sábado, 11 de agosto de 2018

Autodesprecio y sobrevaloración: etapas de la conciencia política

Por Carlos Macusaya

La personalidad del sujeto que ha vivido los procesos de racialización, hoy por hoy, se expresa, en términos generales, de dos formas: una que niega su propia condición de sujeto racializado (“indio”) y otra que reacciona contra tal condición y la denuncia, buscando afirmarse sin salir de ella. Esta reducción en dos formas es una simplificación, de la cual estoy plenamente consciente, pero hago esto solo para “abreviar” varias consideraciones. Solo pretendo, a partir de algunas descripciones, bosquejar a mano alzada algunos rasgos que son parte de quienes viven y sufren procesos de racialización y en un contexto de politización de la identidad. Además, en tiempos en los que la “imagen ideológica” sobre la vida “indígena” es considerada como lo real, dejando de lado la realidad (que desmiente esa imagen) de tales sujetos, las descripciones tienen mucho valor.

Los gestos, actitudes o discursos en los que se niega la condición de ser sujeto racializado son propios de quien ha asumido como natural la inferioridad de sí mismo y en general, de los “indios”. Esta es una condición que no solo se vive casi de manera resignada, sino que su propia identificación es tan dolorosa que en la conciencia se la elude y se la niega. La conciencia del sujeto racializado esta magullada y tiene abiertas las heridas que la racialización provoca.  Trata de evitar que esas heridas sean tocadas y para esto elude su condición con un gesto en el que la herida es escondida, no solo para los demás (nunca menciona las discriminaciones vividas), sino para sí mismo.

La negación de la condición de ser racializado implica la negación de sí mismo (el Yo) y de lo propio, pues este sí mismo y lo propio de él están marcados por la racialización, por la forma en la que se ha construido la imagen de los “indios” como seres inferiores y de otra “raza”. Simultáneamente, esta negación es la condición de la afirmación de la dominación del “otro”, el “q’ara”. Por lo mismo, el “indio” es quien más agrede a otro en términos raciales: “indio de mierda”, etc. Poder ser aceptado en un espacio social racializado implicaba la negación. La racialización que configura estas formas de negación está condicionada por las relaciones económicas y políticas, es decir que no opera solo a partir de en un mundo de representaciones.

Uno de los antecedentes más importantes, para considerar el asunto que nos ocupa, es el de la “revolución del 52”, en tanto reconfiguración estatal. El proyecto era formar una “nación mestiza” sin mezclarse con los “indios”. Lo que en este proceso se tomó como objeto de trabajo es la conciencia del “indio” en función de hacerlo un ciudadano boliviano, de segunda, claro. La escuela, el cuartel, la universidad, más que espacios para desarrollar capacidades físicas e intelectuales de los “nuevos” bolivianos, han funcionado como espacios donde el “campesino”, su hijo y sus nietos han interiorizado valores de rechazo a sí mismos, miedo por lo nuevo y resentimiento. Ahí les ha entrado con sangre la resignación por aceptar su lugar.

No es un “q’ara” el que directamente nos ha ensañado a odiarnos, sino que esto lo han hecho quienes más nos aman, nuestros padres, quienes de una u otra manera han pasado por esos espacios de “formación” que fueron aludidos anteriormente o han interactuado cotidianamente con personas que pasaron por ellos. ¿Nos han ensañado a odiarnos porque nos amaban? Sí, pues anhelaban que no viviéramos lo que ellos vivieron. Para esto no solo que muchos se cambiaron el apellido, o evitaron el hablar en aymara a sus wawas, sino que además embadurnaron el rostro de sus niños y niñas con cremas blanqueadoras (que nunca funcionaron). Estas wawas se hicieron padres y madres y así no solo heredaron el apellido cambiado, sino también a sus hijos e hijas el autodesprecio.

Estos  “frutos” de la racialización se muestran sin sueños, no se respeta ni así mismos. Si uno es un buen jugador de futbol, se conforma con jugar por 100 o 200 pesos en alguna liga barrial, pues consciente o inconscientemente, tiene bien presente los límites que se le impone; la selección boliviana no es para él, pues es un boliviano de segunda. Su creatividad ha sufrido una especie de petrificación a fuerza de la rutina escolar. La educación boliviana imprime en la mentalidad de los niños y jóvenes un hábito a la repetición tan mecánica que el pensamiento y la reflexión se muestran ausentes. Este sujeto, en las aulas universitarias pide práctica y despotrica contra la teoría, él sólo quiere “hacer”; el pensar no es para él, es para otros. Valora como lo valoran: por el color. Si esta ebrio hará lo que no se atreve estando sobrio, pues en sí mismo es un ser reprimido que se desahoga con alcohol. Cuando esta borracho es “paradorcito y hecho al macho” y rompe en llanto y llama “hermanito” al que ofendió antes, se transforma en galán y llena de “piropos” ofensivos a la primera figura femenina que percibe.

El fuero interno de este sujeto es un mundo lleno de represiones y lleva el sello de la violencia que vivió desde niño. Ante esta forma de ser, en la que subyace la mentalidad que el Estado colonial ha forjado, sólo puede responder, como desdoblándose, contra sí mismo, negándose para ser aceptado. La negación del sí mismo y de lo propio se impone como condición de aceptación, no solo con los otros, sino también consigo mismo. Así, cuando este ser que se desprecia se encuentra en medio de un escenario en el que la condición de sujeto racializado es denunciada y desvelada por los que la sufren, éste será quien primero  agreda, verbal o físicamente, a los “indios” alzados. Este fenómeno manifiesta la constante lucha por ser aceptado y para esto las agresiones contra su propia gente son la forma de delimitar su relación con ellos y de diferenciarse. Todo apunta a mostrar que él no es “indio” y por eso grita “indios de mierda”.

Desde niño y año tras año, de manera constante y tediosa, ha vivido la realización de ceremonias dedicadas a recordar la guerra perdida con Chile y así ha interiorizado la “conciencia nacional”. Sabe de horas cívicas o de festivales folklóricos, pero la cualificación en matemáticas, por ejemplo, es algo extraño para él. Ha sido objeto de los esfuerzo estatales que apuntan a hacer de los hijos de los “indios” “buenos patriotas”, pues el hacerlos buenos estudiantes no cuenta. Esta “formación” escolar, en la que los profesores tienen un papel claro, tiene sus consecuencias cunado este sujeto logra entrar a la universidad, el lugar donde continuara buscar la aceptación negándose.

Esta negación no es un resultado casual o imprevisto, sino que tiene una función, la que se hace más claramente perceptible en momentos de confrontación política. Recordemos que muchos de quienes agredieron a campesinos quechuas, en el año 2008 en Sucre, eran hijos de quechuas; como también muchos de los antikollas en Santa Cruz eran hijos de kollas. Sin embargo, las formas más aceptadas en la que esta negación funciona se nos presentan cotidianamente en el mercado, en el minibús, en la calle, etc.

Es además llamativo como cuando entre sujetos racializados (“indios”) se insultan, lo hacen apelando a la condición de racialización siempre como algo natural de quien es objeto de la agresión: uno le dice al otro “indio de…”, el otro responde: “t’ara de…”; pero cuando por alguna razón alguno de éstos entra en discusión con un “q’ara”, este “q’ara” para parar en seco el cruce de palabras le dice “indio de mierda” y el agredido calla. El que en otra situación podía responder a otros parecidos a él tratándolos de “indios” ahora, ante la reacción del “q’ara”, solo atina a cerrar la boca, bajar la cabeza y seguir su camino con el “babo entre las piernas”. El “q’ara” le recuerda su condición de manera cruda y ante esto el sujeto racializado se ve anulado y la condición que negaba es aceptada con su sumisión ante la agresión del “q’ara”.

En la vida cotidiana los mecanismos de racialización entran en un funcionamiento de baja intensidad, mientras que en circunstancias no cotidianas y de confrontación política pasan a un nivel de alta intensidad. La negación de la condición de sujeto racializado, que se manifiesta básicamente como negación de pertenencia al grupo que se considera “raza” inferior, tiene una clara función política. El miedo, el desprecio, la “blancolatria”, se conjugan en esta mentalidad de la negación y que funciona con tanta normalidad. Esto se ha propagado como una peste, pero como quien vive en el basurero, la gente se acostumbró a ella y le parece normal.

Sin embargo, hay quienes logran ver lo anormal de esa normalidad y encuentren en las designaciones racistas (indio, indígena, etc.) elementos para posicionarse y señalar un problema. El lenguaje ayuda a identificar mecanismos de dominación, por lo mismo no es de extrañar que, ante los fracasos del “estado del 52”, en los años 60 emergiera lo que se conoce como indianismo, enarbolando el “ser indio”. Desde entonces al presente han pasado muchas cosas, por lo que me concéntrate en la forma en que hoy es afirmada la identidad “indígena”, pero remarcando que el indianismo y su forma de presentar al indio son la expresión política e ideológica que dará inicio a muchas de las formas en las que hoy se presenta al “indígena”.

Muchas y muchos han pasado de negar la condición de ser sujetos racializados a “gritar” su identidad “indígena”; han pasado de odiarse y rechazar a sus ancestros a exaltar ciegamente lo ancestral. Ahora buscan expresar su identidad vistiendo ropa hecha de algún tejido o que tenga algún pedazo de él. Se trata de exhibirse vistiendo de tal forma que sea identificado como “indígena”. No es un fenómeno único, por ejemplo, muchos buscan ser identificados con el equipo  “de sus amores” a través de la ropa, lo que también sucede con otros aspectos como los gustos musicales expresados en la vestimenta.

A la ropa hay que sumar otros elementos a través de los que se busca afirmar aquello que se negaba. Hay quienes suelen colocarse nombres “ancestrales”, además de participar en ceremonias y rituales. Pijchan coca, pero teniendo el cuidado de ser vistos, como mostrando su “indianidad” como acto de rebeldía; también están ocupados por recuperar la “música ancestral”. En resumen, tratan de “purificarse” para “recuperar” lo que consideran han perdido. Todo esto expresa un afán de rehacer la dignidad magullada por los procesos de racialización. Se tratan de esfuerzos que, sépanlo o no quienes lo hacen, buscan rehacer el autoestima.

Se produce una inversión de las valoraciones coloniales. Si antes el “indio”, o quien así es considerado, era lo despreciado y la inferioridad personificada, ahora pasa a ser la esencia que se busca rescatar y cuya cultura se cree es superior a la de los colonizadores y sus herederos. Si antes, cunado rechazaba su origen, creía que las maldades eran congénitas del indio, ahora cree que las bondades son lo propio de él. La identidad, por la forma en que opera la racialización, se convierte en el principal problema de quien pasa de negarse a afirmarse. Este problema lo encara invirtiendo las valoraciones coloniales, cree ciegamente en el resultado de tal inversión, aunque esa inversión solo funciona en su mente y en la realidad las cosas son distintas. Es un sujeto que empieza a creer en sí mismo, pero no sale de la inversión puramente valorativa.

Busca ser comunitario y hablar con la naturaleza. Trata de recuperar lo “ancestral” y se refugia en un pasado de bondad imaginado. Cree que el “mundo indígena” es uno, muy distinto y apartado del mundo “occidental”. El afán por “recuperar” la identidad “perdida”, conlleva formas de comportamiento y de exhibición que por lo general reproducen los estereotipos que se tienen sobre el “indio”. Las referencias folklorizadas sobre los “indígenas” se vuelven los primeros referentes para quienes buscan afirmarse y así, paradójicamente, afirman los estereotipos folklóricos y racistas.

Estas actitudes y comportamientos no son directamente políticos, pero apuntan a serlo. Este tipo de afirmación de lo negado, por su forma culturalista, en la que se piensa de manera romántica el mundo “indígena”, es una limitación que por sí misma no se puede superar. Lo político de estas manifestaciones queda atrapado en la forma culturalista en la que primeramente se manifiestan. A esto se suma la macabra influencia, mediada por ONG’s “pro-indígenas”, del postcolonialismo, el decolonialismo, el trasnmodernismo, el postmodernismo y otras corrientes que contribuyen a mantener la forma culturalista para anular el sentido política que latente.

Si bien el pasar de despreciarse a sobrevalorase implica ya un cambio, este cambio aun no rebasa la forma culturalista de manifestarse. Para logar ir más allá hay que considerar que la experiencia de lucha no es parte de la conciencia de quienes buscan afirmarse en términos culturalistas. No me refiero a las experiencias de lucha lejanas en el tiempo, como las que se dieron en 1781 con Tupaj Katari, sino a las experiencias de luchas más recientes: el indianismo y katarismo. A etas luchas se debe muchos de los elementos discursivos y simbólicos que hoy son considerados “ancestrales”. Siendo experiencias que son, no casualmente, mantenidas como ajenas a los sujetos considerados “indigenas”, tales experiencias no pueden ser asimiladas y por lo mismo no se puede sacar lecciones pertinentes de ellas, no se las puede madurar como experiencias de  lucha.

Por otro lado, quienes personifican estas manifestaciones culturalistas no solo que no tienen idea de los procesos de lucha “indígena” más recientes, sino que al quedarse atrapados dentro de sus inversiones valorativas dejan de lado el contexto especifico en el que se dan los procesos de lucha actual. No se piensa en lo que es el indígena hoy, sino  lo que fue, o mejor dicho, en lo que se cree que fue. Las condiciones institucionales, las formas actuales de ocupación del espacio, las reconfiguraciones  económicas, etc., no son parte de la reflexión. El pasado, no como refugio, sino como experiencia de lucha y el presente, como tiempo actual de lucha, con sus configuraciones económicas y políticas, son problemas que no ve el que niega su condición de sujeto racializado, pero tampoco los ve quien simplemente se afirma a partir de los estereotipos coloniales. Estos problemas serán objeto de una conciencia que expresará otra etapa en la que las anteriores dos serán parte en tanto experiencias asimiladas.


Artículo publicado con el título de “Etapas de la conciencia política” en el periódico Pukara nº 92, abril del 2014.

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