I.
La dominación europea iniciada a
finales del siglo XV dio lugar, en términos muy generales, a un tipo de
relación entre quienes colonizaban y quienes eran colonizados, relación que con
el tiempo se expresó en el lenguaje mediante el término indígena para referirse
a los habitantes de los espacios colonizados. Es decir que indígena refiere
genéricamente, partiendo de la posición de los colonizadores, a los “naturales”
de los territorios colonizados. Entonces, en la relación entre colonizadores y
colonizados, los primeros definen como indígenas a los segundos en tanto ellos
son extranjeros (alienígenas) con respecto a la población y al espacio
conquistado. Por tanto, indígena fue una categoría colonial para nombrar, de
manera indiferenciada, a un sinnúmero de poblaciones sometidas a la
colonización a lo largo y ancho del mundo.
En el caso específico de América,
el término indio fue el que se usó para nombrar a los “naturales” del
continente. Con la independencia de los Estados latinoamericanos, se fue adoptando
el uso del término indígena para referirse a los indiferenciables “indios”.
Esta adopción es muy expresiva pues evidencia como en los nuevos Estados se
reproducían las diferenciaciones coloniales no solo del pasado inmediato, sino
de las que se establecían en el mundo por medio de la dominación de potencias
europeas. Lo que quiere decir que las castas que dominaban los nuevos Estados
latinoamericanos veían su situación de poder en relación a la colonización
europea en el mundo.
Desde los años 70 del pasado
siglo, el término indígena fue usándose en diferentes eventos a nivel
internacional para designar a minorías étnicas y promover acciones para
“protegerlas”, lo que con el tiempo fue siendo parte de políticas promovidas
por varios organismos internacionales, como la ONU. En los años 90 estas
políticas, y por lo mismo el término indígena, fueron asumidas por varios
estados latinoamericanos, reconociendo así la existencia de pueblos indígenas
en sus constituciones, y ello conllevaba la obtención de financiamientos.
En general, la nominación o
identificación sobre ciertas poblaciones por medio de la palabra indígena es
algo que lleva la huella de la colonización y se les impone a esas poblaciones
a partir de una relación de fuerza. Con los procesos de descolonización, luego
de la Segunda Guerra Mundial, la ONU se vio en el problema de reconocer nuevos
Estados surgidos en el llamado tercer mundo. En el caso de América la cosa era
más complicada porque los Estados se habían independizado en el siglo XIX pero
existían poblaciones que sufrían de racismo por aspectos socioculturales y
somáticos. Para estas poblaciones se pensó promover “autonomías indígenas” y de
esa forma el término fue siendo posicionado para nombrar a minorías étnicas que
vivían lejos de las urbes.
Por lo tanto, cuando se habla de
indígenas, estamos ante la adopción del lenguaje colonial para promover
acciones que se cree favorecerán a grupos racializados. Se trata de un lenguaje
técnico dentro del marco de proyectos promovidos por organismos internacionales
y adoptados por varios Estados.
II.
En el caso específico de Bolivia
(es acá donde vivo y lo que conozco del tema se refiere a este país), con la
aprobación de la constitución (2009) hoy vigente, se ha “reconocido” a
habitantes de áreas rurales como “indígena originario campesinos”, hecho que
tiene sus antecedentes en el reconocimiento de la condición multiétnica y
pluricultural que se dio en el país en los años 90. Se entiende que Bolivia es
un Estado Plurinacional por reconocer la existencia de 36 naciones “indígena
originario campesinas” con sus “usos y costumbres”.
Hay una diferenciación que se
hace cotidianamente con relación a estas llamadas naciones: indígenas de
tierras altas (aymaras y quechuas fundamentalmente) e indígenas de tierras
bajas. Cabe hacer notar que el hecho que se hayan sumado tres palabras para
formar la categoría “indígena originario campesino” refiere a tres
organizaciones: CIDOB (indígenas de tierras bajas), CONAMAQ (originarios de
tierras altas) y CSUTCB (campesinos de altiplano y los valles, pero además,
muchos migrantes asentados en tierras bajas). Cabe notar también que en las
llamadas tierras bajas las organizaciones prefieren el uso del término
indígena, mientras que en tierras altas, en el caso de CONMAQ, privilegia el
uso del término originario; otras organizaciones usan de manera indistinta
indígena u originario, y en los últimos años, “indígena originario campesinos”.
También hay que considerar que la
situación de exclusión ha generado estrategias de exhibición exótica entre las
poblaciones racializadas para llamar la atención. Entonces, desde los años 80
básicamente, en muchos pueblos, varios activistas y funcionarios de ONG’s
fueron promoviendo proyectos que para ser “viables” debían realizarse con
poblaciones “indígenas”, entendiendo a éstas como grupos que desde tiempos
inmemoriales conservan sus “usos y costumbres”. Así, los habitantes de esos
pueblos asumieron que para obtener algunos recursos o ser favorecidos por algún
proyecto tenían que mostrarse como reacios a los cambios y como entusiastas
defensores de la tradición (hablando de cosmovisiones, haciendo rituales,
vistiendo “ropa tradicional”, etc.), buscando encajar en el estereotipo sobre
los “indígenas”. Lo resaltante es que cuando los funcionarios de ONG’s y del
Estado (que representan para esas poblaciones posibles recursos económicos) se
retiran, la vida de los pobladores vuelve a ser normal, dejando de lado el
exotismo y las expresiones folklóricas.
Asimismo, a nivel internacional,
se han formado “élites” entre estas poblaciones “indígenas” y que se
autoidentifican como tales para ser favorecidos por la discriminación positiva,
apelando a los sentimientos de culpa de los “blancos”. Estas élites,
exhibiéndose exóticamente, suelen ser reunidas en eventos internacionales que
no han mejorado la vida de las poblaciones consideradas indígenas (claro que la
vida de estas “élites”, que viven de la discriminación positiva, sí ha
mejorado). Más que la capacidad [ni hablar de legitimidad] de quienes forman
esas élites, lo que las posiciona en esos espacios es su vínculo con
funcionarios de organismos internacionales o con alguna organización en los
países de donde provienen. Así, lo que importa es que “sean” y se vean como
“indígenas”, usando el lenguaje promovido por esos organismos y asumiendo
posturas de victimización para llamar la atención, siendo de ese modo
expresiones de identidades postizas al gusto de los organizadores.
III.
En Bolivia, el uso de la
categoría “indígena originario campesino” expresa las limitaciones sobre cómo
se entienden las relaciones sociales, y en específico, con respecto
a las poblaciones racializadas, las cuales viven en su mayoría en las ciudades
y se dedican a actividades “informales”. Se asume que, por ejemplo, los aymaras
como “indígena originario campesinos” son seres que única y “naturalmente”
viven en el campo o en el área rural. Pero esto es más un prejuicio que
recuerda a la idea de “ciudad de españoles y ciudad de indios”.
Los procesos de estratificación
social, la inserción en los circuitos de circulación de mercancías, etc., hoy
por hoy nos muestran que entre los “indígenas” andinos se está dando un fuerte
proceso de diferenciaciones sociales [diferenciaciones de clase]. Claro que
este no es un fenómeno nuevo, sino que se asienta sobre procesos anteriores.
Por ejemplo, la Reforma Agraria (1953) dio lugar a un proceso de desplazamiento
poblacional de las áreas rurales hacia las ciudades y así, en los 90’s más de
la mitad de los habitantes del país vivían en las áreas urbanas y periurbanas,
irrumpiendo en distintos tipos de ocupaciones laborales. Pero además, los
flujos económicos mundiales también han incidido, lo que se expresa en la
fuerza económica de sectores aymaras vinculados al comercio de mercaderías
chinas, entre otras.
Si bien hay “indígenas” que
cultivan la tierra, también hay quienes se dedican a otras actividades o/y las
combinan, como el transporte, la minería cooperativizada, la docencia
universitaria, la música, el deporte, el comercio, etc., etc., etc. El
comprender esta realidad es algo imposible si todo se desfigura con la noción
de “indígena originario campesinos”.
Como ya se ha indicado,
“indígena” ha sido la forma general de nombrar a los colonizados. Por su parte,
la palabra originario fue una categoría colonial para diferenciar a los
“indios” en función a la tributación (indios agregados, forasteros y
originarios). Cierto que con la palabra originario se busca nombrar
genéricamente a “poblaciones originales” del lugar, que se originaron en él,
pero la humanidad es originaria de África y el uso del término solo siembra más
prejuicios. El término campesino se refiere básicamente a una condición
económica pero que no logra expresar la estratificación existente entre las
poblaciones “indígenas” (racializadas).
Los “indígena originarios
campesinos” serían los que viven en el campo, renuentes a los cambios, pero
esta idea recuerda más a los menonitas que a los aymaras, por ejemplo. Los
citadinos serían mestizos que antes se decían criollos y que "no se mezclan con
lo ‘indios’ pues eso es cosa del pasado y no habría porque volver a hacerlo”.
Entonces, los cambios sociales que viven y protagonizan los “indígenas”,
posicionándose en nuevos espacios económicos, son asumidos como cambios
biológicos (mestizaje), pues se los lee en términos racializados y así se
reproducen categorías coloniales.
Carlos Macusaya Cruz
Nota: el presente artículo es una versión ligeramente
retocada del que se publicó en la revista América Crítica (Vol. 1, n° 1, giugno
2017), material que puede ser descargado en pdf: http://ojs.unica.it/index.php/cisap/article/view/2943/2537
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