Por: Carlos Macusaya
Cada vez se oye menos hablar de descolonización. A
ello ha contribuido la forma caricaturesca en que se ha entendido el asunto:
como algo exótico, folklórico y místico. Así, las acciones “descolonizadoras”
que se trataron de implementar fueron simplemente actos para turistas, donde se
presentaba a gente disfrazada, en nombre de “recuperar la identidad indígena”. Estos
intentos de “descolonización” reforzaron estereotipos racistas.
Si creemos que descolonización es igual a promover
“usos y costumbres”, vestir ropa “ancestral”, mascar coca o hacer algún tipo de
ritual, solo estamos moviendo nuestras ideas (prejuicios) y buenas intenciones
dentro de un marco ideológico racista.
Lamentablemente, esta es la manera en que se ha comprendido la descolonización
en Bolivia. Pero ¿si replanteáramos la descolonización?
No faltaran quienes digan que desde la independencia
no somos una colonia, por lo que no sería pertinente hablar de descolonización.
Pero la cosa no es tan simple, pues aquello que nos ha heredado la colonia, y
que aún persiste, es el carácter racializado de la estructura económica y política.
Este problema no se terminó con la independencia y se renovó con la “revolución
nacional”. Claro que en los últimos años se ha hecho evidente la formación de
grupos económicos “informales” emergentes entre los aymaras.
Si uno viaja fuera del país, a Argentina por
ejemplo, podrá ver a personas “blancas” trabajando de barrenderos, albañiles o
mecánicos; mientras que en Bolivia quienes realizan tales ocupaciones son
personas de piel morena y cuyos rasgos somáticos son tomados como signos de su
“racialidad”. La división del trabajo en este país expresa un rasgo
fundamental: la racialización de la fuerza de trabajo. En términos generales,
los trabajos intelectuales son realizados por “no indígenas” y los trabajos
manuales, por “indígenas”.
Es innegable que ya muchos aymaras se han
profesionalizado, pero, por lo general, su trabajo es menospreciado en relación
a los “otros” y los espacios que ocupan sufren una devaluación simbólica
(además de que aún persiste la idea de que ser ayamra es ser analfabeto). Estas
diferenciaciones en los procesos de trabajo están condicionadas por el
ordenamiento social que inauguro la colonización. En general, las diferencias
de clase en Bolivia expresan procesos de racialización de la fuerza de trabajo,
lo que hace “más explotables” a quienes son representados como de otra “raza” y
condiciona la formación estatal.
Consideremos que en la colonia se buscó impedir a
los colonizados, por ejemplo, el que puedan montar a caballo, pues este animal
fue parte importante en las operaciones militares de entonces. Había que alejar
a los “indos” de las herramientas que en sus manos podían ser armas contra los
colonizadores. Bien, el problema básico está en que el mantener a los “indios”
en situación de aislamiento, para así poder impedirles el acceso a determinadas
herramientas (técnicas, teóricas, etc.), es una de las formas básicas en que la
casta “blancoide” ha mantenido su estatus.
Si bien después de la “revolución nacional” la
educación se “universalizo”, el hecho es que se dio una distinción entre
quienes recibían educación en las ciudades o en el campo, en las laderas de las ciudades o en las zonas residenciales,
en las escuelas privadas o públicas, etc. Lo que se asentó en el tipo de
división racializada del trabajo, que aún persiste. De tal suerte que se dio
una educación de segunda, tercera y hasta de quinta a personas diferenciadas en
sentido racializado.
Una forma de replantearse la descolonización sería,
desde mi punto de vista, desestructurar estas diferenciaciones. Si hoy lo
normal es ver a “indígenas” haciendo rituales y a “no indígenas” como
intelectuales, es porque se sigue reproduciendo las diferencias racializadas,
pues unos cumplen un trabajo “ancestral” y los otros, un trabajo intelectual.
Ello supone que la diferencias en sus roles estaría dada por la “naturaleza”
propia e inmutable de los actores implicados: los “indígenas son así… hacen
rituales y cultivan la tierra” y los “no indígenas son intelectuales”. Cada uno
sería y haría por naturaleza lo que no es ni hace el otro.
Los sujetos racializados, aquellas personas que son
percibidas como de “otra raza”, están ante el reto de perfilar una vanguardia
intelectual. Lo que implica que rompan los estereotipos que se han hecho sobre
ellos –sobre nosotros– y asuman papeles que se supone son por naturaleza
exclusivos de los “otros”. Así, la descolonización sería que dejemos de jugar
disfrazándonos para divertir turistas y pasemos a “invadir” espacios sociales y
simbólicos en los que se han ido produciendo ideas sobre nosotros, para ser
nosotros quienes prodúzcannos ideas apuntando a desracializar el orden social. Se
trata de trabajar de manera seria y rigurosa la clarificación de nuestras
aspiraciones, sueños y utopías, dejando de ser el afiche folclórico, el
decorado exótico o simplemente el pretexto de otros.
Entonces, la descolonización debería apuntar a poner
fin a esta distinción racializada de roles en el trabajo, pero no por la buena
voluntad de los “no indígenas” sino por iniciativa y esfuerzo propios. No se
trata de hacer parodias de un pasado imaginado, sino de encarar nuestros retos
contemporáneos. No se debe caer en el jueguito de aislarnos en el “mundo
indígena” inventado por ONG’s sino que debemos proyectarnos en el mundo. Sería
un gran logro poder ver a algún matemático o ingeniero genético aymara codo a
codo con algún colega japonés, por ejemplo. Pero esto es algo para lo que hay
que trabajar sin caer en la folklorización ni en el jueguito “antioccidental”
promovido por organismos occidentales y sus intelectuales “pro-indígenas”.
Se puede decir que la descolonización, si entendemos
que se trata de un proceso que busca poner fin a las distinciones racializadas
de la estructura de producción y de mando, tiene que afectar necesariamente las
relaciones sociales, modificando la estructura de producción y de mando,
proyectándonos en el mundo. Replantear la descolonización tendría que ver
básicamente con dejar de hacer rituales (que no se ven en ninguna comunidad) y
de actuar con disfraces para que otros se diviertan y pasar a la ofensiva, en
este caso, en la formación de una vanguardia intelectual, la cual debería
articular, en la realización de un proyecto, los potenciales políticos y las
capacidades económico-culturales de nuestra gente.
El presente artículo se publicó originalmente
en el periódico La Razón (23/5/2015)
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