Por
Carlos Macusaya
Los mitos que los
“occidentales” han formado sobre sus “indígenas” (vida en armonía con la
naturaleza, conocimientos sobre los secretos del cosmos, etc.) se vienen
desmoronando. Esta situación tiene un carácter casi apocalíptico para quienes
han sabido “vivir bien” explotando la imagen del “buen salvaje”, jugando el
papel de “indígenas sabios” portadores de un supuesto conocimiento ancestral;
también para los intelectuales blancoides “expertos” en “cosas de indios”,
quienes se llevaron y se llevan la mejor tajada del negocio, pero que ahora ven
que el “Potosí” que explotan se derrumba. Este duro y tormentoso momento, tanto
para los unos como para los otros, es apenas el “comienzo del fin” de una forma
de hacer “fama y fortuna” usando como pretexto a los “indígenas”. Ciertamente
que tales mitos aún no han caído totalmente, pero su desmoronamiento es un
proceso irreversible.
Este
desmoronamiento involucra íntimamente a Bolivia y al gobierno de Evo Morales,
pues pone en tela de juicio a todo eso que se ha llamado descolonización en el
“proceso de cambio”. Todo aquello que se ha hecho en nombre de los “indígenas”
en este país ha sido presentado como “descolonización”, claro que en la
actualidad el gobierno está dejando a un lado sus iniciativas descolonizadoras
(que no han dado resultados serios) y sólo las usa como imagen para fuera de
Bolivia. Este abandono se debe no a la malicia, sino fundamentalmente a errores
y torpezas (incluso irresponsabilidad) de los “descolonizadores” y la misma
forma en que taras coloniales se reproducen por medio sus “buenas intenciones”. Preguntémonos: ¿en qué
falló la descolonización a la boliviana?
Se tomaron ideas
propias de una moda occidental sobre los “indígenas” en lugar de tomar y
estudiar seriamente la vida de esas personas consideradas colonialmente como
“indígenas”. Esto dio lugar a que una falsificación sustituya al “original”,
expresándose ello en distintos actos y espacios donde se pudo ver a personas
tratando de personificar a un “indio” imaginado por los “occidentales”. Se
teatralizó de manera muy colorida, extravagante y exótica un mundo “sin mal”,
con todo y sus supuestos habitantes; pero esto fue simple actuación. Música,
baile, rituales “ancestrales”, además de personas disfrazadas, hicieron y hacen
parte esencial de estos espectáculos, los que han sido tomados por muchos como
la prueba de la “verdadera” vida “indígena”, lo que haría a su ser mismo.
Es bueno hacer una
comparación para ilustrar lo problemático de esta falsificación: el tomar las
teatralizaciones en las que se ha visto desfilar a “seres buenos y sabios que
se comunican con la naturaleza” como lo que verdaderamente serían los
“indígenas” es como tomar la forma en que el comediante boliviano David Santalla
(y otros comediantes) representa a la “chola” como si fuera la “verdadera”
forma de ser de la “india” que viste pollera. Dejando pendiente una crítica a
estas grotescas y groseras manifestaciones, convengamos en que no podemos
confundir a la “Salustiana” representada por D. Santalla con una mujer aymara
que viste pollera. Para ser más claro: si queremos conocer la vida, por
ejemplo, de una mujer aymara que viste pollera y que trabaja como empleada
doméstica o comerciante, no podemos hacerlo tomando a los comediantes que se
visten de “cholitas” y hacen muecas humillantes para ganar plata, pues se trata
de una representaciones que buscan apelar a prejuicios racistas para hacer
negocio; si queremos conocer la vida de una mujer aymara hay que buscar a una de
ellas, no a un comediante disfrazado. Para poner otro ejemplo: no podemos
confundir la vida de un “indígena” con lo que hace el “cholo Juanito” para
divertir a su público.
La anterior
observación puede parecer una obviedad presentada de forma impertinente, pero
si se toma la cuestión con calma la cosa adquiere un sentido fundamental para
clarificar lo que ha sido la descolonización a la boliviana: en Bolivia se han
tomado actos turísticos y a gente disfrazada, supuestamente portadora de un
conocimiento milenario, como lo “auténticamente indígena”. Es decir —para
seguir con la comparación anterior—, se ha tomado a la “Salustiana” de D.
Santalla como a una mujer aymara real; se ha tomado al “cholo Juanito” como
“paradigma” de la vida “indígena”. Esto es lo que ha pasado en Bolivia en temas
de descolonización: se ha tomado una degradante ficción, destinada a jugar con
prejuicios racistas para ganar dinero, como si fuera algo serio, guiando con
ello la “descolonización”.
No faltaron los
“argumentos” e ideas que justificaron esta descolonización, presentándola como
la condición básica para lograr el “vivir bien” (idea surgida en Bolivia en los
años 80, tiempo de la decadencia indianista y katarista, en una consultoría
dirigida por Javier Medina para la GTZ y que fue exportada en los años 90 a
Ecuador). Se dijo que el “vivir bien” era el “paradigma indígena”, lo que había
guiado y guía su vida y lucha. Se llenaron libros (nada serios) con esta idea,
se dieron debates y cursos de toda índole, incluso hay “expertos” (que no son
“indígenas”, algo muy revelador). Pero no se trata de algo propio o ancestral
sino de los prejuicios de los “no indígenas” proyectados sobre sus indígenas y
que muchas personas con complejos y problemas de identidad, por los procesos de
racialización y las campañas que se han hecho para posicionar tales ideas, han
asumido ciegamente, esforzándose por ser la expresión de ese “vivir bien” de
otros y para otros. De tal manera que la farsa ha pasado a ganar creyentes y
devotos entre “indígenas”.
Tomemos en cuenta
que la idea de vivir bien surge en los años 80 y que no se la encuentra en
documentos “indígenas” de décadas anteriores. Seguro no faltaran quienes digan
que “ya Guamán Poma planteó el tema”, como suele mencionar el señor Aníbal
Quijano. Pero ¿por qué pasaron cuatro siglos para que “reaparezca” esta idea
por medio de una consultoría “occidental” dirigida por un q’ara? Tengamos en
cuenta que por los años que surgió el “vivir bien” las ideas multiculturalistas
empezaban a ganar terreno y que con la caída del muro de Berlín no encontraron
obstáculos para imponerse en determinados países, aunque en Bolivia la
aplicación del D.S. 21060 ya había logrado allanar el terreno para el
florecimiento de este tipo de especulaciones. Es en ese tiempo de crisis y de
derrumbe de las certezas político-ideológicas de muchos grupos de la izquierda
blancoide que se forja el “vivir bien”, no como idea que explique la vida de
los “indígenas” sino como señuelo con el que se podía lograr financiamiento
para fabricar y fomentar artificiales diferencias y así “vivir bien” hablando
de y por los “otros”.
Cierto que algunas
personas han logrado “vivir bien” con esta farsa, consiguiendo réditos
económicos con apoyo de organismos occidentales para realizar una serie de
rituales humillantes, repitiendo un discurso ajeno para justificar tales actos.
Cabe apuntar que todos esos espectáculos ofrecidos como actos descolonizadores
son el producto de la subordinación “indígena” a organizamos internacionales,
proceso que se inició en los años 70 pero que adquirió mayor relevancia en los
años 80, logrando perdurar hasta hoy día; pero la “carrera” que han hecho en
dichos organismos muchos de los promotores de estos actos es algo que permanece
en la nebulosa y así todo queda como “conocimientos ancestrales” expresados en
una especie de circo etnicista para calmar la culpabilidad de los “blancos”.
Pero no se pueden
confundir los espectáculos financiados y promovidos por organismos occidentales
con la vida “indígena”, tampoco los rituales hechos para gringos hippies que
buscan “experiencias alternativas”; tales actos sólo son un show destinado a
satisfacer los deseos de exotismo de los “blancos” y que muchos sujetos
racializados asumen ingenuamente como lo “perdido” que deben recuperar y defender.
Hay que decir con claridad que ese tipo de actos y las ideas que los justifican
funcionan como una forma de evitar enfrentar los “problemas terrenales” “indígenas”,
como la inseguridad ciudadana, la desnutrición, la baja calidad educativa que
reciben, el racismo que sufren, bajos salarios, etc., y por lo mismo tales
actos e ideas son funcionales al orden racializado.
En las
movilizaciones que se dieron antes de que Evo Morales llegue a ser presidente
(entre los años 2000 y 2005) —en las que él no tuvo un papel protagónico— no se
hablaba del “vivir bien” o de “vivir en armonía con la naturaleza y todos los
seres”; este tipo de ideas fueron promovidas por algunas ONG’s para “echar agua
al incendio” que se vivía entonces en Bolivia, pues en un ambiente donde los
“indios” se mostraban belicosos y las balas no bastaban, había que endulzarles
el oído para apaciguarlos, halagando “su” diferencia, su cultura “pacífica”; en
definitiva, había que anularlos políticamente. Es decir que el “vivir bien” no
emana de la lucha de los “movimientos indígenas” sino de organismos
“occidentales” y de sus operadores locales, con fines claramente políticos.
Dichos operadores lograron “sumarse” al “proceso de cambio” y dieron contenido
a las políticas descolonizadoras del gobierno.
Hace un par de años
escuché en un evento en Cusco, donde estaban delegaciones de Chile, Bolivia y
Argentina, que “en Bolivia los indígenas han llegado al poder haciendo sus
rituales ancestrales, preservando su cultura, y así viven bien” (no sabían nada
de la formación del indianismo y del katarismo, de los bloqueos aymaras del año
2000 o de las movilizaciones del 2003, por ejemplo). Entonces el “modelo
descolonizador” exportado desde Bolivia ha sido una trampa para muchos
“indígenas” que en su ingenuidad y encantados por las imágenes que desde este
país se han propalado creyeron tontamente que había que “imitar” esta
“descolonización” y así lo hicieron y lo hacen. En consecuencia, lo que “otros
se imaginan de nosotros” ha sido guía rectora en “descolonización” no sólo en
Bolivia. Es decir, que al final los “indígenas” no aportaron más que su “cara
de indio” para los afiches y para los “rituales ancestrales”, validando así
ideas ajenas.
Recuerdo que un
investigador extranjero que conocí hace un par de años atrás hizo un ejercicio
muy interesante para buscar las “raíces” del vivir bien entre jóvenes aymaras:
entrevistó a un par de muchachos, entre mujeres y hombres, quienes vivían en El
Alto y estaban vinculados al MAS; también entrevistó a los padres y abuelos de
estos jóvenes. Cuando este investigador preguntó sobre el “suma qamaña” (vivir
bien), los jóvenes decían que se trataba de recuperar la identidad de sus
abuelos y antepasados; cuando hizo la misma pregunta a los padres y abuelos,
estos respondían que no sabían de qué se trataba y que mejor hable con sus
hijos (o nietos) porque ellos estaban estudiando. Es decir, que los hijos y
nietos no se basaban en el conocimiento ni de sus padres ni de sus abuelos para
referirse al “vivir bien”, pues su única referencia a este tema “ancestral” era
el discurso de moda promovido por el gobierno sobre la “identidad indígena” y
que ellos atribuían a “abuelos y antepasados” imaginarios; la idea que estos
jóvenes tenían sobre el “vivir bien” no tenía relación con sus verdaderos
abuelos ni se inspiraba en su vida.
Si la
descolonización a la boliviana está inspirada en ideas ajenas a los “indígenas”
¿cuál es su verdadera naturaleza?, ¿qué se logra con ella?
A primera vista
resalta que esta “descolonización” ha funcionado en una dinámica protagonizada
por “blancos” culpabilizados e “indígenas” acomplejados, los segundos como
elemento simbólico de una teatralización y los primeros como directores de la
obra. Las buenas intenciones sobraron entre quienes buscaban “enmendar” los
crímenes de sus antepasados colonizadores y entre quienes buscan ser
reconocidos como “indígenas” por los “occidentales”. Respeto a la diferencia,
preservación de la cultura, etc., fueron las justificaciones que en realidad
funcionaron como maquillaje en la cara desagradable del racismo presentándolo
en forma encantadora, pero sin cambiar las relaciones de poder, pues se trataba
de —pongamos un ejemplo— respetar que una norpotosina pida limosna como parte
de sus “usos y costumbres” o que niños “indígenas” mueran por falta de atención
médica con el pretexto de no contaminar su cultura y preservarla “pura”.
Resalta claro el
carácter ideológico: los hechos que desmienten los mitos que se han promovido
han sido ignorados a pesar de estar todo el tiempo ante nuestros ojos o de incluso
sufrirlos. La fuerza ideológica de esta descolonización se evidencia en que la
vida real de los “indígenas” dejó de importar y se tomó una ficción como la
realidad misma. Pero este proceso solo podía operar en un orden donde las diferencias
sociales han sido naturalizadas y asumidas como ajenas a las relaciones
sociales. Una consecuencia de esto es que el “otro” (el “indígena”) es
percibido como naturalmente distinto, portador de una esencia misteriosa que
garantiza su diferencia y lo hace peligroso o “preservable”, pero en
definitiva, peligroso.
Ante el desconocido
“otro”, ante lo inesperado de su ser y el horror que “su escondida naturaleza”
provoca, el vértigo de una aproximación timorata hace volar la imaginación en
busca de una otredad, la cual es simplemente la proyección de los prejuicios y
taras de quien busca su “otro” para darse un sentido en el mundo sin cambiar su
situación. Tales prejuicios y taras racistas encontraron dónde personificarse, dando
lugar a una teatralización, una ficción entretenida, pero definitivamente una
farsa.
No es que entre las
personas catalogadas de modo racista como “indígenas” no hayan elementos
rituales, particularidades culturales o cosas similares. De hecho, estos
elementos hacen volar la imaginación de los “culpabilizados”, viendo en ellos
la envoltura de un secreto. Elementos que son tomados dejando de lado las
condiciones históricas en las que se formaron y así se los desvincula de su
contexto y se los presenta de modo artificial e inflados grotescamente; como
cuando el cuerpo de una mujer es deformado con operaciones que “rellenan”
partes especificas con silicona en función de lograr ser el objeto que “un
hombre” desea. La subordinación “indígena” a organismos “occidentales” ha dado
lugar a que se hayan dado “operaciones” que han puesto “plástico” bajo algunos
aspectos culturales, deformándolos en función de los deseos de los “blancos”.
Los productos de esta deformación se exhiben pomposamente y son equiparables a
los actos que hacen empresas de turismo, pero en este último caso, en el caso
de las empresas de turismo, (Cusco es el mejor ejemplo) se tiene claro que se
trata de vender una imagen para hacer dinero, no para liberar o descolonizar al
“indio”.
Siguiendo un poco
más la anterior comparación: sabemos que en un desfile de modas, donde el
cuerpo de muchas mujeres se toma como cosa que se vende, no es un espacio donde
se discuta sobre el patriarcado o la cosificación de la mujer; de la misma
manera, los eventos de descolonización que se han dado y aun se dan, no son
espacios donde se cuestione la foklorización o la nuevas forma de racismo; todo
lo contrario, son la mayor expresión de la dominación que sufren grupos
específicos; incluso las imágenes de personas desnutridas, con carencias de todo
tipo, son presentadas como “riqueza cultural”.
Estas formas de
racismo “maquillado” fueron el fruto de una racionalización. Si bien es
irracional el apelar a diferencias biológicas como justificación del racismo,
lo que tuvo lugar hace mucho tiempo atrás (no es algo que haya terminado), la
descolonización promovida por “académicos” y organismos “occidentales”, acogida
ciega y entusiastamente en Bolivia, es la mayor expresión de cómo lo irracional
puede ser racionalizado para poder hacer pasar al racismo como algo distinto de
sí mismo. En tal situación, las prácticas racistas aparentan ser su opuesto:
lucha contra el racismo y “respeto a las diferencias”. Pero estas diferencias
se dan en las relaciones de poder y por tanto respetarlas es preservar la dominación
específica sobre poblaciones racializadas. Pensemos en cómo en USA existían
baños para “negros” distintos de los baños para blancos, o cómo en Sudáfrica
habían boers que justificaban el apartheid como respeto a la cultura de los
“negros” y como una forma de preservarla. No hace mucho se hizo una “Copa
América para indígenas” en Chile (la mejor manera de excluir a los “indígenas”
de los equipos de futbol profesionales y de la selección chilena) evento
presentado con orgullo, como diciendo: “nuestro racismo es sano”. En Bolivia
estas expresiones “racistas sanas” se manifiestan en cosas como “universidades
indígenas”, “autonomías indígenas”, etc.
Claro que estas
expresiones descolonizadoras funcionaron y funcionan en ambientes saturados no
solo de racismo (disfrazado de respeto), sino también de miedo a que “se muera
la madre tierra”. Se ha explotado el miedo al otro para que estas ideas
funcionen y también el miedo al fin de la vida por los pecados “modernos” de la
humanidad. El sentido religioso que se halla en esta moda descolonizadora y sus
ideas es innegable: lo “santos y vírgenes” han sido sustituidos por “sabios
indígenas” y “la madre tierra”, quienes en definitiva tienen que permanecer
“puros” para poder creer en ellos. Hay “otro” que vive sin los problemas que
acechan a las humanos “normales”, “otro” que rechaza y huye del desarrollo,
otro que incluso salvará a la humanidad. Pero tarde o temprano se debía
“descubrir” que sólo se trataba de un mito y este “descubrimiento” da lugar a
un “agujero negro” en las certezas de los creyentes, desestructurando su mundo
de fe (el otro es tan humano como nosotros, ¡qué horror!).
Es revelador que
quienes defienden “la vida indígena” (como lo vimos en el caso del TIPNIS) no
están dispuestos a vivir esa imaginaria vida, pues en el fondo defienden la
distancia no necesariamente geográfica entre su propia vida y la de sus
indígenas, sino la distancia económico-política que les permite especular sobre
sus otros y darse aires de “defensores de indios”, que “heroicamente” logran
evitar que los “indígenas” tengan lo que ellos tienen (acceso a internet,
atención médica, etc.). Lo que en realidad hacen es tratar de proteger y
mantener “pura”, sin contaminación, cosas que son una ficción y que les permite
darse un sentido que a la vez calme sus sentimientos de culpa, pero manteniendo
su situación de poder. Este engaño sobre sí mismos y sus otros hace que su
racismo adquiera una apariencia opuesta y de grandeza, digna de ser enarbolada.
En el desmoronamiento de los mitos occidentales sobre sus indígenas que hoy
vivimos, el descubrir que estaban engañándose sobre la vida de esos seres y
sobre sus propias ideas de “respeto y tolerancia” los deshace y por ello evaden
esta cuestión.
Es llamativo que
los “indígenas” (esos seres supuestamente libres en cuerpo y alma de los
“pecados occidentales”) que en algún momento lograron visibilidad en el
gobierno, además de Evo Morales, no se ajustan a lo que supuestamente debían
ser, mostrando los problemas que hacen parte de la vida de las personas
vinculadas al poder. Santos Ramírez fue encarcelado por corrupción en YPFB,
Abel Mamani tuvo que dejar el Ministerio de Aguas por una foto en la que se lo
veía en estado de ebriedad y con una mujer con poca ropa sentada en sus muslos,
Félix Patzi fue alejado del gobierno porque un medio de comunicación televisivo
lo “encontró” mientras la policía lo detenía por conducir en estado
inconveniente siendo candidato del MAS a la prefectura de La Paz. La cosa no
termina. El escándalo desatado por los manejos económicos en el Fondo Indígena
aún tiene mucha tela por cortar y son muchos los “indígenas” involucrados.
Pareciera que el mensaje es: “los indígenas son ineptos, ladrones, borrachos,
etc.”
Esta
descolonización parece enviar otro mensaje perverso a los demás “indígenas”:
“cuando se trata de descolonizar ocúpate de preservar tu cultura, preocúpate
por ‘purificarte’, otros gobernaran por ti”. Por ello se ha entretenido a los
“indígenas” en cuestiones de “recuperación y cultural” mientras otros hacen el
humanitario sacrificio de usar los horrorosos y degradantes mecanismo
“occidentales” del poder estatal. Se evidencia una consecuencia político-
práctica, un tipo de renuncia o abstención provocada con respecto al poder del
Estado: que los “indígenas” no hagan nada por tomar realmente el poder.
La descolonización
que hemos vivido en Bolivia ha logrado evitar que nos confrontemos con lo que
es verdaderamente importante, ha evitado que nos planteemos cuestiones
realmente serias respeto a la estructura económico-política. Pero además, se
infantilizó a los indígenas poniéndolos “más allá del bien y del mal”. Incluso
se fue más allá, pues se los puso como ajenos a las inmundicias de los seres
humanos; se los deshumanizo una vez más. Si antes se decía que los “indios” eran
salvajes, barbaros, seres detestables y casi animales, con esta
“descolonización” se dio una inversión valorativa (se los tomó como los
absolutamente positivo y bueno), inversión que no modificó las relaciones de
poder, sino que las encubrió, haciendo del racismo una práctica agradable y
deseable ante los ojos de “las víctimas y los victimadores”. Ello dio lugar a
un buen negocio que ha permitido “vivir bien” a algunos mientras los problemas
concretos de quienes son racializados como “indígenas” dejaron de importar.
En Bolivia la
descolonización es algo de lo que se habla cada vez menos porque los
“descolonizadores” fallaron e hicieron sólo espectáculos para entretener
turistas. Asumiendo que este proceso es sólo otra forma de reproducir la
dominación blancoide sobre poblaciones racializadas, no es raro que la inmensa
mayoría de las personas consideradas de modo colonial como “indígenas” no
muestren ningún interés por tal descolonización, mostrándose más bien
desarrollistas y promotores prácticos de la modernización en Bolivia, lo que
contribuye de modo fundamental a que la mitología occidental sobre sus
“indígenas” se derrumbe. Sin embargo, la descolonización a la boliviana tiene
una importancia que radica no en sus “logros” sino en que se la puede tomar
como el error que no se debe volver a cometer, el error del que se puede
aprender sacando las lecciones pertinentes: no podemos jugar al “otro”, al
“exótico” que se disfraza y dice tonterías (“vida en armonía…”, et.), para ser
reconocidos, engañándonos y esterilizando nuestra lucha. Por eso vale la pena
estudiar el proceso “descolonizador” en Bolivia y tomarlo en serio, es decir
siendo sumamente críticos con él.
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