Carlos Macusaya Cruz
Sin duda en Bolivia hay una preponderancia andina cuando se habla de poblaciones racializadas como indígenas o cuando personas u organizaciones de estas poblaciones tienen algún protagonismo. Esto suele ser señalado y reprochado, desde distintos flancos, como un problema de “andinocentrismo”; al mismo tiempo, en esta preponderancia tiene mayor presencia las referencias a la “aymaridad”, lo que también es motivo de crítica.
Tanto la primera preponderancia señalada y la segunda (la preponderancia en la preponderancia) suelen ser tomadas como si se tratara de una simple actitud que sobrevalora a las culturas de esta parte del país o a un grupo étnico en desmedro de otros. Así, lo más ecuánime, para quienes hacen este tipo de observaciones, sería también hablar “por igual” de todos los grupos étnicos o no hablar de ellos; darles la palabra a todos los grupos étnicos o a ninguno, etc.
Sin embargo, este tipo de observaciones son en realidad salidas retóricas ante un fenómeno que debería ser explicado, asumiendo que entre las poblaciones racializadas como indígenas no hay homogeneidad y que forman parte del orden social (no están en otro mundo), con sus jerarquías, relaciones de clase, diferenciaciones ocupacionales, etc. Desde esa perspectiva general hay que considerar los aspectos que están relacionados a eso que muchos llaman “andinocentrismo” y que dan lugar a lo que se podría llamar “centralidad aymara”.
Partamos considerando que la inmensa mayoría de las poblaciones indígenas en Bolivia han estado dispersas en la parte andina del país, que la población aymara hablante ha estado concentrada principalmente en el departamento de La Paz y que la sede de gobierno, desde finales del siglo XIX, es la ciudad de La Paz. Todo esto implica varios factores a tener en cuenta.
Si uno observa el mapa político de Sudamérica, en la gran mayoría de los casos, las capitales de los demás Estados están situadas muy cerca de las costas (una excepción es Ecuador, cuya capital es Quito), donde principalmente se asentaron las migraciones europeas durante la colonización y donde se establecieron los poderes políticos de los Estados latinoamericanos.
La región andina, en general, desde Colombia hasta Argentina y Chile, fue un espacio en el que, hasta donde se sabe, se concentró la mayor parte de las poblaciones indígenas del continente. En el caso de Bolivia esto debe considerarse en relación a que se constituyó en un Estado cuyo poder político fluctuó en la parte andina del país, con una precaria relación con las costas (cuando tenía salida al mar) y el mercado mundial. Las migraciones europeas llegaron a Bolivia, pero no en la misma medida en la que sucedía en otros Estados cuyas capitales estaban muy cerca de las playas y, entonces, terminó siendo un “país de indios”.
En esa situación, el Estado vivió de los tributos indígenas y de la explotación minera, realizada por indígenas; en ambos casos se trató de poblaciones de la parte andina. Así, dado que el poder económico y político están relacionados a un espacio geográfico, es desde esos lugares específicos de la parte occidental de Bolivia desde donde se formó una representación andina del país y del “boliviano tipo” (que era diferente del “boliviano gobernante”); no por malicia o etnocentrismo (los indios de los Andes fueron objeto, pero no actores de esta representación), sino por determinaciones económicas.
La Paz se convirtió en el centro económico y político de Bolivia a finales del siglo XIX y lo siguió siendo hasta el siglo XX (en la actualidad el centro económico es Santa Cruz). En ese sentido, las actividades políticas, las instituciones públicas y privadas, etc., se concentraron en esta urbe. La modernización estatal emprendida desde 1952 se hizo sobre ese terreno y hay que agregar que en adelante la ciudad fue creciendo, con mayor intensidad en la década de los 80, principalmente por las migraciones de población aymara hablante que procedía de las provincias del departamento.
La incidencia de todo ese proceso podría describirse, de manera muy esquemática, en aspectos generales referidos a la política, a la ideología, a la economía y a la cultura. Se puede hacer el ejercicio de considerar estos aspectos en otras poblaciones racializadas como indígenas para darse una idea de lo que está en juego en todo ello.
La incidencia política de las poblaciones aymaras es, a todas luces, mucho más fuerte que la de otros grupos. Hay que notar que en esto no juega un papel definitorio, aunque es importante, la cuestión cuantitativa. La población autoidentificada como quechua es mayor que la que se autoidentifica como aymara. Pero el detalle está en que esta última no solo se encuentra más cerca de la sede de gobierno, sino que la ha envuelto con sus migraciones. En esas condiciones, y lo hemos visto varias veces, una movilización de grupos poblacionales aymaras puede paralizar la sede de gobierno con relativa facilidad; pero no por “ser aymaras”, sino por la relación de cercanía con la sede del poder político en Bolivia.
Pensemos, para ilustrar la idea, en la población guaraní ubicada en el sur en el país. Al estar lejos de la sede de gobierno su incidencia política, en comparación a la de las poblaciones aymaras, es menor. Pero también se podría ver algo similar si consideramos a la población aymara de Puno, al sur del Perú y lejos de Lima, la capital de ese país. Una movilización aymara en Puno no paraliza Lima. La distancia con el centro político de un Estado es un factor que juega en el grado de incidencia política que pueden llegar a tener determinadas poblaciones; sumado al elemento demográfico.
Entonces, el epicentro político de Bolivia está situado en un espacio en el que la mayoría de la población racializada como indígena tiene una pertenecía étnica aymara. A ello hay que agregar que desde finales de los años 60 del pasado siglo, estos migrantes fueron ingresando, poco a poco, a la que se considera la principal universidad del país, la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA).
Desde ya, La Paz era y es un espacio altamente politizado por ser la sede de gobierno y este fenómeno también se daba intensamente en la UMSA, en los años en que los migrantes “indios” fueron ocupando ese espacio y si bien la mayoría de ellos fueron asumiendo, por “sobrevivencia”, la negación de su origen, algunos fueron dando los primeros pasos en la formación de una intelectualidad que, de distintas maneras, asumía como una ubicación política la condición de racialización que vivían, desde la cual formaron discursos, símbolos y organizaciones en las que la referencia central fue su pertenecía étnica. Así hablaron de las mayorías indias, pero teniendo como referente su propia etnicidad. Esto condicionó que la etnicidad aymara tenga un proceso más temprano de politización en relación directa a una producción intelectual que se fue moviendo por canales no formales y en el mismo epicentro político del país.
Sin duda, la producción intelectual de personas con procedencia aymara y cuyos trabajos cuestionan distintos aspectos del orden social, reafirmando su procedencia, es mayor con respecto a otros “grupos étnicos”. Esto es, como ya he dicho, producto de un proceso que se fue dando en La Paz desde los años 60 del siglo pasado y contrasta con otros “grupos indígenas” en su volumen e incidencia. Por ejemplo, el posicionamiento que tiene la wiphala en distintas partes del continente empezó por el trabajo ideológico de esa intelectualidad aymara que se fue formando en La Paz y que hacía actividad política.
A su vez, no hay que perder de vista que la “capital cultural” de los andes a nivel continental se encuentra en el departamento de La Paz. Es desde acá que se marcan tendencias musicales y de baile entre poblaciones “indias” de países vecinos. Puno, en Perú, es el ejemplo más visible de la influencia que llegan a tener las poblaciones racializadas de La Paz; pero también este fenómeno se puede percibir en el norte argentino y chileno.
Esta influencia está muy ligada a la llamada economía informal, desde donde han emergido sectores económicamente muy fuertes. Así, el despliegue de entradas folclóricas y grandes fiestas (con grupos internacionales) es una forma de expresar poder. Otra exhibición de ese tipo son las construcciones llamadas “cholets”.
Es en la “economía informal” donde los grupos de origen aymara han logrado posicionarse, siendo a la vez los operadores de la expansión de las relaciones mercantiles en lugares en los que el Estado y las grandes empresas privadas apenas tienen llegada. En este proceso operan vínculos y formas de socialización de origen agrario, pero articuladas a la competencia (Ojo, que desde hace varios años atrás, La Paz sea la “epicentro cultural” de los andes implica que antes no lo fue y que en algún momento dejará de serlo).
Considerando lo dicho, no debería extrañar que desde la
población aymara se genere una fuerte incidencia política, discursiva simbólica
y hasta económica, rebasando los límites geográficos de Bolivia. Esos fenómenos
han ido dando lugar a que se produzca una especie de “centralidad aymara” en
varios ámbitos; pero también hay que tener presente el uso que hizo el “Estado
del 52” sobre elementos andinos como representación de la nación. Entonces,
cuando se habla de andinocentrismo, si se quiere ir más allá de apelaciones
moralistas, hay que tener en cuenta los distintos aspectos que condicionan eso
que se señala. Se trata de factores concretos, no de simples inclinaciones
subjetivas.
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