se dice hay mucha tela por cortar…
La chola paceña del siglo XX sería la patrona
de quienes hoy son vistas como las “típicas cholas paceñas”. De ser humilladas,
las mujeres aymaras, pasan fácilmente a ser objeto de compasión y luego se las
admira por resguardar la tradición, representando en el 16 de julio a quienes
hace un siglo fueron patronas de “sus tatarabuelas”. Cuando en estas fechas se
habla de la chola paceña se lo hace saltándose olímpicamente los procesos
históricos, las diferenciaciones entre castas y los procesos de estratificación
entre “indígenas”. La típica chola paceña no es tan típica. La pollera
está inmersa en varios procesos contradictorios, mismos que son parte de la modernización
que se vive en el país y en el que el Estado boliviano no tiene la capacidad de
dirigir las dinámicas que se dan entre procesos locales articulados a la economía
mundial (comerciantes aymaras, mineros cooperativistas, etc.), y que además
generan diferenciantes que no se leen con “lo típico”.
Carlos Macusaya Cruz
Nota: el presenta artículo fue
hecho con algunas ideas y datos informativos (Erbol, La Prensa y Ley municipal 046) que fueron parte de un trabajo
conjunto con Wilmer Machaca referido a los medios de comunicación y los
estereotipos sobre las mujeres “indígenas” . No llegamos a concluir el trabajo
pero los datos acá citados fueron rastreados por Wilmer.
[1] En este tipo de casos siempre
me viene a la mente lo que Marx decía: “el individuo B no puede asumir ante el
individuo A los atributos de la majestad sin que al mismo tiempo la majestad
revista a los ojos de este la figura corpórea de B, los rasgos físicos, el
color del pelo y mutras otras señas personales del soberano reinante en un
momento dado”.[1]
Carlos Marx, El Capital (Tomo I), Fondo de Cultura Económica, Tercera edición,
sexta impresión, 2010, p 18-19. Este fenómeno también se da en sentido
invertido, es decir que quienes se hallan implicados en esta relación se
perciben y perciben sus características físicas y vestimentales como
expresiones naturales de su condición histórica.
[2] Alison Spedding es inglesa
y se autodefine como “angloyungueña”; Eveline
Sigl, austriaca que ha estudiado las
danzas folklóricas bolivianas; Silvia Ribera en Bolivia se define como
“mestiza”, pero en el extranjero es “indígena”.
[3] “Denuncian que las ‘cholitas viales’ de El Alto son ‘transformers’”,
Erbol, 15/01/14.
[4] Las castas dominantes en
Bolivia han formado prejuicios sobre los “indígenas” y muchos de esos
prejuicios tienen que ver con la vestimenta. Por ejemplo, cuando se dio el
Congreso Indigenal, en 1945, una nota de prensa decía los siguiente: “Los
delegados Huayllani y Uyuli [de Nor Lípez] hablan correctamente el idioma
nacional y visten a la moderna, dando la impresión de que no son propiamente
indígenas, sino mestizos; pero ellos expresan que son legítimos autóctonos”.[4]
Citado por Elizabeth Shesko en Hijos del inca y de la patria: representaciones
del indígena durante el congreso indigenal de 1945. En tema de cómo
deben verse los “indígenas” es algo muy común en la actualidad y que es usado
por quienes son racializados como tales. No es raro ver en La Paz a niñas y
niños procedentes de Potosí que sobre su ropa y para vender algunas golosinas o
para bailar y ganar unas moneas usan algunos atuendos tradicionales.
[5] Cecilia Salazar, El problema del indio. Nación e inmovilismo
social en Bolivia, CIDES-UMSA, Bolivia, 2015, p.28. Angel Rosenblat apunta sobre
el periodo colonial (periodo que dio origen a las distinciones que acá son
consideradas): “las distintas castas se diferenciaban por el origen racial,
tenían posibilidades distintas para el acceso a los cargos públicos, distinta
función en la milicia, diferentes ocupaciones y trabajos, estaban organizadas a
veces en gremios distintos, tenían posibilidades diferente para el acceso a los
establecimientos de enseñanza, estaban sometidas a un régimen distinto de
tributación…”. Citado por Ramiro Condarco Morales en Zarate. El “temible”
Willka, p 25.
[6] “Se gradúan las 20
primeras cholitas modelos”, La Prensa, 15/08/1.
[7] Ley municipal 046, promulgado el 18 de octubre de
2013.
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