Por Carlos Macusaya
La
experiencia del indianismo y el katarismo en Bolivia, desarrollada en la
segunda mitad del siglo XX, y las acciones descolonizadoras promovidas por el
gobierno de Evo Morarles ofrecen variadas facetas, con luces y sombras, que me
parecen importantes en relación a las luchas proyectadas desde quienes han sido
racializados como indios y sobre lo que se pretende hacer en favor de esas poblaciones,
pero reproduciendo la racialización. En ese sentido, como habrán notado las
personas lectoras de este texto (Batallas por la identidad), el contenido que
tienen los materiales en él reunidos expresan un sentido crítico, una especie
de apasionamiento por señalar lo que fue y lo que no anda bien. El estar en un
escenario marcado por las políticas “descolonizadoras” en Bolivia, donde varios
aspectos forjados y trabajados desde el indianismo y el katarismo eran explotados
simbólicamente, pero esos movimientos eran “ninguneados”, hizo necesario el ir
formando, dentro limitaciones y posibilidades (que van más allá de la buena
voluntad de uno), un esclarecimiento histórico de la mano de un trabajo de crítica
al accionar del “gobierno indígena”, en un terreno en el que sus ideas directrices
desfiguraban los procesos en los cuales los “indios” fueron y son
protagonistas.
Pero
las reflexiones sobre las luchas desde la condición de racialización, que no
son “patrimonio” de Bolivia (ni de los aymaras), así como la crítica a las
políticas dirigidas a “pueblos indígenas”, deberían ser asumidas como
condiciones para ir más allá. Deberían ser tomadas, desde una perspectiva y un
accionar producidos al interior de esas luchas, no como fines en sí mismos,
sino como elementos de un proceso que no puede ser la mera rememoración de lo
que hicimos ni la pura denuncia de lo que hoy sufrimos. Por lo menos, es lo que
asumo y no solo desde mi experiencia en Bolivia, sino considerando algunas
experiencias mías en el sur peruano (así como en el norte argentino y chileno).
Desde
el año 2008 tuve la oportunidad de ir por varios lugares del Perú: Tacna, Puno,
Cusco, Abancay y Arequipa. Fueron viajes de activista a distintos eventos
referidos a “movimientos indígenas” y no fue muy complicado llegar a ellos. Si
uno no toma el transporte turístico puede encontrar opciones bastante
económicas y esas fueron los que tomé. El tema de los costos del transporte
solía cubrirlos con varios materiales que llevaba para vender, generalmente
libros (referidos a las temáticas que yo trabajo) y algunas artesanías (como
zampoñas y quenas). En la mayoría de esos eventos se brindaba “hospedaje comunitario”,
así que uno podía “acomodarse en un rinconcito” con una bolsa de dormir; pero
además, se brindaba alimentación en los días de la actividad. Estos aspectos,
como podrán suponer, hacían más factible el poder ir a esas actividades.
En
las experiencias que tuve durante esos viajes, más o menos durante cuatro años,
pude percibir algunos unos cambios. En los primeros eventos a los que asistí,
en específico en Puno y Tacna, sobresalía la influencia marcada del discurso
de Felipe Quispe (líder indianista en Bolivia conocido como “El Mallku”) sobre
la identidad aymara. Además, esas actividades reunían gran concurrencia e
incluso había oportunidades en las que mucha gente quedaba fuera de los
locales. Empero, con el pasar del tiempo, la influencia que más noté ya no era
la de Felipe Quispe, sino la de David Choquehuanca (ex-canciller de Bolivia) y
ello marcaba un cambio muy significativo: se había pasado de la efervescencia
política, en la que se perfilaban problemáticas organizacionales y
cuestionamientos al Estado peruano (y al discurso que había propalado ese mismo
Estado para legitimar su existencia), a una cantaleta sobre la “diferencia
cultural”, acompañada, indefectiblemente, de “rituales ancestrales” cada vez
más exóticos. Si bien la figura central de exportación de Bolivia ha sido Evo
Morales, era David Choquehuanca quien tenía el “discurso auténtico” para
muchos activistas del sur peruano. La tragedia de ello fue que se pasó de
Felipe Quispe a Choquehuanca o, para decirlo de otra forma, se pasó del “indio
rebelde” al “indio espiritual”.
En
esa situación, los rituales fueron convirtiéndose en lo más importante del
“ser” de los indígenas en esas actividades, pero ello no correspondía a la
vida “indígena”. En una ocasión, desde la ciudad de Puno varias personas nos
dirigimos a Cojata, un pueblo ubicado en el norte del lago Titicaca. El lugar
era la sede de un encuentro realizado con la muy recurrente idea de que las
raíces están intactas en las comunidades y que hay que ir a esos lugares a
recuperar la identidad (pero también, y eso era lo bueno, uno podía darse una
mejor idea de la vida rural). El evento fue inaugurado mediante una ceremonia
dirigida no por “sabios” de la comunidad, sino por algunas personas que eran
consideradas amautas y que vivían en la ciudad de Puno. Mientras eso pasaba,
las personas de pueblo miraban extrañadas y de lejos el ritual (no participaban
de él), además de hacer algunos gestos de mofa y hablarse al oído, en medio de
risas. Era evidente que se trataba de un ritual ajeno a los pobladores de esa
comunidad, pero realizado en nombre de ellos y como “tradición ancestral”.
Cosas
similares vi en otros lugares y en esas circunstancias, para mí, era incomodo hablar
con algunas personas que estaban muy afanadas en saber cómo eran “los rituales
que habían llevado al poder a los indígenas en Bolivia”. Uno trataba de hablar
sobre los procesos de lucha, las movilizaciones y la crisis política y
económica que dieron lugar a la emergencia del “indio”, pero no a muchos les
interesaban esos temas, sino que estaban buscando “rituales mágicos” antes que
experiencias de lucha (claro que también habían personas con perspicacia
política y muy lúcidas). Y es que desde Bolivia se exportaban imágenes con
indígenas haciendo rituales para todo y para nada, y ello, me parece, era
asumido como lo “auténticamente indígena” y lo que había que emular en nombre
de la recuperación de lo ancestral. Empero, para mí era una forma muy efectiva
de distraer y entretener a los indígenas, era una forma de esterilizar y anular
potenciales de lucha.
Por
otro lado, esos eventos solían ser el escenario de exhibición de algunos
personajes que a primera vista lucían pintorescos y que se jactaban de ser
“sabios”, “incas”, “amautas”, etc. Éstos, en los estridentes debates que solían
sostener entre sí, acaparaban la atención de los participantes por su retórica
sobre el Tawantinsuyu y por su vestimenta “ancestral”. Sus discusiones giraban
en torno a, por ejemplo, la legitimidad de cada uno de ellos por descender de
tal o cual panaca (o ayllu), la “correcta y verdadera” forma de saludar al
sol, el gesto apropiado para hacer este o aquel ritual, entre otras tantas
tonterías (los casos más patéticos los vi en Cusco). Mucho del tiempo de las
actividades se iban en estas “brillantes discusiones” y el público, que
empezaba con mucha atención y entusiasmo, terminaba cansado y sin concretar
nada.
Con
el pasar del tiempo, los eventos se hacían cada vez menos concurridos y,
siendo honesto, ya no podía vender los materiales que llevaba, por lo , no
podía costearme los gastos. Más o menos desde el 2012 fui dejando de hacer
viajes al sur peruano, pero el 2016 volví hacerlo y asistí a un evento en
Cusco. A diferencia de las actividades en las que había estado antes, ésta se
encontraba casi vacía, de no ser por los organizadores (un par de personas) y
algunos participantes. Seguramente hay muchos factores que ayudarían a
comprender el porqué de ese desgaste, uno de ellos (no el único), desde mi
punto de vista, fue el hecho de que la gente que tenía voluntad política por
concretar algo fue dejando de asistir a estas actividades por no encontrar nada
sólido en ellas y por cansarse de escuchar debates inútiles. Sin embargo, los protagonistas
estelares de esos debates (“sabios”, “incas”, “amautas” y otros) no dejaron de
asistir y “contribuir” con su retórica “distractiva” (por decir lo menos). Me
atrevo a afirmar que el papel de estos personajes (consciente o
inconscientemente, no lo sé) fue el de evitar que algo serio llegara a madurar
en esas actividades. Ese fue su rol en los hechos.
Estas
experiencias en mis andanzas por algunos lugares de Perú también incidieron en
los problemas que fui tratando en lo que he escrito. Y es que esos problemas no
son exclusivos de Bolivia, sino que pueden verse, con variados matices, en
otros países. Son parte de las batallas por la identidad y se desarrollan en
situaciones de racialización que muchas poblaciones sufren en el continente.
Todo ello me convenció de que buscar hechos históricos que permitan entender
algunos aspectos de lo que hoy vivimos es necesario, pero no es suficiente.
Además, desde las condiciones de racialización que viven los “indios” en
distintos ámbitos y espacios, las ideas sobre nuestro pasado suelen llevar a
conclusiones muy funcionales al poder establecido: buscar respuestas en
nuestros antepasados para problemas contemporáneos; creer que las sociedades
pre-coloniales tenían respuestas para todo, incluso para lo que vivimos hoy.
Como si nuestros ancestros nunca se hubieran equivocado o como si hubieran
vivido en un paraíso. Peor aún, como si nuestros ancestros tuvieran las
repuestas para enfrentar la expansión china en el siglo XXI o como si se
pudiera tomar ese pasado idealizado y “aplicarlo” hoy. Un ejercicio histórico
no autocomplaciente ayudaría mucho a deshacer esa imagen, pero ese trabajo de
clarificación sobre la historia es solo eso, no proyecta de por sí nada.
El
trabajo sobre los procesos que han dado lugar a lo que hoy vivimos adquiere
sentido y encuentra su límite en cuanto se trata de transformar la realidad.
Adquiere sentido porque se trata de un esfuerzo por saber y entender cómo es
que llegamos a esta situación; pero a la vez, adquiere su límite porque ese
saber se limita a lo pretérito. Sin embargo, relacionándolo con el
esclarecimiento de los fenómenos político-ideológicos que en la actualidad
reproducen, de manera reconfigurada, procesos de racialización que se
produjeron en el pasado, puede exceder en alguna medida sus limitaciones, pero
nada más.
Hace
falta una caracterización amplia, un diagnóstico, de la realidad que viven las
poblaciones racializadas en el presente, para desde esa situación proyectar
acciones de lucha, pues las formas contemporáneas de las estructuras sociales
cambian los términos de la lucha. En ese sentido, no se trata de saber lo que
fuimos, sufrimos o, incluso, de lo que fuimos capaces de hacer. Se trata de
entender la realidad que queremos transformar y ello implica varias tareas.
Para ir cerrando, mencionaré algunas que me parecen urgentes, pero no son las
únicas.
Hoy
es necesario desenmascarar el papel político del indigenismo, y ya hay varios
pasos en ese sentido, poniendo atención en las problemáticas contemporáneas en
contraposición a la idealización que se ha hecho sobre los “indígenas”. En
Perú, por ejemplo, la idealización del Tahuantinsuyo y la explotación
turística que se ha hecho sobre lo inca tiene el efecto de folclorizar a los
“indígenas”; pero además, son la referencia ideológica de muchos dirigentes que
han aceptado ciegamente esa reducción folclorista e incluso la enarbolan y
defienden. Este trabajo implica una confrontación con la feudalidad académica
en torno a los “indígenas”. Una confrontación con ideas, autores e
instituciones que se han dedicado a glorificar a los indígenas del pasado o a
ensalzarlos en “su” sobrevivencia.
Pero
también es necesario, y en relación a lo anterior, romper la idea de que los
“asuntos indígenas” son cosas del área rural y en la que los citadinos no
tienen nada que ver. Para ello, de forma complementaria, sería útil poner el
acento en el papel que los migrantes “indios” han tenido y tienen en la
formación de las urbes. Pero, en lo fundamental, se trata de pensar nuestra
situación en los distintos ámbitos que ahora ocupamos y en las contradicciones
y potenciales que se han ido generando en este proceso. Políticamente,
arrinconarse en una postura ruralista, como ha sido la tónica de los
“movimientos indígenas”, es contraproducente considerando que desde hace
décadas estamos construyendo y llenando las ciudades. A ello contribuiría,
también, cuestionar la llamada “inclusión indígena” y cómo funcionan sus
mecanismos de representación en distintas instituciones, gubernamentales y no
gubernamentales, porque suele suceder que los supuestamente representados ni
siquiera saben ni conocen a quienes los representan, ni saben cómo los
eligieron. Esto, además, debería ir de la mano con discutir el papel que juega
la victimización entre algunos que así se ven favorecidos por “blancos”
culpabilizados.
Simultáneamente,
se debería trabajar en la formación de un sentido común en el que las ideas
oficiales sobre los “indígenas” sean combatidas a la vez de ir posicionando otros
referentes simbólicos y de afirmación identitaria, pero que no se dirijan a
generar lástima o a glorificar el pasado, sino que sean elementos para
pensarnos más allá de la victimización o de la melancolía. Entonces, hay que
redefinirnos, lo que no es un problema de rigurosidad conceptual y lo que ello
implica formalmente cuando se nos llama “indígenas”. Y no es que estos
aspectos no importen; por el contrario, si uno deja la mera formalidad
académica y se concentra en los efectos políticos de esas ideas, puede hacer el
balance de su pertinencia o no en un proceso de lucha, no en una mera
formulación conceptual. Esto implica disputar y cambiar el sentido que se ha
impuesto sobre las poblaciones racializadas desde castas que se han asignado el
derecho de definirnos según su conveniencia. En función de ello, lo teórico
tiene sentido en la acción que permite desarrollar, más allá de lo inmediato.
No
hace falta seguir glorificando derrotas por medio de homenajes o rituales. Es
inútil tratar de emular las luchas de nuestros antepasados en condiciones
sociales diferentes. No busquemos respuestas a nuestros problemas en “mensajes ancestrales”.
Ni a Tupaj Katari ni a Tupaj Amaru les toca enfrentar nuestros retos; no les
pidamos lo que nosotros tenemos que forjar y hacer, innovando, no de la nada,
sino a partir de procesos históricos y experiencias concretas; pero,
fundamentalmente, tratando de rebasar esas mismas experiencias y procesos. En
todo ello no es importante “recuperar” la identidad de un pueblo, sino la capacidad
de ese mismo pueblo de transformase a sí mismo.
Nota: el presente texto es el
Epílogo del libro “Batallas por la identidad. Indianismo, katarismo ydescolonización en la Bolivia contemporánea”, publicado en Lima (Perú) en 2019
por el grupo Hwan Yunpa.
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